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Llegó de Francia hace 35 años y hoy abre un restaurante con sello francés, especializado en pollo a las brasas: “No soy un cocinero moderno”

En pocos días se cumplen 35 años desde que Christophe Krywonis llegó a la Argentina. Él todavía recuerda ese largo viaje iniciático, que partió de las callejuelas intrincadas de París para aterrizar entre los picos nevados de Las Leñas, en el San Rafael mendocino. “Ya era cocinero, pero en Mendoza entendí lo que significaba ser chef, ser jefe, manejando a un grupo de 32 personas a quienes no les importaba lo que yo decía. No sabía español, era un jovencito de apenas veintipico de años, algo engreído. Fue un aprendizaje duro, una escuela de humildad, de rigor y de exigencia”, recuerda.

Hoy Christophe no solo habla un perfecto español sino que ya tiene fuertes raíces argentinas, arraigadas a este suelo y a una idiosincrasia que adoptó con amor. Desde ese primer trabajo en Las Leñas, su experiencia y fama crecieron rápido. Cocinó para otros, realizó eventos y consultorías, tuvo un restaurante propio que lo catapultó a la elite de los cocineros locales, llegó a la televisión, se hizo famoso, tuvo hijos y nietos, se descarriló, descuidó su físico y su mente, recuperó el equilibrio, se enamoró y, como última novedad, acaba de abrir Mon Poulet en el límite entre Belgrano y Palermo, en Federico Lacroze 1724. Su nueva aventura es un restaurante dedicado a cocinar pollitos a las brasas, mezcla de fast food con aires de bistró francés, que en pocas semanas se convirtió en un gran éxito. “Ya está, acá freno: me prometí que toda mi energía va a estar destinada a Mon Poulet para hacerlo crecer, para sumar más locales. Una de mis hijas pintó el mural del gallo que está en la pared, la otra trabaja aquí conmigo. Tengo 59 años y no puedo seguir yendo de acá para allá. Este es mi último gran proyecto”, dice Christophe.

–Retrocedamos 35 años: ¿qué hizo que te quedaras en la Argentina?

–Poco antes de ir a Las Leñas había trabajado en el Caribe; esa fue mi emancipación intelectual, donde entendí que Francia no era el centro del mundo. Y que yo no estaba hecho para vivir allá. Un día me crucé de casualidad con un amigo con el que había trabajado antes, Martín Pittaluga [uruguayo, creador de La Huella en José Ignacio], y me contó de un proyecto en Las Leñas. En Argentina me sorprendieron los paisajes, el desierto de Mendoza, las rutas larguísimas. También la amabilidad de la gente, lo plural de este país. Y la luz, una luz increíble: en las puestas del sol veía reflejos de sombras con colores naranjas… Ese encuentro con la naturaleza y la gente fue muy importante.

–¿Cómo llegaste a tu primer restaurante propio?

–Fue un proceso con altos y bajos. Trabajé en Bleu Blanc Rouge, un restaurante francés en Uruguay. Viajé a Francia, volví a la Argentina, estuve en distintos restaurantes. Hubo experiencias buenas y otras malas, muy violentas. Con Menem fui cocinero en la embajada de Estados Unidos, estaba Terence Todman, lo apodaban el Virrey. Armé un catering propio sin un mango: para los folletos usé la impresora de un amigo. Como todos, sufrí las crisis económicas del país: con el Efecto Tequila perdí todo. En el 95 gané la licitación de una marca de tortas industriales, trabajé luego en el Parque de la Costa donde terminé como jefe de producción general. Fue un año duro y agotador. Y con el dinero que gané ahí, abrí Christophe, en Palermo. Era el año 1997.

–Christophe te posicionó en un lugar de prestigio en la gastronomía argentina.

–Sí, fuimos pioneros en esa zona de Palermo, Fitz Roy y Nicaragua, donde no había nada parecido, solo bodegones. El día de la apertura yo estaba llorando en el baño por el estrés, tenía 12 pesos en el bolsillo, no llegaba siquiera a comprar en la verdulería. En el salón me agarra un amigo, me ve raro y me pregunta qué me pasa. Él me dio 300 dólares para que pudiera estar más tranquilo. Por suerte, el lugar fue un éxito, a los tres meses ya había gente en lista de espera. Teníamos la cocina a la vista, algunos creían que era por pretensión, pero en realidad había sido porque la plata no alcanzaba para levantar paredes. Christophe marcó una nueva etapa de mi vida. Hacíamos una cocina de bistró, rica y simple: camembert caliente, ensalada de hígado, el osobuco a la naranja, el volcán de chocolate que era muy afamado.

–¿La televisión fue otra gran etapa de tu vida?

–Siempre supe que lo importante era la cocina y no la televisión. Dicho esto, sí, la TV cambió todo. Estuve en ElGourmet hasta que un día me llamaron de Disney para hacer una de las voces de la película Ratatouille y me dijeron que no podía, que tenía exclusividad con ellos. Entonces renuncié. Pasé unos años haciendo asesorías, viajando mucho por Latinoamérica. En 2009 cerré Christophe porque, con tanto viaje, no podía ocuparme. Luego apareció MasterChef, que marcó un momento de mucha masividad, de mucha exposición.

–¿Te sobrepasó esa exposición?

–Hubo algo de la velocidad del trabajo, de estar todo el tiempo saliendo, comiendo, bebiendo, que sí, me sobrepasó. Engordé mucho, me creía un bon vivant. Un día me hice un control de sangre y el médico me advirtió que tenía la glucemia muy alta, que estaba cerca de un coma diabético. Luego, en un viaje a Colombia en 2013, me encontré con un amigo, el cocinero Harry Sasson, que me dijo: “Si no cuidás tu salud, cómo vas a cuidar tu negocio”. Y después se murió otro amigo, Luis Acuña. Fue entonces que decidí operarme, aunque terminaron pasando seis años hasta que realmente lo hice. La manga gástrica cambió mi vida, porque entendí que la operación en sí era solo un granito de arena, que debía acompañarlo con un cambio real en mi forma de ser.

–¿Y dejaste la televisión?

–En 2019 me llamó una productora de MasterChef Celebrity, ella quería que yo hiciera algo que a mí no me convencía. Entonces me dijo: “Dale gordo, con lo que te pagamos, cerrá el pico y hacelo”. Ahí comprendí que mi etapa en la TV ya estaba terminada, al menos por ese momento. Hoy le agradecería a esa persona, me hizo tomar conciencia de que mi vida valía más que un programa. Irme no fue una decisión fácil: sabía de qué me alejaba, de los brillos, del reconocimiento, de la adulación. Pero me permitió hacer otras cosas, como conocer a mi pareja actual que es maravillosa, como darle más bola a mis hijas. Y, claro, me permitió abrir mi nuevo restaurante.

–¿Qué es Mon Poulet?

–Es la suma de todos mis ahorros, donde me estoy jugando la vida. Al inaugurar sentí el mismo miedo de cuando abrí el primer bistró en el 97. Pasé noches de angustia, sin dormir. Armamos una parrilla a medida, un spiedo con brasas de carbón y de quebracho. Elegí el pollo porque esa carne es parte de una tradición francesa por excelencia; y sumé las brasas, que es tradición argentina. Además, tenemos platos del día, tartas, currys, pastel de carne con parmentier, sándwiches, tarte tatin de manzana, unas chauchas con teriyaki que son deliciosas…

–¿Qué tiene de especial el pollo que ofrecen ahí?

–Son pollitos chiquitos, de solo 900 gramos, bien criados, sin antibióticos ni mucha agua agregada. Con mi socio investigamos mucho, fuimos a Perú, donde recorrimos junto a Gastón Acurio [reconocido chef peruano] las mejores pollerías del país. Mezclamos ideas de allá, de Francia, de Argentina, mías. Primero ponemos el pollo una noche en salmuera, luego hacemos una mezcla de especias simples, ajo y perejil; con eso pintamos el pollo mientras lo cocinamos a más de 250ºC. Y antes de servirlo, al regenerarlo en el horno Rational, lo terminamos con una manteca especial. Queda muy jugoso, tierno, rico, con un ahumado suave.

–¿Te criticaron por especializarte en una carne que hoy tiene poco glamour?

–Algunos me miraban despectivos, pero yo sabía que se podía hacer algo de calidad con un producto accesible. Acá pueden venir dos personas y comer un pollito entero con papas fritas por $13.900. Yo no soy un cocinero moderno, lo mío es la tradición. Soy de los platos familiares, provengo de una familia de fiambreros, de hoteleros. El pollo es un producto noble, que fue bastardeado, pero que puede ser muy sabroso. No me gusta vender gato por liebre: si yo soy un tipo normal, que le gusta la comida casera: ¿por qué voy a cambiar?

–¿Extrañás Francia?

–No, al revés: cuando voy de visita para allá, para ver a mi madre, enseguida extraño volver acá, a casa. Ya soy un argentino más.

En pocos días se cumplen 35 años desde que Christophe Krywonis llegó a la Argentina. Él todavía recuerda ese largo viaje iniciático, que partió de las callejuelas intrincadas de París para aterrizar entre los picos nevados de Las Leñas, en el San Rafael mendocino. “Ya era cocinero, pero en Mendoza entendí lo que significaba ser chef, ser jefe, manejando a un grupo de 32 personas a quienes no les importaba lo que yo decía. No sabía español, era un jovencito de apenas veintipico de años, algo engreído. Fue un aprendizaje duro, una escuela de humildad, de rigor y de exigencia”, recuerda.

Hoy Christophe no solo habla un perfecto español sino que ya tiene fuertes raíces argentinas, arraigadas a este suelo y a una idiosincrasia que adoptó con amor. Desde ese primer trabajo en Las Leñas, su experiencia y fama crecieron rápido. Cocinó para otros, realizó eventos y consultorías, tuvo un restaurante propio que lo catapultó a la elite de los cocineros locales, llegó a la televisión, se hizo famoso, tuvo hijos y nietos, se descarriló, descuidó su físico y su mente, recuperó el equilibrio, se enamoró y, como última novedad, acaba de abrir Mon Poulet en el límite entre Belgrano y Palermo, en Federico Lacroze 1724. Su nueva aventura es un restaurante dedicado a cocinar pollitos a las brasas, mezcla de fast food con aires de bistró francés, que en pocas semanas se convirtió en un gran éxito. “Ya está, acá freno: me prometí que toda mi energía va a estar destinada a Mon Poulet para hacerlo crecer, para sumar más locales. Una de mis hijas pintó el mural del gallo que está en la pared, la otra trabaja aquí conmigo. Tengo 59 años y no puedo seguir yendo de acá para allá. Este es mi último gran proyecto”, dice Christophe.

–Retrocedamos 35 años: ¿qué hizo que te quedaras en la Argentina?

–Poco antes de ir a Las Leñas había trabajado en el Caribe; esa fue mi emancipación intelectual, donde entendí que Francia no era el centro del mundo. Y que yo no estaba hecho para vivir allá. Un día me crucé de casualidad con un amigo con el que había trabajado antes, Martín Pittaluga [uruguayo, creador de La Huella en José Ignacio], y me contó de un proyecto en Las Leñas. En Argentina me sorprendieron los paisajes, el desierto de Mendoza, las rutas larguísimas. También la amabilidad de la gente, lo plural de este país. Y la luz, una luz increíble: en las puestas del sol veía reflejos de sombras con colores naranjas… Ese encuentro con la naturaleza y la gente fue muy importante.

–¿Cómo llegaste a tu primer restaurante propio?

–Fue un proceso con altos y bajos. Trabajé en Bleu Blanc Rouge, un restaurante francés en Uruguay. Viajé a Francia, volví a la Argentina, estuve en distintos restaurantes. Hubo experiencias buenas y otras malas, muy violentas. Con Menem fui cocinero en la embajada de Estados Unidos, estaba Terence Todman, lo apodaban el Virrey. Armé un catering propio sin un mango: para los folletos usé la impresora de un amigo. Como todos, sufrí las crisis económicas del país: con el Efecto Tequila perdí todo. En el 95 gané la licitación de una marca de tortas industriales, trabajé luego en el Parque de la Costa donde terminé como jefe de producción general. Fue un año duro y agotador. Y con el dinero que gané ahí, abrí Christophe, en Palermo. Era el año 1997.

–Christophe te posicionó en un lugar de prestigio en la gastronomía argentina.

–Sí, fuimos pioneros en esa zona de Palermo, Fitz Roy y Nicaragua, donde no había nada parecido, solo bodegones. El día de la apertura yo estaba llorando en el baño por el estrés, tenía 12 pesos en el bolsillo, no llegaba siquiera a comprar en la verdulería. En el salón me agarra un amigo, me ve raro y me pregunta qué me pasa. Él me dio 300 dólares para que pudiera estar más tranquilo. Por suerte, el lugar fue un éxito, a los tres meses ya había gente en lista de espera. Teníamos la cocina a la vista, algunos creían que era por pretensión, pero en realidad había sido porque la plata no alcanzaba para levantar paredes. Christophe marcó una nueva etapa de mi vida. Hacíamos una cocina de bistró, rica y simple: camembert caliente, ensalada de hígado, el osobuco a la naranja, el volcán de chocolate que era muy afamado.

–¿La televisión fue otra gran etapa de tu vida?

–Siempre supe que lo importante era la cocina y no la televisión. Dicho esto, sí, la TV cambió todo. Estuve en ElGourmet hasta que un día me llamaron de Disney para hacer una de las voces de la película Ratatouille y me dijeron que no podía, que tenía exclusividad con ellos. Entonces renuncié. Pasé unos años haciendo asesorías, viajando mucho por Latinoamérica. En 2009 cerré Christophe porque, con tanto viaje, no podía ocuparme. Luego apareció MasterChef, que marcó un momento de mucha masividad, de mucha exposición.

–¿Te sobrepasó esa exposición?

–Hubo algo de la velocidad del trabajo, de estar todo el tiempo saliendo, comiendo, bebiendo, que sí, me sobrepasó. Engordé mucho, me creía un bon vivant. Un día me hice un control de sangre y el médico me advirtió que tenía la glucemia muy alta, que estaba cerca de un coma diabético. Luego, en un viaje a Colombia en 2013, me encontré con un amigo, el cocinero Harry Sasson, que me dijo: “Si no cuidás tu salud, cómo vas a cuidar tu negocio”. Y después se murió otro amigo, Luis Acuña. Fue entonces que decidí operarme, aunque terminaron pasando seis años hasta que realmente lo hice. La manga gástrica cambió mi vida, porque entendí que la operación en sí era solo un granito de arena, que debía acompañarlo con un cambio real en mi forma de ser.

–¿Y dejaste la televisión?

–En 2019 me llamó una productora de MasterChef Celebrity, ella quería que yo hiciera algo que a mí no me convencía. Entonces me dijo: “Dale gordo, con lo que te pagamos, cerrá el pico y hacelo”. Ahí comprendí que mi etapa en la TV ya estaba terminada, al menos por ese momento. Hoy le agradecería a esa persona, me hizo tomar conciencia de que mi vida valía más que un programa. Irme no fue una decisión fácil: sabía de qué me alejaba, de los brillos, del reconocimiento, de la adulación. Pero me permitió hacer otras cosas, como conocer a mi pareja actual que es maravillosa, como darle más bola a mis hijas. Y, claro, me permitió abrir mi nuevo restaurante.

–¿Qué es Mon Poulet?

–Es la suma de todos mis ahorros, donde me estoy jugando la vida. Al inaugurar sentí el mismo miedo de cuando abrí el primer bistró en el 97. Pasé noches de angustia, sin dormir. Armamos una parrilla a medida, un spiedo con brasas de carbón y de quebracho. Elegí el pollo porque esa carne es parte de una tradición francesa por excelencia; y sumé las brasas, que es tradición argentina. Además, tenemos platos del día, tartas, currys, pastel de carne con parmentier, sándwiches, tarte tatin de manzana, unas chauchas con teriyaki que son deliciosas…

–¿Qué tiene de especial el pollo que ofrecen ahí?

–Son pollitos chiquitos, de solo 900 gramos, bien criados, sin antibióticos ni mucha agua agregada. Con mi socio investigamos mucho, fuimos a Perú, donde recorrimos junto a Gastón Acurio [reconocido chef peruano] las mejores pollerías del país. Mezclamos ideas de allá, de Francia, de Argentina, mías. Primero ponemos el pollo una noche en salmuera, luego hacemos una mezcla de especias simples, ajo y perejil; con eso pintamos el pollo mientras lo cocinamos a más de 250ºC. Y antes de servirlo, al regenerarlo en el horno Rational, lo terminamos con una manteca especial. Queda muy jugoso, tierno, rico, con un ahumado suave.

–¿Te criticaron por especializarte en una carne que hoy tiene poco glamour?

–Algunos me miraban despectivos, pero yo sabía que se podía hacer algo de calidad con un producto accesible. Acá pueden venir dos personas y comer un pollito entero con papas fritas por $13.900. Yo no soy un cocinero moderno, lo mío es la tradición. Soy de los platos familiares, provengo de una familia de fiambreros, de hoteleros. El pollo es un producto noble, que fue bastardeado, pero que puede ser muy sabroso. No me gusta vender gato por liebre: si yo soy un tipo normal, que le gusta la comida casera: ¿por qué voy a cambiar?

–¿Extrañás Francia?

–No, al revés: cuando voy de visita para allá, para ver a mi madre, enseguida extraño volver acá, a casa. Ya soy un argentino más.

 Llegó de Francia hace 35 años y fue parte de la elite de la cocina local; tras su paso por la televisión, Christophe Krywonis emprende su última aventura gastronómica  LA NACION

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