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El Club de la Mordida, la red en la que se dan apoyo sobrevivientes de un feroz tipo de ataque con secuelas impensadas

NUEVA YORK.– Anika Craney vio el mensaje de Facebook desde la cama del hospital, aturdida por los analgésicos, la abrumadora atención de los medios de comunicación y el persistente escalofrío de su roce con la muerte: “Bienvenida al Club de la Mordida”.

Días antes, había estado practicando buceo libre en la Gran Barrera de Coral cuando vio que un tiburón se dirigía hacia ella. Se giró para interponer sus aletas entre ella y el depredador, pero el agua turbia que la rodeaba se tiñó rápidamente de carmesí.

Con la sangre manando de su pie izquierdo, luchó por llegar a la playa, al tiempo que trataba de contener la hemorragia arterial y pedir ayuda a gritos. Un médico fuera de servicio le hizo un torniquete con un cinturón, lo que le salvó la vida y la extremidad.

Anika Craney fue mordida por un tiburón en la Gran Barrera de Coral

Incluso en esos primeros momentos, Craney, que en ese entonces tenía 29 años, estaba decidida a no dejar que la experiencia afectara su vínculo de por vida con el océano. Desde una camilla, mientras la llevaban del helicóptero de rescate al hospital, gritó a un enjambre de cámaras de noticias: “¡Sigo amando a los tiburones!”.

Lo que no sabía era que la mordedura era el principio de un largo viaje.

Aún le esperaban intensos dolores neuropáticos, pesadillas, noches sin dormir, alucinaciones y la soledad de sufrir heridas físicas y psicológicas con las que pocos pueden identificarse. Aún quedaban por llegar las ofertas de dinero rápido para una entrevista o un documental, que solo renovarían su trauma y subrayarían que el interés del mundo se centraba en los espantosos detalles de su encuentro, no en la agotadora recuperación que en realidad nunca terminaría.

Pero Dave Pearson lo sabía, porque había pasado por lo mismo una década antes, después de que un tiburón le destrozó el antebrazo izquierdo hasta el hueso, lo que alteró profundamente su vida y su mente.

Dave Pearson muestra un adorno de un tiburón tallado en su casa

Así que contactó a Craney, como hizo con muchos otros sobrevivientes en los años transcurridos desde su propia mordedura, y le dio la bienvenida a una hermandad a la que nadie querría unirse. Por teléfono, con su voz tranquila y firme, le habló un poco de lo que podía esperar y le dijo que había un grupo de personas a las que podía acudir.

Craney recuerda que le dijo: “Hemos pasado por esto y estamos aquí para ti, en cada paso del camino”.

“¿Por qué yo?»

Pearson aprendió que existe un patrón para lo que viene después de la mordedura. Está la euforia de la supervivencia, la celebración de una huida milagrosa, la avalancha de atención. A menudo, luego vienen meses de obsesión dedicados a investigar todo sobre la criatura y su comportamiento.

“Solo quieres saber ‘¿Por qué yo? ¿Qué hice mal?’ –comentó–. Lo más difícil de aceptar es que no hiciste nada, solo estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado”.

Pearson, de 62 años, es el fundador de Bite Club (el Club de la Mordida), una red de sobrevivientes de ataques de tiburón, además de familiares, socorristas y algunas personas que fueron mordidas por otros animales, como cocodrilos. Empezó en Australia, pero ahora tiene más de 500 miembros en todo el mundo. Su página privada de Facebook funciona como un foro médico, línea de ayuda en mitad de la noche, un grupo de apoyo para el trastorno de estrés postraumático y una familia accidental.

Es un club exclusivo, con muchos miembros en Australia, donde la inmensa mayoría de la población vive cerca de la costa (el país reporta más encuentros entre humanos y tiburones que ningún otro, excepto Estados Unidos). El año pasado se registraron 47 mordeduras de tiburón “no provocadas” en todo el mundo, cuatro de ellas mortales.

Dave Pearson tiene hoy 62 años y fue atacado en 2011

Pearson, un afable hombre con el tono bronceado de un surfista de toda la vida, se unió a las filas de ese raro club en 2011.

Durante una tarde de surf en su playa local de Crowdy Head, a pocas horas de la costa de Sídney, un tiburón toro hundió sus dientes en su flamante tabla de surf y en su brazo izquierdo, incluidas la muñeca y la mano. Sus compañeros lo sacaron del agua y utilizaron la correa de su tabla de surf para intentar frenar la catastrófica hemorragia con un torniquete.

Tumbado en una mesa de picnic junto a la playa, contó chistes y admiró la puesta de sol mientras esperaba la llegada de un helicóptero, con el pensamiento de que no era un día tan malo para morir. Cuando salió de la operación, se quedó extasiado al ver que no le habían amputado el brazo.

Sin embargo, una vez superada la confusión de las primeras semanas, se impuso una nueva y silenciosa realidad. Pasó largos días solo, aturdido por los analgésicos, y noches angustiosas en las que las escenas del fatídico día se repetían en sus sueños. No podía recurrir al único lugar donde siempre había buscado consuelo: el océano.

“El tiburón decidió volcar ese cesto donde toda mi vida lo escondí todo. Creía que me iba muy bien, hasta que no fue así”, expresó.

Durante su estancia en el hospital, conoció a una joven de la edad de su hija, a quien la habían mordido una semana antes. Le sorprendió la conexión instantánea que sintieron.

Pearson empezó a contactar a todos los sobrevivientes de ataques de tiburón que podía: llamó a hospitales, pidió a periodistas que le pusieran en contacto, habló con funcionarios del gobierno local que trabajaban en la seguridad frente a los tiburones. Empezó a llamar a sobrevivientes con regularidad durante sus desplazamientos, a veces manejaba durante horas para conocerlos en persona.

La marca de la mordedura del tiburón en la tabla de surf de Pearson; también lo hirió en su brazo izquierdo, incluidas la muñeca y la mano

Cuando se dio cuenta de que no había ningún lugar donde pudieran compartir sus experiencias e intercambiar información y consejos, pensó: “Convirtámonos en ese grupo que solo apoya a la gente”.

Su primera idea para un nombre, “Sobrevivientes y amigos de ataques de tiburón australianos”, era un trabalenguas. “Bite Club” surgió como broma en una conversación nocturna entre cervezas y vino. Era más vivaz.

Alguien con quien hablar

La mayoría de los debates sobre encuentros entre humanos y tiburones van acompañados del aviso de que son extremadamente raros. Es más probable que la gente muera por picaduras de abeja o por la caída de un rayo, y es mucho más frecuente que te muerda otro ser humano.

Pero hay otra cara de la moneda: si tienes un encuentro con un tiburón, muy poca gente sabe por lo que estás pasando.

Craney es una nadadora y buceadora de toda la vida que, de niña, garabateaba delfines en todos los libros de texto y soñaba despierta con convertirse en sirena. Vivía en un barco frente a la costa oriental de Australia y trabajaba en un equipo de rodaje para una serie sobre el mar del Coral, cuando un rápido chapuzón con un colega para buscar tortugas marinas fue interrumpido por la mordedura.

Poco después de hablar con Pearson por teléfono, se presentó en la página de Facebook del Bite Club.

“Hola, me llamo Anika y me acaba de morder un tiburón toro en el extremo norte de Queensland”, recuerda que escribió. “Me mordió en la pierna izquierda y tengo estos daños: el nervio peroneo profundo y superficial dañado, tres tendones seccionados, el hueso de la tibia abollado y un diente destrozado en el hueso”, detalló.

Pearson (en el centro), con los miembros del Club de la Mordida Kevin Young (izq.) y Anika Craney (der.)

Su dolor neuropático era desgarrador –“Se siente como si te estuvieran electrocutando, o como si tuvieras hormigas rojas picándote por toda la piel”–, pero psicológicamente pensaba que era una de las afortunadas. Muchos sobrevivientes nunca vuelven al mar; algunos ni siquiera soportan enfrentarse a él, sentados en la playa de espaldas al agua.

Pero, al cabo de un par de meses, Craney volvió a nadar y a bucear. Empezó a trabajar como capitana en una empresa de alquiler de barcos.

Poco más de un año después de su ataque, mientras practicaba surf con Pearson y su pareja, se zambulló bajo una ola y vio, con claridad cristalina, un tiburón con la boca abierta, lanzándose hacia ella.

“Parpadeé y desapareció”, dijo. Había sido una alucinación, grabada vívidamente en su cerebro. “Me puse a llorar y les llamé. Dije: ‘Tengo que salir, tengo que salir’”.

En el trabajo, empezó a oír gritos de auxilio fantasmas, o gente que gritaba: “¡Tiburón!”. Tuvo que dejar el trabajo. Por la noche, la imagen del tiburón acercándose se reproducía en bucle en su mente.

En esas noches, acudía a la página del Club de la Mordida para ver si había alguien despierto, alguien con quien pudiera hablar. Siempre había alguien. “El dolor mental se hace más fuerte cuando te sientes sola, pero cuando puedes relacionarte con otras personas, no –destacó–. Sinceramente, te salva la vida”.

Afinidad y comprensión

A principios de este año, al final del verano australiano, Pearson fue a la playa de Bondi, en Sídney, para reunirse con Andrew Phipps Newman, quien fue mordido por un tiburón en las islas Galápagos en 2018.

La arena y el agua inmaculadas de Bondi rebosaban de bañistas, nadadores y surfistas. Phipps Newman no podía evitar ver constantemente las aguas en busca de sombras oscuras.

Regresar al agua, un desafío para quienes sobreviven a un ataque de tiburón

Estaba en Sídney en viaje de negocios desde el Reino Unido, y Pearson y su pareja habían conducido cuatro horas hacia el sur para verle. Era la primera vez que los hombres se veían en persona, pero enseguida se dieron un fuerte abrazo.

“Simplemente sientes cierta afinidad. Hay calidez, hay comprensión”, dijo Phipps Newman, quien solo había conocido en persona a otro sobreviviente, en su tierra natal, Gran Bretaña, a través del Bite Club.

Phipps Newman estaba conmocionado por la inesperada muerte de su esposo cuando se unió a la excursión de snorkel a las Galápagos en la que fue mordido. Cuando sintió la poderosa fuerza que tiraba de él hacia abajo, pensó que un compañero de excursión le estaba gastando una broma. Instintivamente, dio dos puñetazos en la nariz al tiburón, que le soltó.

Dijo que, luego de pasar meses de profundo duelo, en ese momento sintió una fuerte voluntad de vivir.

Se había mantenido alejado del mar durante los siete años transcurridos desde entonces. Pero aquel día, a instancias de Pearson, Phipps Newman se quitó los calcetines y se metió brevemente en el agua, hasta las espinillas. Los miembros del Club de la Mordida suelen acompañarse unos a otros en su primer regreso al océano, a nadar o surfear para conmemorar el aniversario de su ataque.

Pearson tiene un conocimiento casi enciclopédico de las lesiones de los miembros del club y pone en contacto a quienes cree que se beneficiarán de hablar entre ellos, casi como un padrino en un grupo de recuperación. Puso en contacto al padre de Craney con un estadounidense cuya hija también había sido atacada. Los dos hombres, que se unieron al Bite Club, habían sufrido pesadillas, miedo al mar y un temor paralizante por sus hijas.

Algunos miembros del club son personas que perdieron a familiares en encuentros con tiburones, lo que recuerda a los demás lo fácil que podría haber sido que sus historias hubieran acabado de otra manera.

Algunos de esos miembros preguntaron a sobrevivientes por el dolor que sufrieron, al querer saber cómo fueron los últimos momentos de sus seres queridos, dijo Pearson. Él les aseguró que en los primeros 20 minutos de la experiencia, con la adrenalina recorriendo su cuerpo, no sintió absolutamente nada.

De vuelta al agua

El mes pasado, Craney cumplió el quinto aniversario de su ataque. Volvió al agua, a nadar y a bucear. Hace poco se mudó de Sídney a Cairns, cerca del lugar de su mordedura, para estar más cerca del océano que tanto le gusta. También puso en marcha un negocio para enseñar a bucear a quienes sufren traumas.

Durante el viaje, se quedó con Pearson y su pareja en su casa de Coopernook. Fueron a nadar un rato a Crowdy Head, donde Pearson fue atacado, cerca de donde ella alucinó. Se quitó unos calcetines en los que aparecían tiburones de dibujos animados y, en las suelas, las palabras “MUÉRDEME”.

Al mirar las olas que surfeó durante cinco décadas, Pearson dijo que su ataque, más de 14 años después, aún teñía todos sus encuentros con el océano.

“Solía mirar fijamente las olas, y pensaba en cómo surfearía cada una de ellas”, recordó. Ahora, cada ola está teñida de miedo. Pero se lo traga y sale a remar, varios días a la semana.

¿Cuánto dura la impresión de un ataque? Hace unos años, Pearson recibió una llamada de un empleado de una residencia de ancianos, quien le preguntó si podía reunirse con un residente de unos 80 años. El hombre, que padecía Alzheimer, experimentaba terrores nocturnos que parecían responder a su experiencia con un tiburón. Había sido atacado en 1955.

Pearson lo visitó dos veces y escuchó su historia, como hace con los nuevos miembros del Bite Club. Aunque el hombre no recordaba el nombre de Pearson en la segunda visita, relató los detalles de su ataque como si acabara de ocurrir.

Aparentemente, sus charlas calmaron al hombre y sus noches fueron más tranquilas después de eso. Para Pearson, de eso se trata. Lo que perdió en su amor sin complicaciones por el océano, lo ganó en conexiones profundas con cientos de personas de todo el mundo.

NUEVA YORK.– Anika Craney vio el mensaje de Facebook desde la cama del hospital, aturdida por los analgésicos, la abrumadora atención de los medios de comunicación y el persistente escalofrío de su roce con la muerte: “Bienvenida al Club de la Mordida”.

Días antes, había estado practicando buceo libre en la Gran Barrera de Coral cuando vio que un tiburón se dirigía hacia ella. Se giró para interponer sus aletas entre ella y el depredador, pero el agua turbia que la rodeaba se tiñó rápidamente de carmesí.

Con la sangre manando de su pie izquierdo, luchó por llegar a la playa, al tiempo que trataba de contener la hemorragia arterial y pedir ayuda a gritos. Un médico fuera de servicio le hizo un torniquete con un cinturón, lo que le salvó la vida y la extremidad.

Anika Craney fue mordida por un tiburón en la Gran Barrera de Coral

Incluso en esos primeros momentos, Craney, que en ese entonces tenía 29 años, estaba decidida a no dejar que la experiencia afectara su vínculo de por vida con el océano. Desde una camilla, mientras la llevaban del helicóptero de rescate al hospital, gritó a un enjambre de cámaras de noticias: “¡Sigo amando a los tiburones!”.

Lo que no sabía era que la mordedura era el principio de un largo viaje.

Aún le esperaban intensos dolores neuropáticos, pesadillas, noches sin dormir, alucinaciones y la soledad de sufrir heridas físicas y psicológicas con las que pocos pueden identificarse. Aún quedaban por llegar las ofertas de dinero rápido para una entrevista o un documental, que solo renovarían su trauma y subrayarían que el interés del mundo se centraba en los espantosos detalles de su encuentro, no en la agotadora recuperación que en realidad nunca terminaría.

Pero Dave Pearson lo sabía, porque había pasado por lo mismo una década antes, después de que un tiburón le destrozó el antebrazo izquierdo hasta el hueso, lo que alteró profundamente su vida y su mente.

Dave Pearson muestra un adorno de un tiburón tallado en su casa

Así que contactó a Craney, como hizo con muchos otros sobrevivientes en los años transcurridos desde su propia mordedura, y le dio la bienvenida a una hermandad a la que nadie querría unirse. Por teléfono, con su voz tranquila y firme, le habló un poco de lo que podía esperar y le dijo que había un grupo de personas a las que podía acudir.

Craney recuerda que le dijo: “Hemos pasado por esto y estamos aquí para ti, en cada paso del camino”.

“¿Por qué yo?»

Pearson aprendió que existe un patrón para lo que viene después de la mordedura. Está la euforia de la supervivencia, la celebración de una huida milagrosa, la avalancha de atención. A menudo, luego vienen meses de obsesión dedicados a investigar todo sobre la criatura y su comportamiento.

“Solo quieres saber ‘¿Por qué yo? ¿Qué hice mal?’ –comentó–. Lo más difícil de aceptar es que no hiciste nada, solo estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado”.

Pearson, de 62 años, es el fundador de Bite Club (el Club de la Mordida), una red de sobrevivientes de ataques de tiburón, además de familiares, socorristas y algunas personas que fueron mordidas por otros animales, como cocodrilos. Empezó en Australia, pero ahora tiene más de 500 miembros en todo el mundo. Su página privada de Facebook funciona como un foro médico, línea de ayuda en mitad de la noche, un grupo de apoyo para el trastorno de estrés postraumático y una familia accidental.

Es un club exclusivo, con muchos miembros en Australia, donde la inmensa mayoría de la población vive cerca de la costa (el país reporta más encuentros entre humanos y tiburones que ningún otro, excepto Estados Unidos). El año pasado se registraron 47 mordeduras de tiburón “no provocadas” en todo el mundo, cuatro de ellas mortales.

Dave Pearson tiene hoy 62 años y fue atacado en 2011

Pearson, un afable hombre con el tono bronceado de un surfista de toda la vida, se unió a las filas de ese raro club en 2011.

Durante una tarde de surf en su playa local de Crowdy Head, a pocas horas de la costa de Sídney, un tiburón toro hundió sus dientes en su flamante tabla de surf y en su brazo izquierdo, incluidas la muñeca y la mano. Sus compañeros lo sacaron del agua y utilizaron la correa de su tabla de surf para intentar frenar la catastrófica hemorragia con un torniquete.

Tumbado en una mesa de picnic junto a la playa, contó chistes y admiró la puesta de sol mientras esperaba la llegada de un helicóptero, con el pensamiento de que no era un día tan malo para morir. Cuando salió de la operación, se quedó extasiado al ver que no le habían amputado el brazo.

Sin embargo, una vez superada la confusión de las primeras semanas, se impuso una nueva y silenciosa realidad. Pasó largos días solo, aturdido por los analgésicos, y noches angustiosas en las que las escenas del fatídico día se repetían en sus sueños. No podía recurrir al único lugar donde siempre había buscado consuelo: el océano.

“El tiburón decidió volcar ese cesto donde toda mi vida lo escondí todo. Creía que me iba muy bien, hasta que no fue así”, expresó.

Durante su estancia en el hospital, conoció a una joven de la edad de su hija, a quien la habían mordido una semana antes. Le sorprendió la conexión instantánea que sintieron.

Pearson empezó a contactar a todos los sobrevivientes de ataques de tiburón que podía: llamó a hospitales, pidió a periodistas que le pusieran en contacto, habló con funcionarios del gobierno local que trabajaban en la seguridad frente a los tiburones. Empezó a llamar a sobrevivientes con regularidad durante sus desplazamientos, a veces manejaba durante horas para conocerlos en persona.

La marca de la mordedura del tiburón en la tabla de surf de Pearson; también lo hirió en su brazo izquierdo, incluidas la muñeca y la mano

Cuando se dio cuenta de que no había ningún lugar donde pudieran compartir sus experiencias e intercambiar información y consejos, pensó: “Convirtámonos en ese grupo que solo apoya a la gente”.

Su primera idea para un nombre, “Sobrevivientes y amigos de ataques de tiburón australianos”, era un trabalenguas. “Bite Club” surgió como broma en una conversación nocturna entre cervezas y vino. Era más vivaz.

Alguien con quien hablar

La mayoría de los debates sobre encuentros entre humanos y tiburones van acompañados del aviso de que son extremadamente raros. Es más probable que la gente muera por picaduras de abeja o por la caída de un rayo, y es mucho más frecuente que te muerda otro ser humano.

Pero hay otra cara de la moneda: si tienes un encuentro con un tiburón, muy poca gente sabe por lo que estás pasando.

Craney es una nadadora y buceadora de toda la vida que, de niña, garabateaba delfines en todos los libros de texto y soñaba despierta con convertirse en sirena. Vivía en un barco frente a la costa oriental de Australia y trabajaba en un equipo de rodaje para una serie sobre el mar del Coral, cuando un rápido chapuzón con un colega para buscar tortugas marinas fue interrumpido por la mordedura.

Poco después de hablar con Pearson por teléfono, se presentó en la página de Facebook del Bite Club.

“Hola, me llamo Anika y me acaba de morder un tiburón toro en el extremo norte de Queensland”, recuerda que escribió. “Me mordió en la pierna izquierda y tengo estos daños: el nervio peroneo profundo y superficial dañado, tres tendones seccionados, el hueso de la tibia abollado y un diente destrozado en el hueso”, detalló.

Pearson (en el centro), con los miembros del Club de la Mordida Kevin Young (izq.) y Anika Craney (der.)

Su dolor neuropático era desgarrador –“Se siente como si te estuvieran electrocutando, o como si tuvieras hormigas rojas picándote por toda la piel”–, pero psicológicamente pensaba que era una de las afortunadas. Muchos sobrevivientes nunca vuelven al mar; algunos ni siquiera soportan enfrentarse a él, sentados en la playa de espaldas al agua.

Pero, al cabo de un par de meses, Craney volvió a nadar y a bucear. Empezó a trabajar como capitana en una empresa de alquiler de barcos.

Poco más de un año después de su ataque, mientras practicaba surf con Pearson y su pareja, se zambulló bajo una ola y vio, con claridad cristalina, un tiburón con la boca abierta, lanzándose hacia ella.

“Parpadeé y desapareció”, dijo. Había sido una alucinación, grabada vívidamente en su cerebro. “Me puse a llorar y les llamé. Dije: ‘Tengo que salir, tengo que salir’”.

En el trabajo, empezó a oír gritos de auxilio fantasmas, o gente que gritaba: “¡Tiburón!”. Tuvo que dejar el trabajo. Por la noche, la imagen del tiburón acercándose se reproducía en bucle en su mente.

En esas noches, acudía a la página del Club de la Mordida para ver si había alguien despierto, alguien con quien pudiera hablar. Siempre había alguien. “El dolor mental se hace más fuerte cuando te sientes sola, pero cuando puedes relacionarte con otras personas, no –destacó–. Sinceramente, te salva la vida”.

Afinidad y comprensión

A principios de este año, al final del verano australiano, Pearson fue a la playa de Bondi, en Sídney, para reunirse con Andrew Phipps Newman, quien fue mordido por un tiburón en las islas Galápagos en 2018.

La arena y el agua inmaculadas de Bondi rebosaban de bañistas, nadadores y surfistas. Phipps Newman no podía evitar ver constantemente las aguas en busca de sombras oscuras.

Regresar al agua, un desafío para quienes sobreviven a un ataque de tiburón

Estaba en Sídney en viaje de negocios desde el Reino Unido, y Pearson y su pareja habían conducido cuatro horas hacia el sur para verle. Era la primera vez que los hombres se veían en persona, pero enseguida se dieron un fuerte abrazo.

“Simplemente sientes cierta afinidad. Hay calidez, hay comprensión”, dijo Phipps Newman, quien solo había conocido en persona a otro sobreviviente, en su tierra natal, Gran Bretaña, a través del Bite Club.

Phipps Newman estaba conmocionado por la inesperada muerte de su esposo cuando se unió a la excursión de snorkel a las Galápagos en la que fue mordido. Cuando sintió la poderosa fuerza que tiraba de él hacia abajo, pensó que un compañero de excursión le estaba gastando una broma. Instintivamente, dio dos puñetazos en la nariz al tiburón, que le soltó.

Dijo que, luego de pasar meses de profundo duelo, en ese momento sintió una fuerte voluntad de vivir.

Se había mantenido alejado del mar durante los siete años transcurridos desde entonces. Pero aquel día, a instancias de Pearson, Phipps Newman se quitó los calcetines y se metió brevemente en el agua, hasta las espinillas. Los miembros del Club de la Mordida suelen acompañarse unos a otros en su primer regreso al océano, a nadar o surfear para conmemorar el aniversario de su ataque.

Pearson tiene un conocimiento casi enciclopédico de las lesiones de los miembros del club y pone en contacto a quienes cree que se beneficiarán de hablar entre ellos, casi como un padrino en un grupo de recuperación. Puso en contacto al padre de Craney con un estadounidense cuya hija también había sido atacada. Los dos hombres, que se unieron al Bite Club, habían sufrido pesadillas, miedo al mar y un temor paralizante por sus hijas.

Algunos miembros del club son personas que perdieron a familiares en encuentros con tiburones, lo que recuerda a los demás lo fácil que podría haber sido que sus historias hubieran acabado de otra manera.

Algunos de esos miembros preguntaron a sobrevivientes por el dolor que sufrieron, al querer saber cómo fueron los últimos momentos de sus seres queridos, dijo Pearson. Él les aseguró que en los primeros 20 minutos de la experiencia, con la adrenalina recorriendo su cuerpo, no sintió absolutamente nada.

De vuelta al agua

El mes pasado, Craney cumplió el quinto aniversario de su ataque. Volvió al agua, a nadar y a bucear. Hace poco se mudó de Sídney a Cairns, cerca del lugar de su mordedura, para estar más cerca del océano que tanto le gusta. También puso en marcha un negocio para enseñar a bucear a quienes sufren traumas.

Durante el viaje, se quedó con Pearson y su pareja en su casa de Coopernook. Fueron a nadar un rato a Crowdy Head, donde Pearson fue atacado, cerca de donde ella alucinó. Se quitó unos calcetines en los que aparecían tiburones de dibujos animados y, en las suelas, las palabras “MUÉRDEME”.

Al mirar las olas que surfeó durante cinco décadas, Pearson dijo que su ataque, más de 14 años después, aún teñía todos sus encuentros con el océano.

“Solía mirar fijamente las olas, y pensaba en cómo surfearía cada una de ellas”, recordó. Ahora, cada ola está teñida de miedo. Pero se lo traga y sale a remar, varios días a la semana.

¿Cuánto dura la impresión de un ataque? Hace unos años, Pearson recibió una llamada de un empleado de una residencia de ancianos, quien le preguntó si podía reunirse con un residente de unos 80 años. El hombre, que padecía Alzheimer, experimentaba terrores nocturnos que parecían responder a su experiencia con un tiburón. Había sido atacado en 1955.

Pearson lo visitó dos veces y escuchó su historia, como hace con los nuevos miembros del Bite Club. Aunque el hombre no recordaba el nombre de Pearson en la segunda visita, relató los detalles de su ataque como si acabara de ocurrir.

Aparentemente, sus charlas calmaron al hombre y sus noches fueron más tranquilas después de eso. Para Pearson, de eso se trata. Lo que perdió en su amor sin complicaciones por el océano, lo ganó en conexiones profundas con cientos de personas de todo el mundo.

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