Ventanas cerradas, timbres sin respuesta: en Coghlan nadie quiere hablar del cadáver en la casa de al lado de la de Cerati

“Soy familiar, pero no quiero hablar”, dijo el joven con firmeza a LA NACION. Salía de la casa de Avenida Congreso 3742, en el barrio porteño de Coghlan. Cruzó la calle, entró en el supermercado chino que está justo enfrente, hizo unas compras y, al salir, volvió a rechazar cualquier intento de diálogo. Sostuvo fuerte la compra en su mano, evitó el contacto visual con esta cronista y se metió nuevamente en la vivienda.
Fue la única vez que salió mientras el equipo periodístico de LA NACION realizaba una recorrida por la zona. El resto del tiempo reinó el silencio en la casa. Desde la vereda, la planta baja de la casa parece deshabitada: un portón verde cerrado, rejas, una entrada sin uso. Pero en el piso de arriba las ventanas están abiertas y hay plantas vivas en la baranda de madera. Allí vive aún parte de la familia del principal sospechoso del crimen que, cuatro décadas después, acaba de emerger. Principalmente, su madre.
El hallazgo ocurrió en mayo pasado, cuando obreros que trabajaban en una obra en construcción encontraron restos óseos humanos al remover la tierra. En ese momento, lo que más llamaba la atención era que Cerati había vivido a principios de este siglo en la casa de al lado.
El fiscal Martín López Perrando convocó al Equipo Argentino de Antropología Forense, que al cabo de un primer análisis minucioso confirmó que los restos pertenecían a un varón de entre 16 y 19 años que había recibido una herida de arma blanca a la altura de la cuarta costilla, además de presentar signos de desmembramiento.
Al ver las noticias, un sociólogo y periodista sospechó que podía tratarse de su tío Diego Fernández Lima, desaparecido en 1984. Conocía la angustiosa historia que había calado hondo en su familia tras la desaparición del adolescente, que el 26 de julio de aquel año había salido de su casa comiendo una mandarina para ir a lo de un amigo.
Conocía, también, las tribulaciones que pasó su abuelo, que hasta su muerte, en 1991, no dejó de ir e ir a donde fuera, detrás del más mínimo dato que le revelara qué había pasado con su hijo, incapaz de creer, por un instante, en lo que decía la carátula que había plantado la Policía Federal cuando denunció la desaparición: “fuga de hogar”. Seguramente el sociólogo y periodista leyó, en la libreta que dejó su abuelo, el nombre de Cristian Graf, “el Jirafa”, el compañero de colegio de Diego que vivía en la casa donde el cuerpo fue enterrado después de una muerte violenta.
Finalmente, un estudio genético confirmó la identidad. Diego tenía 16 años, estudiaba en una escuela técnica de Villa Ortúzar y jugaba al fútbol en las inferiores de Excursionistas; sus compañeros de división, antes de cada partido, juntaban sus manos y lo recordaban.
Un silencio que no prescribe
En el barrio, en cambio, hasta el momento del hallazgo de los restos, hace tres meses, no había ni aires de una sospecha, ni recuerdos de un episodio oscuro e irresuelto.
LA NACION intentó hablar con la mujer que vive en Congreso 3742, pero nunca respondió a los insistentes toques de timbre. A diferencia de las ventanas del primer piso, abiertas y con macetas vivas, la planta baja permanece apagada. El portón cerrado, las cortinas pesadas, los postigos de madera. Nadie más salió ni entró mientras este medio permaneció en la cuadra. Las puertas se mantienen cerradas. Las respuestas, también.
Los vecinos, en su mayoría, prefieren no hablar. Varios evitan el contacto, otros bajan las persianas cuando escuchan una voz ajena. Quienes acceden a conversar lo hacen con reparos. Uno de ellos vive en la vereda de enfrente, casi llegando a la esquina. Dice conocer a los habitantes de la casa, pero se detiene. “Fueron vecinos nuestros, hace muchos años. Nosotros vivimos acá desde hace 36 años. En esa casa vivían ella, el marido y los hijos. Con el tiempo fueron desapareciendo, y ahora queda sola. No son malas personas. Ella es una mujer grande. Años atrás, ella y su marido hablaban con nosotros, nos conocíamos, éramos todos del barrio. Después él falleció y ella quedó con sus hijos. Nunca me imaginé algo así. Yo los veía como una familia tradicional”, dijo a LA NACION.
Agregó un dato personal: “Yo trabajé veinte años con la Justicia penal. Tiene que investigar la Justicia. Hay que reconstruir todo eso. Es un trabajo para los jueces, que para eso están”.
Con tono calmo, pero cargado de ideas, insiste en que la clave está en el entorno del adolescente. “Ese chico tenía 16 años en julio del 84. ¿Quiénes eran sus compañeros de colegio? ¿Sus amigos? ¿Vivían cerca? No es difícil lo que tiene que hacer la Justicia ahora. Lo único que deben hacer es trabajar. Escuché al hermano hablar en televisión. El chico jugaba en Excursionistas. Hay que ver quiénes eran sus amigos. Porque a esa casa no entró obligado. Entró porque conocía y lo conocían. Esto fue hace 41 años. Pero ya se sabe quién es, que eso es lo más importante”.
El hombre insiste varias veces en lo mismo: la reconstrucción depende de las autoridades. “Yo no puedo abrir juicio sobre algo que no sé. Sería precipitado. Pero te das cuenta: tienen que pedir medidas, ver el registro, buscar los vínculos. Yo trabajé con más de 15.000 causas penales. Sé cómo es esto”.
Añadió “En una de esas casas vivió Cerati. Pero muchos años después. También vivió una hermana de Boy Olma. Pero todo eso fue más adelante. Lo que hay que ver es el registro de 1984. ¿Quién vivía allá?”.
Una segunda vecina, que también pidió reserva de identidad, confirma haber visto en varias ocasiones a la mujer que aún vive en la casa de Congreso 3742. “Sale a caminar con otra señora, pero no habla con nadie. No tengo relación. La he visto, nada más”, dice. La describe como una mujer mayor, de entre 80 y 90 años. Otros vecinos la mencionan igual: como una figura distante, que se mueve sola y en silencio.
La escena se repite: timbres sin respuesta, persianas que bajan, voces apagadas. En la cuadra hay una obra en construcción frenada, la misma donde se produjo el hallazgo. El cartel promete un proyecto residencial. Detrás del portón negro, apenas se asoma una pila de escombros. Fue allí donde, en mayo, los obreros descubrieron los restos humanos que destaparon el caso. El portón permanece cerrado. Nadie trabaja ya.
A pocos metros, otra mujer accede a hablar. Es la dueña del hotel Congreso. Permitió el acceso de LA NACION a su terraza, desde donde se tiene una vista parcial del fondo de la propiedad vecina.
“Eso es todo de hace 40 años. Pero yo tengo la idea de que hay gente viviendo en la casa de al lado. Hay una señora mayor que siempre sale. No tiene relación con nadie. Sale y entra. Nada más. No habla”, dice a LA NACION.
Cuando vio a la policía en la obra, en mayo, pensó que había ocurrido un accidente. “Vi que había una obra con un cartel del gobierno porteño, vi policías… Pensé que se había muerto un obrero. Recién con las noticias supe qué era. La policía no nos informó nada. Fue todo por los medios. Así, de repente. Es salvaje. Es tenebroso”, dice.
Aunque ve el fondo de la obra desde su terraza, no tiene certezas sobre lo que ocurrió. “No se ve mucho, pero no parece que se le haya caído nada a la casa. Está todo bien. No se ve movimiento. Yo no creo que esta señora o su familia tengan algo que ver. La Justicia lo va a saber. Ellos tienen los datos. Saben quién es el dueño, quién vivía ahí. Todo eso está en los papeles”.
La mujer insiste con que no hubo comentarios en la cuadra. “Nadie sabía nada. No se comentó nada entre vecinos. Nadie se enteró hasta que salió en la tele”. Y agrega: “Yo pienso que no tiene nada que ver. Pero bueno… La policía tiene toda la información”.
Mientras tanto, la casa de Congreso 3742 permanece en silencio. Solo el joven que salió una vez, el mismo que evitó hablar, fue visto en la puerta. Ni la mujer que todos mencionan ni nadie más se asomó. El resto son versiones, sospechas, años acumulados sobre un misterio ominoso.
La cuadra donde apareció Diego sigue siendo una sucesión de puertas cerradas. Pero, por primera vez desde 1984, la verdad de lo que pasó allí comienza a asomar.
“Soy familiar, pero no quiero hablar”, dijo el joven con firmeza a LA NACION. Salía de la casa de Avenida Congreso 3742, en el barrio porteño de Coghlan. Cruzó la calle, entró en el supermercado chino que está justo enfrente, hizo unas compras y, al salir, volvió a rechazar cualquier intento de diálogo. Sostuvo fuerte la compra en su mano, evitó el contacto visual con esta cronista y se metió nuevamente en la vivienda.
Fue la única vez que salió mientras el equipo periodístico de LA NACION realizaba una recorrida por la zona. El resto del tiempo reinó el silencio en la casa. Desde la vereda, la planta baja de la casa parece deshabitada: un portón verde cerrado, rejas, una entrada sin uso. Pero en el piso de arriba las ventanas están abiertas y hay plantas vivas en la baranda de madera. Allí vive aún parte de la familia del principal sospechoso del crimen que, cuatro décadas después, acaba de emerger. Principalmente, su madre.
El hallazgo ocurrió en mayo pasado, cuando obreros que trabajaban en una obra en construcción encontraron restos óseos humanos al remover la tierra. En ese momento, lo que más llamaba la atención era que Cerati había vivido a principios de este siglo en la casa de al lado.
El fiscal Martín López Perrando convocó al Equipo Argentino de Antropología Forense, que al cabo de un primer análisis minucioso confirmó que los restos pertenecían a un varón de entre 16 y 19 años que había recibido una herida de arma blanca a la altura de la cuarta costilla, además de presentar signos de desmembramiento.
Al ver las noticias, un sociólogo y periodista sospechó que podía tratarse de su tío Diego Fernández Lima, desaparecido en 1984. Conocía la angustiosa historia que había calado hondo en su familia tras la desaparición del adolescente, que el 26 de julio de aquel año había salido de su casa comiendo una mandarina para ir a lo de un amigo.
Conocía, también, las tribulaciones que pasó su abuelo, que hasta su muerte, en 1991, no dejó de ir e ir a donde fuera, detrás del más mínimo dato que le revelara qué había pasado con su hijo, incapaz de creer, por un instante, en lo que decía la carátula que había plantado la Policía Federal cuando denunció la desaparición: “fuga de hogar”. Seguramente el sociólogo y periodista leyó, en la libreta que dejó su abuelo, el nombre de Cristian Graf, “el Jirafa”, el compañero de colegio de Diego que vivía en la casa donde el cuerpo fue enterrado después de una muerte violenta.
Finalmente, un estudio genético confirmó la identidad. Diego tenía 16 años, estudiaba en una escuela técnica de Villa Ortúzar y jugaba al fútbol en las inferiores de Excursionistas; sus compañeros de división, antes de cada partido, juntaban sus manos y lo recordaban.
Un silencio que no prescribe
En el barrio, en cambio, hasta el momento del hallazgo de los restos, hace tres meses, no había ni aires de una sospecha, ni recuerdos de un episodio oscuro e irresuelto.
LA NACION intentó hablar con la mujer que vive en Congreso 3742, pero nunca respondió a los insistentes toques de timbre. A diferencia de las ventanas del primer piso, abiertas y con macetas vivas, la planta baja permanece apagada. El portón cerrado, las cortinas pesadas, los postigos de madera. Nadie más salió ni entró mientras este medio permaneció en la cuadra. Las puertas se mantienen cerradas. Las respuestas, también.
Los vecinos, en su mayoría, prefieren no hablar. Varios evitan el contacto, otros bajan las persianas cuando escuchan una voz ajena. Quienes acceden a conversar lo hacen con reparos. Uno de ellos vive en la vereda de enfrente, casi llegando a la esquina. Dice conocer a los habitantes de la casa, pero se detiene. “Fueron vecinos nuestros, hace muchos años. Nosotros vivimos acá desde hace 36 años. En esa casa vivían ella, el marido y los hijos. Con el tiempo fueron desapareciendo, y ahora queda sola. No son malas personas. Ella es una mujer grande. Años atrás, ella y su marido hablaban con nosotros, nos conocíamos, éramos todos del barrio. Después él falleció y ella quedó con sus hijos. Nunca me imaginé algo así. Yo los veía como una familia tradicional”, dijo a LA NACION.
Agregó un dato personal: “Yo trabajé veinte años con la Justicia penal. Tiene que investigar la Justicia. Hay que reconstruir todo eso. Es un trabajo para los jueces, que para eso están”.
Con tono calmo, pero cargado de ideas, insiste en que la clave está en el entorno del adolescente. “Ese chico tenía 16 años en julio del 84. ¿Quiénes eran sus compañeros de colegio? ¿Sus amigos? ¿Vivían cerca? No es difícil lo que tiene que hacer la Justicia ahora. Lo único que deben hacer es trabajar. Escuché al hermano hablar en televisión. El chico jugaba en Excursionistas. Hay que ver quiénes eran sus amigos. Porque a esa casa no entró obligado. Entró porque conocía y lo conocían. Esto fue hace 41 años. Pero ya se sabe quién es, que eso es lo más importante”.
El hombre insiste varias veces en lo mismo: la reconstrucción depende de las autoridades. “Yo no puedo abrir juicio sobre algo que no sé. Sería precipitado. Pero te das cuenta: tienen que pedir medidas, ver el registro, buscar los vínculos. Yo trabajé con más de 15.000 causas penales. Sé cómo es esto”.
Añadió “En una de esas casas vivió Cerati. Pero muchos años después. También vivió una hermana de Boy Olma. Pero todo eso fue más adelante. Lo que hay que ver es el registro de 1984. ¿Quién vivía allá?”.
Una segunda vecina, que también pidió reserva de identidad, confirma haber visto en varias ocasiones a la mujer que aún vive en la casa de Congreso 3742. “Sale a caminar con otra señora, pero no habla con nadie. No tengo relación. La he visto, nada más”, dice. La describe como una mujer mayor, de entre 80 y 90 años. Otros vecinos la mencionan igual: como una figura distante, que se mueve sola y en silencio.
La escena se repite: timbres sin respuesta, persianas que bajan, voces apagadas. En la cuadra hay una obra en construcción frenada, la misma donde se produjo el hallazgo. El cartel promete un proyecto residencial. Detrás del portón negro, apenas se asoma una pila de escombros. Fue allí donde, en mayo, los obreros descubrieron los restos humanos que destaparon el caso. El portón permanece cerrado. Nadie trabaja ya.
A pocos metros, otra mujer accede a hablar. Es la dueña del hotel Congreso. Permitió el acceso de LA NACION a su terraza, desde donde se tiene una vista parcial del fondo de la propiedad vecina.
“Eso es todo de hace 40 años. Pero yo tengo la idea de que hay gente viviendo en la casa de al lado. Hay una señora mayor que siempre sale. No tiene relación con nadie. Sale y entra. Nada más. No habla”, dice a LA NACION.
Cuando vio a la policía en la obra, en mayo, pensó que había ocurrido un accidente. “Vi que había una obra con un cartel del gobierno porteño, vi policías… Pensé que se había muerto un obrero. Recién con las noticias supe qué era. La policía no nos informó nada. Fue todo por los medios. Así, de repente. Es salvaje. Es tenebroso”, dice.
Aunque ve el fondo de la obra desde su terraza, no tiene certezas sobre lo que ocurrió. “No se ve mucho, pero no parece que se le haya caído nada a la casa. Está todo bien. No se ve movimiento. Yo no creo que esta señora o su familia tengan algo que ver. La Justicia lo va a saber. Ellos tienen los datos. Saben quién es el dueño, quién vivía ahí. Todo eso está en los papeles”.
La mujer insiste con que no hubo comentarios en la cuadra. “Nadie sabía nada. No se comentó nada entre vecinos. Nadie se enteró hasta que salió en la tele”. Y agrega: “Yo pienso que no tiene nada que ver. Pero bueno… La policía tiene toda la información”.
Mientras tanto, la casa de Congreso 3742 permanece en silencio. Solo el joven que salió una vez, el mismo que evitó hablar, fue visto en la puerta. Ni la mujer que todos mencionan ni nadie más se asomó. El resto son versiones, sospechas, años acumulados sobre un misterio ominoso.
La cuadra donde apareció Diego sigue siendo una sucesión de puertas cerradas. Pero, por primera vez desde 1984, la verdad de lo que pasó allí comienza a asomar.
A metros de donde se encontró el cuerpo, en el fondo, las ventanas se cierran, las voces bajan y nadie parece querer mirar atrás LA NACION