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Un aplauso a la Argentina virtuosa

Una ovación sostenida y vigorosa estremeció al Teatro Colón. Era un reconocimiento a la eximia bailarina Marianela Núñez, que, junto al ballet estable de esa institución, interpretó Don Quijote la semana pasada. Pero ¿qué aplaudía el Colón de pie? ¿Solo un espectáculo mágico y deslumbrante, o también algo menos visible y más intangible que nos conecta con lo mejor de nuestro país?

Fue un aplauso que, tal vez sin proponérselo, contenía el reconocimiento a un modelo que sintetiza la Argentina virtuosa. Se aplaudía el trabajo de excelencia, la coronación del esfuerzo, de la disciplina, de talentos individuales aglutinados en una producción de equipo. Se aplaudía una trayectoria que combina sacrificio, pasión, entrenamiento duro y profesionalismo. Y también, la demostración de que lo público no está reñido con la calidad; algo que tal vez se le deba a Julio Bocca, que, con firmeza, pero sin arrogancia, ha puesto el prestigio del Colón por encima de las desviaciones y privilegios sindicales. Se aplaudía también una actitud: la sobriedad, el compromiso y la humildad de una artista monumental a la que, sin embargo, parecen incomodar el exhibicionismo y la estridencia que caracterizan a esta época.

Marianela Núñez condensa un núcleo de valores que representan lo mejor de la Argentina: nació en los años 80 en el partido bonaerense de San Martín. Hija de un policía, desde muy chica empezó a estudiar danza en un salón barrial del conurbano. Hubo una maestra que la descubrió, una familia que la acompañó y un país que todavía incentivaba el mérito. Desafió sus propios límites hasta que logró ingresar al Instituto Superior de Arte en la escuela de danzas del Colón. Después desarrolló una descollante carrera en el exterior y llegó, como se sabe, a ser la primera bailarina del Royal Ballet de Londres. Siempre mantuvo, sin embargo, un pie firme en la Argentina, donde ha honrado sus raíces con un compromiso artístico y solidario.

Marianela Nuñez y Julio Bocca en el teatro Colón

En un país que, como mínimo, descuidó los valores del profesionalismo y la exigencia, la conmovedora ovación del Teatro Colón –colmado de jóvenes y de un público heterogéneo– adquiere un significado y una dimensión especiales. Expresa a un sector de la sociedad que cree en la Argentina virtuosa y honra esa cultura en diversos ámbitos y actividades. Contrasta con ese país que también vemos todos los días: el de la trampa en los exámenes para las residencias médicas, el acomodo, el atajo, el atropello y la avivada.

Tal vez debamos preguntarnos si figuras como la de Marianela Núñez encuentran en la Argentina suficiente valoración. En su caso, ha recibido numerosos reconocimientos, es cierto, ¿pero no debería ponerse un mayor empeño en destacar su carrera como un ícono inspirador? ¿El Estado no debería convocarla, junto a otros argentinos que brillan en el mundo, para acercar su experiencia a las escuelas públicas, a las universidades, a los clubes?

En abril de este año, la bailarina argentina recibió de manos del rey Carlos III de Inglaterra la distinción de Oficial de la Orden del Imperio Británico por sus servicios a la danza. Fue una ceremonia en el castillo de Windsor que simboliza el grado de reconocimiento y admiración que promueven algunas sociedades hacia figuras destacadas de la cultura, del arte, de las ciencias, del deporte y de otros ámbitos en los que se enriquece la vida pública. También podemos citar, sin ir más lejos, el importante reconocimiento que acaba de hacer el rey de España a un escritor y periodista de la talla de Jorge Fernández Díaz, la designación como Caballero de la Orden de la Legión de Honor que recibió en Francia el chef argentino Mauro Colagreco y la entrega, a Daniel Barenboim, de la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania.

Los reyes de España aplauden a Jorge Fernández Díaz en la recepción del premio Cavia

En la Argentina hay algunas iniciativas serias para reconocer las trayectorias, como la de los premios Konex o las distinciones que otorgan las academias y otras instituciones de la sociedad civil. Sin embargo, parece más fuerte el impulso por ignorar, olvidar, “ningunear” y encapsular a determinadas figuras que deberían ser elevadas a la categoría de “próceres culturales”.

¿Cómo se explica que el de Julio Palmaz sea un nombre muy poco conocido en el país? Es médico argentino, se formó en la educación pública y creó nada menos que el stent, un invento que ha salvado la vida de millones de personas en el mundo. En el Colegio Nacional de La Plata, donde se educó, y en la Facultad de Medicina de esa misma ciudad, donde se graduó, ¿no se le debería levantar un monumento en vida? ¿No debería contarse su historia con orgullo? Hasta donde se ve, no hay ni siquiera una foto que recuerde su paso por esas aulas. Las nuevas generaciones egresan de esas mismas instituciones sin enterarse, siquiera, de que allí se formó una verdadera eminencia de la medicina mundial.

LA NACION contó hace pocas semanas, en una nota de Lucía Vázquez Ger, que la figura del gran artista Emilio Pettoruti ha sido prácticamente olvidada en su ciudad natal. Lleva su nombre el museo provincial de Bellas Artes y hay alguna plazoleta vandalizada en la que agoniza una obra suya, pero muy pocas señales recuerdan en la capital bonaerense a esa figura central de la modernidad y la abstracción. ¿Qué sería Cadaqués sin la casa de Dalí? ¿Qué serían Isla Negra sin la de Neruda, o Ciudad de México sin la Casa Azul de Frida Kahlo? No son meros homenajes; son faros de inspiración y mojones de identidad. La Plata, sin embargo, se ha dado el lujo de borronear las huellas de uno de los mayores artistas del siglo XX.

El nombre de Rogelio Fogante, por ejemplo, es prácticamente desconocido fuera de ámbitos muy específicos. Sin embargo, fue uno de los grandes artífices de una innovación técnica que revolucionó la agricultura en la Argentina: la siembra directa. Para la tierra, el medioambiente y la agroindustria, fue un hito similar al del stent. Sin embargo, tampoco se conocen estatuas ni monumentos a ese gran profesional que, junto a otros pioneros, cambió la historia de la principal actividad económica del país.

Julio Palmaz

La política suele acercarse a figuras que encarnan la virtud y la excelencia con un criterio entre utilitario y demagógico. Fue por eso que los campeones del mundo, con Messi y Scaloni a la cabeza, eludieron con buen tino el balcón de la Casa Rosada al regreso de Qatar. ¿No debería haber, sin embargo, una tradición que esté más allá de los gobiernos y que reconozca en el ámbito público a “próceres culturales”, vivos o muertos, que representen los mejores valores de la Argentina e inspiren a las nuevas generaciones?

Hemos asistido a laberínticas discusiones sobre el nombre del centro cultural que antes se llamaba Néstor Kirchner y ahora Palacio Libertad. Tal vez habría que haber pensado en que ese monumento nacional cambiara de nombre cada tres meses, cada seis o cada doce. Sería una forma de aprovechar esa marquesina honorífica para destacar a figuras como Marianela Núñez, Julio Palmaz o Rogelio Fogante, por citar algunos ejemplos de los tantos argentinos que honran o han honrado los valores de la excelencia, la innovación y la creatividad. Quizá no sea necesario cambiar el nombre, sino pensar un formato y destinar un espacio para este tipo de reconocimientos. En cualquier caso, se trataría de recuperar el espíritu de los viejos “cuadros de honor”, que hace décadas fueron descolgados de las escuelas en nombre de una falsa igualdad que enarboló el populismo.

Imaginemos que en lugar de revolear insultos y descalificaciones, la cuenta presidencial de X dedicara un espacio frecuente a destacar modelos virtuosos de la Argentina. Marianela Núñez seguramente no lo necesita, aunque hubiera merecido una felicitación del Presidente, como la merecería hoy el Ballet Estable del Colón, que en esta misma jornada celebra su centenario. ¿Pero cuánto significaría un reconocimiento del presidente de la Nación a las “Marianelas” que se destacan en tantas disciplinas? Es cierto: el jefe del Estado subrayó esta semana el logro de montañistas del Ejército que llegaron, por primera vez, a la cima del Himalaya. Lo hizo unas horas después de haber anunciado que ya no apelará más al insulto en sus intervenciones públicas. Ojalá sea el inicio de un genuino cambio de actitud que empiece por honrar el peso y la gravitación de la palabra presidencial. Ojalá se deje de “odiar lo suficiente” a determinados actores de la sociedad civil para “querer y valorar lo necesario” a figuras consagradas o prometedoras que representan lo mejor de la Argentina.

El Ejército argentino en el Himalaya

Los gestos y los reconocimientos simbólicos pueden ser el inicio de algo más ambicioso. ¿No podría pensar el Estado en un programa de formación que convoque a celebridades de la dimensión de Messi, Julio Bocca, Marianela Núñez, Martha Argerich o Manu Ginóbili, por citar algunos casos, para que transmitan experiencias y den clases motivadoras en ámbitos públicos? La mayoría de ellos estarían encantados de hacerlo, seguramente. Muchos ya lo hacen por iniciativa propia.

Hay que escuchar esa ovación del Teatro Colón. Tal vez encontremos un mensaje, una inspiración, una idea. Es un aplauso que reivindica la Argentina del esfuerzo, de la calidad, de la exigencia y de los sueños. Si sabemos decodificarlo, el arte habrá cumplido, una vez más, la misión de iluminarnos.

Una ovación sostenida y vigorosa estremeció al Teatro Colón. Era un reconocimiento a la eximia bailarina Marianela Núñez, que, junto al ballet estable de esa institución, interpretó Don Quijote la semana pasada. Pero ¿qué aplaudía el Colón de pie? ¿Solo un espectáculo mágico y deslumbrante, o también algo menos visible y más intangible que nos conecta con lo mejor de nuestro país?

Fue un aplauso que, tal vez sin proponérselo, contenía el reconocimiento a un modelo que sintetiza la Argentina virtuosa. Se aplaudía el trabajo de excelencia, la coronación del esfuerzo, de la disciplina, de talentos individuales aglutinados en una producción de equipo. Se aplaudía una trayectoria que combina sacrificio, pasión, entrenamiento duro y profesionalismo. Y también, la demostración de que lo público no está reñido con la calidad; algo que tal vez se le deba a Julio Bocca, que, con firmeza, pero sin arrogancia, ha puesto el prestigio del Colón por encima de las desviaciones y privilegios sindicales. Se aplaudía también una actitud: la sobriedad, el compromiso y la humildad de una artista monumental a la que, sin embargo, parecen incomodar el exhibicionismo y la estridencia que caracterizan a esta época.

Marianela Núñez condensa un núcleo de valores que representan lo mejor de la Argentina: nació en los años 80 en el partido bonaerense de San Martín. Hija de un policía, desde muy chica empezó a estudiar danza en un salón barrial del conurbano. Hubo una maestra que la descubrió, una familia que la acompañó y un país que todavía incentivaba el mérito. Desafió sus propios límites hasta que logró ingresar al Instituto Superior de Arte en la escuela de danzas del Colón. Después desarrolló una descollante carrera en el exterior y llegó, como se sabe, a ser la primera bailarina del Royal Ballet de Londres. Siempre mantuvo, sin embargo, un pie firme en la Argentina, donde ha honrado sus raíces con un compromiso artístico y solidario.

Marianela Nuñez y Julio Bocca en el teatro Colón

En un país que, como mínimo, descuidó los valores del profesionalismo y la exigencia, la conmovedora ovación del Teatro Colón –colmado de jóvenes y de un público heterogéneo– adquiere un significado y una dimensión especiales. Expresa a un sector de la sociedad que cree en la Argentina virtuosa y honra esa cultura en diversos ámbitos y actividades. Contrasta con ese país que también vemos todos los días: el de la trampa en los exámenes para las residencias médicas, el acomodo, el atajo, el atropello y la avivada.

Tal vez debamos preguntarnos si figuras como la de Marianela Núñez encuentran en la Argentina suficiente valoración. En su caso, ha recibido numerosos reconocimientos, es cierto, ¿pero no debería ponerse un mayor empeño en destacar su carrera como un ícono inspirador? ¿El Estado no debería convocarla, junto a otros argentinos que brillan en el mundo, para acercar su experiencia a las escuelas públicas, a las universidades, a los clubes?

En abril de este año, la bailarina argentina recibió de manos del rey Carlos III de Inglaterra la distinción de Oficial de la Orden del Imperio Británico por sus servicios a la danza. Fue una ceremonia en el castillo de Windsor que simboliza el grado de reconocimiento y admiración que promueven algunas sociedades hacia figuras destacadas de la cultura, del arte, de las ciencias, del deporte y de otros ámbitos en los que se enriquece la vida pública. También podemos citar, sin ir más lejos, el importante reconocimiento que acaba de hacer el rey de España a un escritor y periodista de la talla de Jorge Fernández Díaz, la designación como Caballero de la Orden de la Legión de Honor que recibió en Francia el chef argentino Mauro Colagreco y la entrega, a Daniel Barenboim, de la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania.

Los reyes de España aplauden a Jorge Fernández Díaz en la recepción del premio Cavia

En la Argentina hay algunas iniciativas serias para reconocer las trayectorias, como la de los premios Konex o las distinciones que otorgan las academias y otras instituciones de la sociedad civil. Sin embargo, parece más fuerte el impulso por ignorar, olvidar, “ningunear” y encapsular a determinadas figuras que deberían ser elevadas a la categoría de “próceres culturales”.

¿Cómo se explica que el de Julio Palmaz sea un nombre muy poco conocido en el país? Es médico argentino, se formó en la educación pública y creó nada menos que el stent, un invento que ha salvado la vida de millones de personas en el mundo. En el Colegio Nacional de La Plata, donde se educó, y en la Facultad de Medicina de esa misma ciudad, donde se graduó, ¿no se le debería levantar un monumento en vida? ¿No debería contarse su historia con orgullo? Hasta donde se ve, no hay ni siquiera una foto que recuerde su paso por esas aulas. Las nuevas generaciones egresan de esas mismas instituciones sin enterarse, siquiera, de que allí se formó una verdadera eminencia de la medicina mundial.

LA NACION contó hace pocas semanas, en una nota de Lucía Vázquez Ger, que la figura del gran artista Emilio Pettoruti ha sido prácticamente olvidada en su ciudad natal. Lleva su nombre el museo provincial de Bellas Artes y hay alguna plazoleta vandalizada en la que agoniza una obra suya, pero muy pocas señales recuerdan en la capital bonaerense a esa figura central de la modernidad y la abstracción. ¿Qué sería Cadaqués sin la casa de Dalí? ¿Qué serían Isla Negra sin la de Neruda, o Ciudad de México sin la Casa Azul de Frida Kahlo? No son meros homenajes; son faros de inspiración y mojones de identidad. La Plata, sin embargo, se ha dado el lujo de borronear las huellas de uno de los mayores artistas del siglo XX.

El nombre de Rogelio Fogante, por ejemplo, es prácticamente desconocido fuera de ámbitos muy específicos. Sin embargo, fue uno de los grandes artífices de una innovación técnica que revolucionó la agricultura en la Argentina: la siembra directa. Para la tierra, el medioambiente y la agroindustria, fue un hito similar al del stent. Sin embargo, tampoco se conocen estatuas ni monumentos a ese gran profesional que, junto a otros pioneros, cambió la historia de la principal actividad económica del país.

Julio Palmaz

La política suele acercarse a figuras que encarnan la virtud y la excelencia con un criterio entre utilitario y demagógico. Fue por eso que los campeones del mundo, con Messi y Scaloni a la cabeza, eludieron con buen tino el balcón de la Casa Rosada al regreso de Qatar. ¿No debería haber, sin embargo, una tradición que esté más allá de los gobiernos y que reconozca en el ámbito público a “próceres culturales”, vivos o muertos, que representen los mejores valores de la Argentina e inspiren a las nuevas generaciones?

Hemos asistido a laberínticas discusiones sobre el nombre del centro cultural que antes se llamaba Néstor Kirchner y ahora Palacio Libertad. Tal vez habría que haber pensado en que ese monumento nacional cambiara de nombre cada tres meses, cada seis o cada doce. Sería una forma de aprovechar esa marquesina honorífica para destacar a figuras como Marianela Núñez, Julio Palmaz o Rogelio Fogante, por citar algunos ejemplos de los tantos argentinos que honran o han honrado los valores de la excelencia, la innovación y la creatividad. Quizá no sea necesario cambiar el nombre, sino pensar un formato y destinar un espacio para este tipo de reconocimientos. En cualquier caso, se trataría de recuperar el espíritu de los viejos “cuadros de honor”, que hace décadas fueron descolgados de las escuelas en nombre de una falsa igualdad que enarboló el populismo.

Imaginemos que en lugar de revolear insultos y descalificaciones, la cuenta presidencial de X dedicara un espacio frecuente a destacar modelos virtuosos de la Argentina. Marianela Núñez seguramente no lo necesita, aunque hubiera merecido una felicitación del Presidente, como la merecería hoy el Ballet Estable del Colón, que en esta misma jornada celebra su centenario. ¿Pero cuánto significaría un reconocimiento del presidente de la Nación a las “Marianelas” que se destacan en tantas disciplinas? Es cierto: el jefe del Estado subrayó esta semana el logro de montañistas del Ejército que llegaron, por primera vez, a la cima del Himalaya. Lo hizo unas horas después de haber anunciado que ya no apelará más al insulto en sus intervenciones públicas. Ojalá sea el inicio de un genuino cambio de actitud que empiece por honrar el peso y la gravitación de la palabra presidencial. Ojalá se deje de “odiar lo suficiente” a determinados actores de la sociedad civil para “querer y valorar lo necesario” a figuras consagradas o prometedoras que representan lo mejor de la Argentina.

El Ejército argentino en el Himalaya

Los gestos y los reconocimientos simbólicos pueden ser el inicio de algo más ambicioso. ¿No podría pensar el Estado en un programa de formación que convoque a celebridades de la dimensión de Messi, Julio Bocca, Marianela Núñez, Martha Argerich o Manu Ginóbili, por citar algunos casos, para que transmitan experiencias y den clases motivadoras en ámbitos públicos? La mayoría de ellos estarían encantados de hacerlo, seguramente. Muchos ya lo hacen por iniciativa propia.

Hay que escuchar esa ovación del Teatro Colón. Tal vez encontremos un mensaje, una inspiración, una idea. Es un aplauso que reivindica la Argentina del esfuerzo, de la calidad, de la exigencia y de los sueños. Si sabemos decodificarlo, el arte habrá cumplido, una vez más, la misión de iluminarnos.

 ¿Qué ovacionaba el Colón de pie? ¿Solo un espectáculo mágico y deslumbrante, o también algo menos visible y más intangible que nos conecta con lo mejor de nuestro país?  LA NACION

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