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Sueños diurnos en el Planetario

Es un libro que a Méliès le hubiera gustado. Se publicó hace más de diez años: difícil contabilizar la cantidad de relatos nocturnos que habrá presidido junto a las almohadas de infinidad de niños. Imaginen la situación: un chico en pijamas, todavía no suficientemente adormilado; una madre o un padre sentados a su lado, con un libro que se presenta a sí mismo como “Recetario de sueños”. La habitación a oscuras, solo los ilumina la luz del velador. “Aquí está el primer sueño”, le dicen al niño. Se despliegan las primeras páginas del libro: “El sueño de la puerta que no se debía abrir”, y asoma una ilustración de un cuarto, el detalle de unas escaleras y, sobre el piso, la puerta prohibida. Entonces, la magia: le dicen al chico que acerque esa página a la bombilla del velador. ¡Abracadabra! El haz luz hace emerger justamente eso (no lo develeramos aquí) que estaba escondido del otro lado de la puerta.

Nocturno en el Planetario

Cuando concibió Nocturno –tal el nombre del libro– la artista y escritora Isol Misenta se tomó en serio algo que también dejó apuntado en su recetario onírico: “Un sueño poco interesante es una noche desperdiciada”. Tanto como una vida que no se permita el diminuto temblor de la belleza, podríamos agregar.

Y de eso –belleza– hubo, y mucho, hace unas semanas, en el Planetario Galileo Galilei. Porque las delicadas imágenes de Nocturno se proyectaron –sueño por sueño, revelación por revelación–sobre el domo que tantas veces nos sumergió en lo más profundo de las noches estrelladas.

La orquesta se prepara

Y hubo más, porque la misma Isol, de cuerpo presente, fue relatando, uno a uno, los sueños proyectados.

Y hubo aún más, porque mientras todo esto pasaba, integrantes del programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad musicalizaban, con amor, destreza y alegría, cada uno de esos sueños.

El espectáculo se llamó Nocturno, recetario de sueños en concierto. Y volví a confirmarlo: nunca me voy a cansar de recomendar las actividades del Programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad.

Esta vez, fui con una amiga a la que animaba una curiosidad doble: nunca había asistido a esos conciertos y –aún más extraño para una porteña– jamás había entrado al Planetario.

Ese día hubo dos funciones de Nocturno, la primera a cargo de la Orquesta Juvenil de Parque Avellaneda/Natatorio; la segunda, a cargo de la Orquesta de Retiro/Juncal. Mientras esperábamos para ingresar a esa segunda función, mi amiga, arquitecta al fin, veía superficies curvas, sostenes y algún prodigio funcional en el espacio que durante toda mi vida fue, simplemente, el plato volador más querido y cercano del mundo.

Cuando entramos a la sala de proyección, lo que para ella seguía siendo descubrimiento para mí era reencuentro con un viejo entorno amigo. Pero cuando sonó el primer acorde, terminaron las diferencias. A las dos nos transportó una misma maravilla. Dirigidos por Liliana Bao, los violines, violas, contrabajos flautas, oboes inundaron el domo. Sobre nuestras cabezas, las imágenes creadas por Isol; en el aire, las composiciones con las que Pedro Onetto tradujo en música ese universo visual. Frente a nosotras (si se puede hablar de algo así en el espacio circular del Planetario), pibes, algunos bastante chicos, concentrados en sacar lo mejor de cada instrumento. Al lado y alrededor nuestro, familias y más chicos que seguían a su manera (algunos más quietos que otros) los invisibles movimientos de la música, el hechizo de las imágenes.

Fue una tarde de esas que se agradecen. Sobre todo a la hora de las aplausos, cuando la sonrisa de los músicos (¿cuánto trabajo, y familias y docentes que pusieron el hombro, y guardapolvo blanco y ensayos a contraturno hubo detrás de esto?) nos abrazó como una estrella diurna, resplandeciente.

Es un libro que a Méliès le hubiera gustado. Se publicó hace más de diez años: difícil contabilizar la cantidad de relatos nocturnos que habrá presidido junto a las almohadas de infinidad de niños. Imaginen la situación: un chico en pijamas, todavía no suficientemente adormilado; una madre o un padre sentados a su lado, con un libro que se presenta a sí mismo como “Recetario de sueños”. La habitación a oscuras, solo los ilumina la luz del velador. “Aquí está el primer sueño”, le dicen al niño. Se despliegan las primeras páginas del libro: “El sueño de la puerta que no se debía abrir”, y asoma una ilustración de un cuarto, el detalle de unas escaleras y, sobre el piso, la puerta prohibida. Entonces, la magia: le dicen al chico que acerque esa página a la bombilla del velador. ¡Abracadabra! El haz luz hace emerger justamente eso (no lo develeramos aquí) que estaba escondido del otro lado de la puerta.

Nocturno en el Planetario

Cuando concibió Nocturno –tal el nombre del libro– la artista y escritora Isol Misenta se tomó en serio algo que también dejó apuntado en su recetario onírico: “Un sueño poco interesante es una noche desperdiciada”. Tanto como una vida que no se permita el diminuto temblor de la belleza, podríamos agregar.

Y de eso –belleza– hubo, y mucho, hace unas semanas, en el Planetario Galileo Galilei. Porque las delicadas imágenes de Nocturno se proyectaron –sueño por sueño, revelación por revelación–sobre el domo que tantas veces nos sumergió en lo más profundo de las noches estrelladas.

La orquesta se prepara

Y hubo más, porque la misma Isol, de cuerpo presente, fue relatando, uno a uno, los sueños proyectados.

Y hubo aún más, porque mientras todo esto pasaba, integrantes del programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad musicalizaban, con amor, destreza y alegría, cada uno de esos sueños.

El espectáculo se llamó Nocturno, recetario de sueños en concierto. Y volví a confirmarlo: nunca me voy a cansar de recomendar las actividades del Programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad.

Esta vez, fui con una amiga a la que animaba una curiosidad doble: nunca había asistido a esos conciertos y –aún más extraño para una porteña– jamás había entrado al Planetario.

Ese día hubo dos funciones de Nocturno, la primera a cargo de la Orquesta Juvenil de Parque Avellaneda/Natatorio; la segunda, a cargo de la Orquesta de Retiro/Juncal. Mientras esperábamos para ingresar a esa segunda función, mi amiga, arquitecta al fin, veía superficies curvas, sostenes y algún prodigio funcional en el espacio que durante toda mi vida fue, simplemente, el plato volador más querido y cercano del mundo.

Cuando entramos a la sala de proyección, lo que para ella seguía siendo descubrimiento para mí era reencuentro con un viejo entorno amigo. Pero cuando sonó el primer acorde, terminaron las diferencias. A las dos nos transportó una misma maravilla. Dirigidos por Liliana Bao, los violines, violas, contrabajos flautas, oboes inundaron el domo. Sobre nuestras cabezas, las imágenes creadas por Isol; en el aire, las composiciones con las que Pedro Onetto tradujo en música ese universo visual. Frente a nosotras (si se puede hablar de algo así en el espacio circular del Planetario), pibes, algunos bastante chicos, concentrados en sacar lo mejor de cada instrumento. Al lado y alrededor nuestro, familias y más chicos que seguían a su manera (algunos más quietos que otros) los invisibles movimientos de la música, el hechizo de las imágenes.

Fue una tarde de esas que se agradecen. Sobre todo a la hora de las aplausos, cuando la sonrisa de los músicos (¿cuánto trabajo, y familias y docentes que pusieron el hombro, y guardapolvo blanco y ensayos a contraturno hubo detrás de esto?) nos abrazó como una estrella diurna, resplandeciente.

 Es un libro que a Méliès le hubiera gustado. Se publicó hace más de diez años: difícil contabilizar la cantidad de relatos nocturnos que habrá presidido junto a las almohadas de infinidad de niños. Imaginen la situación: un chico en pijamas, todavía no suficientemente adormilado; una madre o un padre sentados a su lado, con un libro que se presenta a sí mismo como “Recetario de sueños”. La habitación a oscuras, solo los ilumina la luz del velador. “Aquí está el primer sueño”, le dicen al niño. Se despliegan las primeras páginas del libro: “El sueño de la puerta que no se debía abrir”, y asoma una ilustración de un cuarto, el detalle de unas escaleras y, sobre el piso, la puerta prohibida. Entonces, la magia: le dicen al chico que acerque esa página a la bombilla del velador. ¡Abracadabra! El haz luz hace emerger justamente eso (no lo develeramos aquí) que estaba escondido del otro lado de la puerta. Cuando concibió Nocturno –tal el nombre del libro– la artista y escritora Isol Misenta se tomó en serio algo que también dejó apuntado en su recetario onírico: “Un sueño poco interesante es una noche desperdiciada”. Tanto como una vida que no se permita el diminuto temblor de la belleza, podríamos agregar.Y de eso –belleza– hubo, y mucho, hace unas semanas, en el Planetario Galileo Galilei. Porque las delicadas imágenes de Nocturno se proyectaron –sueño por sueño, revelación por revelación–sobre el domo que tantas veces nos sumergió en lo más profundo de las noches estrelladas. Y hubo más, porque la misma Isol, de cuerpo presente, fue relatando, uno a uno, los sueños proyectados. Y hubo aún más, porque mientras todo esto pasaba, integrantes del programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad musicalizaban, con amor, destreza y alegría, cada uno de esos sueños.El espectáculo se llamó Nocturno, recetario de sueños en concierto. Y volví a confirmarlo: nunca me voy a cansar de recomendar las actividades del Programa de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad. Esta vez, fui con una amiga a la que animaba una curiosidad doble: nunca había asistido a esos conciertos y –aún más extraño para una porteña– jamás había entrado al Planetario. Ese día hubo dos funciones de Nocturno, la primera a cargo de la Orquesta Juvenil de Parque Avellaneda/Natatorio; la segunda, a cargo de la Orquesta de Retiro/Juncal. Mientras esperábamos para ingresar a esa segunda función, mi amiga, arquitecta al fin, veía superficies curvas, sostenes y algún prodigio funcional en el espacio que durante toda mi vida fue, simplemente, el plato volador más querido y cercano del mundo. Cuando entramos a la sala de proyección, lo que para ella seguía siendo descubrimiento para mí era reencuentro con un viejo entorno amigo. Pero cuando sonó el primer acorde, terminaron las diferencias. A las dos nos transportó una misma maravilla. Dirigidos por Liliana Bao, los violines, violas, contrabajos flautas, oboes inundaron el domo. Sobre nuestras cabezas, las imágenes creadas por Isol; en el aire, las composiciones con las que Pedro Onetto tradujo en música ese universo visual. Frente a nosotras (si se puede hablar de algo así en el espacio circular del Planetario), pibes, algunos bastante chicos, concentrados en sacar lo mejor de cada instrumento. Al lado y alrededor nuestro, familias y más chicos que seguían a su manera (algunos más quietos que otros) los invisibles movimientos de la música, el hechizo de las imágenes. Fue una tarde de esas que se agradecen. Sobre todo a la hora de las aplausos, cuando la sonrisa de los músicos (¿cuánto trabajo, y familias y docentes que pusieron el hombro, y guardapolvo blanco y ensayos a contraturno hubo detrás de esto?) nos abrazó como una estrella diurna, resplandeciente.  LA NACION

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