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La sed inagotable de los que van por todo

No se puede agregar desmesura a la desmesura. Sin embargo, cerrada la causa Vialidad y mientras se demoran las de Cuadernos y Hotesur-Los Sauces, una jueza de Nueva York nos obliga a volver al affaire YPF y a reconocer que hay cosas que no tienen límite. La Vía Láctea de la corrupción kirchnerista sigue en expansión. El sistema giró siempre alrededor de un único sol, el santacruceño que le dio origen. Creación infinita de un creador finito: apagada esa estrella, se apagó también la fuerza de gravedad que ejercía y los cometas extraviaron su órbita. Resulta que uno de ellos reaparece ahora en el firmamento de esta sufrida tierra con un reclamo sideral. Y no sabemos si detrás de ese cuerpo celeste –que tiene otra cara, como la luna– no se esconden planetas menores herederos de ese sol que, como un dios omnipresente, supo estar en todas partes y quizá sonríe ahora desde el azul profundo.

Para decirlo sin vueltas: es posible que no exista choreo más ambicioso en la historia universal reciente que el que pergeñó aquel santacruceño que fue por toda: la tuya, la de aquel y la nuestra. La Justicia probó quién se escondía en la cara oscura del cometa Báez (ya el periodismo había descubierto al elefante oculto detrás de la margarita) y la primera condena llegó. Si les exigimos a los jueces que apliquen la ley quizá lleguen las otras, ya demoradísimas.

Dicho esto, confieso que no encuentro sentido en seguir argumentando que la sal es blanca y la noche, oscura. Está a la vista. Los atentos ya lo saben. Y los que lo niegan así seguirán, ya sea porque han sido inducidos a la ceguera por el discurso envenenado de una hechicera consumada, porque cierran los ojos en virtud de una abyecta complicidad política o porque se han beneficiado del derrame de polvo cósmico –verde– que manaba del sistema. Pido permiso entonces para darle a la columna un giro de 180 grados y pasar de aquel que lo quería todo y se perdió en una ambición sin freno a sus antípodas: un hombre que optó por la simpleza y a fuerza de renuncia acaso dio con ese todo que el otro buscaba por medios equivocados.

Tenía algo de asceta y de ermitaño, pero sospecho que no fue del todo ninguna de las dos cosas

Me habilitan la fecha y la idea de que hoy su legado es más necesario que nunca. Hace 180 años, el 4 de julio de 1845, Henry David Thoreau se internaba en los bosques de Walden dispuesto a vivir en soledad y en comunión con la naturaleza, en la que veía una manifestación de la potencia divina. Tenía 27 años y había construido su cabaña a orillas de una laguna muy cercana al pueblo de Concord, en Massachusetts. “Me fui al bosque porque quería enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme, y no sucediera que, al llegar la muerte, descubriera que no había vivido”, escribió en Walden, uno de los libros más vendidos en la historia literaria de Estados Unidos.

Formaba parte del movimiento trascendentalista, que bajo el influjo del idealismo alemán y de los textos sagrados del hinduismo floreció en Nueva Inglaterra alrededor de 1830. Sus escritos, como los de su mentor Ralph Waldo Emerson, nutrieron el espíritu de las revoluciones juveniles de los años 60. No solo por su rescate de las filosofías orientales, sino también por su crítica al consumismo y a la masificación que traían aparejados la industrialización y los avances tecnológicos. “La mayor parte de los lujos y muchas comodidades de la vida no solo no son indispensables –escribió–. Son impedimentos para la elevación de la especie humana”.

Tenía algo de asceta. También de ermitaño. Pero sospecho que no fue del todo ninguna de las dos cosas. “Tenía tres sillas en mi casa –escribió en Walden–. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad”. ¿Qué diría hoy este hombre de los celulares y las redes sociales? No puedo evitar preguntármelo, porque de algún modo Thoreau es mi contemporáneo.

Era un gran lector, pero quería aprender directamente de la vida. Su pensamiento era empírico, porque no brotaba de los libros sino de la contemplación de la naturaleza. Pensamiento y experiencia se confunden en su vida y en sus escritos: no buscaba tanto respuestas racionales como una conexión, primero con la naturaleza que lo rodeaba y después con su propia interioridad. “El universo es la externalización del alma”, escribió Emerson. Se me ocurre: la capacidad de atención que exige la mirada contemplativa hoy escasea en buena medida por las demandas constantes de la conexión digital. Y me pregunto si la vida alienada de nosotros mismos en la que de pronto nos descubrimos no responde a la merma de esa capacidad.

La anécdota que sigue ya la conté aquí. Pero vale la pena reincidir. Cuando una tuberculosis hereditaria que le provocaría la muerte en mayo de 1862 mantenía a Thoreau postrado en su cama, un amigo le preguntó si ya podía ver “la costa más lejana”. Nuestro hombre le dio una respuesta pragmática y al mismo tiempo llena de sabiduría. “Un mundo por vez”, le dijo. Acaso solo así podamos aspirar a ese “todo” al que nos sentimos fatalmente llamados los mortales. Nunca de la otra manera.

No se puede agregar desmesura a la desmesura. Sin embargo, cerrada la causa Vialidad y mientras se demoran las de Cuadernos y Hotesur-Los Sauces, una jueza de Nueva York nos obliga a volver al affaire YPF y a reconocer que hay cosas que no tienen límite. La Vía Láctea de la corrupción kirchnerista sigue en expansión. El sistema giró siempre alrededor de un único sol, el santacruceño que le dio origen. Creación infinita de un creador finito: apagada esa estrella, se apagó también la fuerza de gravedad que ejercía y los cometas extraviaron su órbita. Resulta que uno de ellos reaparece ahora en el firmamento de esta sufrida tierra con un reclamo sideral. Y no sabemos si detrás de ese cuerpo celeste –que tiene otra cara, como la luna– no se esconden planetas menores herederos de ese sol que, como un dios omnipresente, supo estar en todas partes y quizá sonríe ahora desde el azul profundo.

Para decirlo sin vueltas: es posible que no exista choreo más ambicioso en la historia universal reciente que el que pergeñó aquel santacruceño que fue por toda: la tuya, la de aquel y la nuestra. La Justicia probó quién se escondía en la cara oscura del cometa Báez (ya el periodismo había descubierto al elefante oculto detrás de la margarita) y la primera condena llegó. Si les exigimos a los jueces que apliquen la ley quizá lleguen las otras, ya demoradísimas.

Dicho esto, confieso que no encuentro sentido en seguir argumentando que la sal es blanca y la noche, oscura. Está a la vista. Los atentos ya lo saben. Y los que lo niegan así seguirán, ya sea porque han sido inducidos a la ceguera por el discurso envenenado de una hechicera consumada, porque cierran los ojos en virtud de una abyecta complicidad política o porque se han beneficiado del derrame de polvo cósmico –verde– que manaba del sistema. Pido permiso entonces para darle a la columna un giro de 180 grados y pasar de aquel que lo quería todo y se perdió en una ambición sin freno a sus antípodas: un hombre que optó por la simpleza y a fuerza de renuncia acaso dio con ese todo que el otro buscaba por medios equivocados.

Tenía algo de asceta y de ermitaño, pero sospecho que no fue del todo ninguna de las dos cosas

Me habilitan la fecha y la idea de que hoy su legado es más necesario que nunca. Hace 180 años, el 4 de julio de 1845, Henry David Thoreau se internaba en los bosques de Walden dispuesto a vivir en soledad y en comunión con la naturaleza, en la que veía una manifestación de la potencia divina. Tenía 27 años y había construido su cabaña a orillas de una laguna muy cercana al pueblo de Concord, en Massachusetts. “Me fui al bosque porque quería enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme, y no sucediera que, al llegar la muerte, descubriera que no había vivido”, escribió en Walden, uno de los libros más vendidos en la historia literaria de Estados Unidos.

Formaba parte del movimiento trascendentalista, que bajo el influjo del idealismo alemán y de los textos sagrados del hinduismo floreció en Nueva Inglaterra alrededor de 1830. Sus escritos, como los de su mentor Ralph Waldo Emerson, nutrieron el espíritu de las revoluciones juveniles de los años 60. No solo por su rescate de las filosofías orientales, sino también por su crítica al consumismo y a la masificación que traían aparejados la industrialización y los avances tecnológicos. “La mayor parte de los lujos y muchas comodidades de la vida no solo no son indispensables –escribió–. Son impedimentos para la elevación de la especie humana”.

Tenía algo de asceta. También de ermitaño. Pero sospecho que no fue del todo ninguna de las dos cosas. “Tenía tres sillas en mi casa –escribió en Walden–. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad”. ¿Qué diría hoy este hombre de los celulares y las redes sociales? No puedo evitar preguntármelo, porque de algún modo Thoreau es mi contemporáneo.

Era un gran lector, pero quería aprender directamente de la vida. Su pensamiento era empírico, porque no brotaba de los libros sino de la contemplación de la naturaleza. Pensamiento y experiencia se confunden en su vida y en sus escritos: no buscaba tanto respuestas racionales como una conexión, primero con la naturaleza que lo rodeaba y después con su propia interioridad. “El universo es la externalización del alma”, escribió Emerson. Se me ocurre: la capacidad de atención que exige la mirada contemplativa hoy escasea en buena medida por las demandas constantes de la conexión digital. Y me pregunto si la vida alienada de nosotros mismos en la que de pronto nos descubrimos no responde a la merma de esa capacidad.

La anécdota que sigue ya la conté aquí. Pero vale la pena reincidir. Cuando una tuberculosis hereditaria que le provocaría la muerte en mayo de 1862 mantenía a Thoreau postrado en su cama, un amigo le preguntó si ya podía ver “la costa más lejana”. Nuestro hombre le dio una respuesta pragmática y al mismo tiempo llena de sabiduría. “Un mundo por vez”, le dijo. Acaso solo así podamos aspirar a ese “todo” al que nos sentimos fatalmente llamados los mortales. Nunca de la otra manera.

 No se puede agregar desmesura a la desmesura. Sin embargo, cerrada la causa Vialidad y mientras se demoran las de Cuadernos y Hotesur-Los Sauces, una jueza de Nueva York nos obliga a volver al affaire YPF y a reconocer que hay cosas que no tienen límite. La Vía Láctea de la corrupción kirchnerista sigue en expansión. El sistema giró siempre alrededor de un único sol, el santacruceño que le dio origen. Creación infinita de un creador finito: apagada esa estrella, se apagó también la fuerza de gravedad que ejercía y los cometas extraviaron su órbita. Resulta que uno de ellos reaparece ahora en el firmamento de esta sufrida tierra con un reclamo sideral. Y no sabemos si detrás de ese cuerpo celeste –que tiene otra cara, como la luna– no se esconden planetas menores herederos de ese sol que, como un dios omnipresente, supo estar en todas partes y quizá sonríe ahora desde el azul profundo. Para decirlo sin vueltas: es posible que no exista choreo más ambicioso en la historia universal reciente que el que pergeñó aquel santacruceño que fue por toda: la tuya, la de aquel y la nuestra. La Justicia probó quién se escondía en la cara oscura del cometa Báez (ya el periodismo había descubierto al elefante oculto detrás de la margarita) y la primera condena llegó. Si les exigimos a los jueces que apliquen la ley quizá lleguen las otras, ya demoradísimas. Dicho esto, confieso que no encuentro sentido en seguir argumentando que la sal es blanca y la noche, oscura. Está a la vista. Los atentos ya lo saben. Y los que lo niegan así seguirán, ya sea porque han sido inducidos a la ceguera por el discurso envenenado de una hechicera consumada, porque cierran los ojos en virtud de una abyecta complicidad política o porque se han beneficiado del derrame de polvo cósmico –verde– que manaba del sistema. Pido permiso entonces para darle a la columna un giro de 180 grados y pasar de aquel que lo quería todo y se perdió en una ambición sin freno a sus antípodas: un hombre que optó por la simpleza y a fuerza de renuncia acaso dio con ese todo que el otro buscaba por medios equivocados.Tenía algo de asceta y de ermitaño, pero sospecho que no fue del todo ninguna de las dos cosasMe habilitan la fecha y la idea de que hoy su legado es más necesario que nunca. Hace 180 años, el 4 de julio de 1845, Henry David Thoreau se internaba en los bosques de Walden dispuesto a vivir en soledad y en comunión con la naturaleza, en la que veía una manifestación de la potencia divina. Tenía 27 años y había construido su cabaña a orillas de una laguna muy cercana al pueblo de Concord, en Massachusetts. “Me fui al bosque porque quería enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme, y no sucediera que, al llegar la muerte, descubriera que no había vivido”, escribió en Walden, uno de los libros más vendidos en la historia literaria de Estados Unidos. Formaba parte del movimiento trascendentalista, que bajo el influjo del idealismo alemán y de los textos sagrados del hinduismo floreció en Nueva Inglaterra alrededor de 1830. Sus escritos, como los de su mentor Ralph Waldo Emerson, nutrieron el espíritu de las revoluciones juveniles de los años 60. No solo por su rescate de las filosofías orientales, sino también por su crítica al consumismo y a la masificación que traían aparejados la industrialización y los avances tecnológicos. “La mayor parte de los lujos y muchas comodidades de la vida no solo no son indispensables –escribió–. Son impedimentos para la elevación de la especie humana”.Tenía algo de asceta. También de ermitaño. Pero sospecho que no fue del todo ninguna de las dos cosas. “Tenía tres sillas en mi casa –escribió en Walden–. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad”. ¿Qué diría hoy este hombre de los celulares y las redes sociales? No puedo evitar preguntármelo, porque de algún modo Thoreau es mi contemporáneo. Era un gran lector, pero quería aprender directamente de la vida. Su pensamiento era empírico, porque no brotaba de los libros sino de la contemplación de la naturaleza. Pensamiento y experiencia se confunden en su vida y en sus escritos: no buscaba tanto respuestas racionales como una conexión, primero con la naturaleza que lo rodeaba y después con su propia interioridad. “El universo es la externalización del alma”, escribió Emerson. Se me ocurre: la capacidad de atención que exige la mirada contemplativa hoy escasea en buena medida por las demandas constantes de la conexión digital. Y me pregunto si la vida alienada de nosotros mismos en la que de pronto nos descubrimos no responde a la merma de esa capacidad. La anécdota que sigue ya la conté aquí. Pero vale la pena reincidir. Cuando una tuberculosis hereditaria que le provocaría la muerte en mayo de 1862 mantenía a Thoreau postrado en su cama, un amigo le preguntó si ya podía ver “la costa más lejana”. Nuestro hombre le dio una respuesta pragmática y al mismo tiempo llena de sabiduría. “Un mundo por vez”, le dijo. Acaso solo así podamos aspirar a ese “todo” al que nos sentimos fatalmente llamados los mortales. Nunca de la otra manera.  LA NACION

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