“Es un hobby atípico”: hace casi 30 años se juntan para hacer volar figuras gigantes a más de 3000 metros de altura

En 2012, mientras caminaba por el Paseo de la Costa, Leila Zulmaister se encontró con un amigo “barriletero”. En esa oportunidad estaban volando peces gigantes y quedó encantada. Y a partir de ese momento, sus fines de semana cambiaron para siempre. “Hacer un barrilete tiene su encanto. Su complejidad es un desafío y una ilusión. Terminarlo con prolijidad y soltarlo al viento para ver que pasa es agradable, pero a veces no tanto”, dice a LA NACION esta integrante de Barriletes a Toda Costa (Batoco), un grupo de barrileteros que desde hace casi 30 años se reúne cada domingo.
Bajo el cielo rioplatense, en esa franja indecisa donde la ciudad se diluye en el Delta, los miembros de Batoco ofician su liturgia dominical de remontar barriletes, ese arcaico juego de la infancia devenido en pasión, casi como una en ciencia exacta. Un arte volátil que atraviesa geografías, generaciones, y cobra aquí un sesgo de quijotismo y precisión.
“Dentro del mundo de los barriletes hay distintos tipos (estáticos, de tracción, adornos de línea, comandados). Los adornos de línea se construyen como si fueran globos que tienen una entrada de aire por donde el viento los infla y a su vez se enganchan a la línea de un barrilete que los levanta, y pueden tener distintas formas, como ballenas, caballos, peces, tortugas, dragones, lo que se te ocurra. A mí me gustan particularmente estos, porque siento que no hay límite en formas o colores para la imaginación”, cuenta Leila.
Desde 1997, el epicentro de esta devoción ha sido un punto preciso en la costa de Vicente López, el umbral mismo del Paseo de la Costa, allí donde Güemes y Libertador se encuentran con la vastedad del río. Cada domingo por la mañana, esta cofradía de barrileros se entrega al diseño, la construcción y la proeza aérea, persiguiendo no solo el placer lúdico, sino también la utopía de superar marcas que rondan los 3000 metros de altura. Y todo a pulmón, con la gratuidad como bandera y la libertad como horizonte.
Así, los madrugadores despliegan sus “barris” alrededor de las 10, como un señuelo silencioso para los rezagados, una invitación a la comunión del viento. Y así, de a poco los barrileteros empiezan a llegar con sus últimos modelos, para poner a prueba su temple, ajustar las bridas, o simplemente exhibirlos con orgullo frente a sus compañeros. Los más veteranos dispensan sus consejos, y la charla se enreda en los nudos de la pasión compartida.
Claro que el convidado de piedra, el ineludible, es el viento. Desde la mitad de la semana, la mirada se clava en los pronósticos nacionales, pero sobre todo en las aplicaciones climáticas, verdaderos oráculos digitales para los devotos del aire.
“Remontar barriletes es una descarga o un cable a tierra. Es hacer algo ‘loco y distinto’. Es poner a prueba tu paciencia y no volverte loco con los grandes enredos que se suelen hacer, o la gran satisfacción de que algo pensado y hecho por vos esté volando a varios metros. Es también el pensar, el compartir, intercambiar ideas, hacer cosas en grupo escuchando y aprendiendo lo que otros ya probaron. Es decir, no pasa solo por el volar. Volar es solo el fin del proceso, y lo que buscamos es siempre pintar el cielo de distintos colores y pasar un lindo momento con amigos que comparten la misma pasión”, cuenta a este medio Fabián Rodríguez, otro de los “batoqueros” que frecuentan la costa cada fin de semana.
Y añade: “Es un hobby bastante atípico que nos ha llevado a descubrir amigos y lugares impensados. Por ejemplo, jamás hubiera pensado que estaríamos en Weifang (China) volando una escarapela gigante, o que viajaríamos a Guanajuato (México) para volar una Mantarraya en una zona arqueológica con pirámides prehispánicas de fondo. Tampoco hubiera pensado tener amigos que comparten esta pasión en todo el mundo, desde Chile, Brasil, Colombia, Guatemala, México, España, Estados Unidos o Canadá, todos amigos que nos trajo, como solemos decir nosotros, el viento”.
Los preparativos se inician los días previos, cuando se eligen las líneas y se apuran los últimos detalles en función de los pronósticos del tiempo, aunque muchas veces los planes se ven interrumpidos por lluvias inoportunas, la irrupción de una tormenta hasta la ausencia de viento. En cualquier caso, los vientos del Norte y del Este son augurio de buenas ‘voladas’, mientras que los del Oeste, que han de sortear los edificios y la arboleda costera, son intermitentes y turbulentos.
En su mayoría, los “batoqueros” son también los artífices de sus proezas voladoras. Hábiles costureros, realizan sus diseños con Ripstop, una tela ligera y resistente, aunque al ser importada, muchas veces se la reemplaza por una tafeta impermeabilizada, la Silver, que se consigue a mejores precios. Para las líneas, se utilizan los mismos que en las redes de pesca, y si el barrilete es de esos que “tiran mucho”, también utilizan cabos náuticos de mayor grosor.
En cualquier caso, aunque el clima sea adverso y el viento se niegue a colaborar, el domingo en la costa los encontrará reunidos alrededor de su objeto de culto, con novedades, proyectos y ese último barrilete que acaban de construir y remontarán por vez primera. Al final, más allá del viento, más allá de los barriletes que danzan en el aire, está el encuentro, el lazo invisible que une a estos hombres y mujeres en su singular y poética devoción por los barriletes.
En 2012, mientras caminaba por el Paseo de la Costa, Leila Zulmaister se encontró con un amigo “barriletero”. En esa oportunidad estaban volando peces gigantes y quedó encantada. Y a partir de ese momento, sus fines de semana cambiaron para siempre. “Hacer un barrilete tiene su encanto. Su complejidad es un desafío y una ilusión. Terminarlo con prolijidad y soltarlo al viento para ver que pasa es agradable, pero a veces no tanto”, dice a LA NACION esta integrante de Barriletes a Toda Costa (Batoco), un grupo de barrileteros que desde hace casi 30 años se reúne cada domingo.
Bajo el cielo rioplatense, en esa franja indecisa donde la ciudad se diluye en el Delta, los miembros de Batoco ofician su liturgia dominical de remontar barriletes, ese arcaico juego de la infancia devenido en pasión, casi como una en ciencia exacta. Un arte volátil que atraviesa geografías, generaciones, y cobra aquí un sesgo de quijotismo y precisión.
“Dentro del mundo de los barriletes hay distintos tipos (estáticos, de tracción, adornos de línea, comandados). Los adornos de línea se construyen como si fueran globos que tienen una entrada de aire por donde el viento los infla y a su vez se enganchan a la línea de un barrilete que los levanta, y pueden tener distintas formas, como ballenas, caballos, peces, tortugas, dragones, lo que se te ocurra. A mí me gustan particularmente estos, porque siento que no hay límite en formas o colores para la imaginación”, cuenta Leila.
Desde 1997, el epicentro de esta devoción ha sido un punto preciso en la costa de Vicente López, el umbral mismo del Paseo de la Costa, allí donde Güemes y Libertador se encuentran con la vastedad del río. Cada domingo por la mañana, esta cofradía de barrileros se entrega al diseño, la construcción y la proeza aérea, persiguiendo no solo el placer lúdico, sino también la utopía de superar marcas que rondan los 3000 metros de altura. Y todo a pulmón, con la gratuidad como bandera y la libertad como horizonte.
Así, los madrugadores despliegan sus “barris” alrededor de las 10, como un señuelo silencioso para los rezagados, una invitación a la comunión del viento. Y así, de a poco los barrileteros empiezan a llegar con sus últimos modelos, para poner a prueba su temple, ajustar las bridas, o simplemente exhibirlos con orgullo frente a sus compañeros. Los más veteranos dispensan sus consejos, y la charla se enreda en los nudos de la pasión compartida.
Claro que el convidado de piedra, el ineludible, es el viento. Desde la mitad de la semana, la mirada se clava en los pronósticos nacionales, pero sobre todo en las aplicaciones climáticas, verdaderos oráculos digitales para los devotos del aire.
“Remontar barriletes es una descarga o un cable a tierra. Es hacer algo ‘loco y distinto’. Es poner a prueba tu paciencia y no volverte loco con los grandes enredos que se suelen hacer, o la gran satisfacción de que algo pensado y hecho por vos esté volando a varios metros. Es también el pensar, el compartir, intercambiar ideas, hacer cosas en grupo escuchando y aprendiendo lo que otros ya probaron. Es decir, no pasa solo por el volar. Volar es solo el fin del proceso, y lo que buscamos es siempre pintar el cielo de distintos colores y pasar un lindo momento con amigos que comparten la misma pasión”, cuenta a este medio Fabián Rodríguez, otro de los “batoqueros” que frecuentan la costa cada fin de semana.
Y añade: “Es un hobby bastante atípico que nos ha llevado a descubrir amigos y lugares impensados. Por ejemplo, jamás hubiera pensado que estaríamos en Weifang (China) volando una escarapela gigante, o que viajaríamos a Guanajuato (México) para volar una Mantarraya en una zona arqueológica con pirámides prehispánicas de fondo. Tampoco hubiera pensado tener amigos que comparten esta pasión en todo el mundo, desde Chile, Brasil, Colombia, Guatemala, México, España, Estados Unidos o Canadá, todos amigos que nos trajo, como solemos decir nosotros, el viento”.
Los preparativos se inician los días previos, cuando se eligen las líneas y se apuran los últimos detalles en función de los pronósticos del tiempo, aunque muchas veces los planes se ven interrumpidos por lluvias inoportunas, la irrupción de una tormenta hasta la ausencia de viento. En cualquier caso, los vientos del Norte y del Este son augurio de buenas ‘voladas’, mientras que los del Oeste, que han de sortear los edificios y la arboleda costera, son intermitentes y turbulentos.
En su mayoría, los “batoqueros” son también los artífices de sus proezas voladoras. Hábiles costureros, realizan sus diseños con Ripstop, una tela ligera y resistente, aunque al ser importada, muchas veces se la reemplaza por una tafeta impermeabilizada, la Silver, que se consigue a mejores precios. Para las líneas, se utilizan los mismos que en las redes de pesca, y si el barrilete es de esos que “tiran mucho”, también utilizan cabos náuticos de mayor grosor.
En cualquier caso, aunque el clima sea adverso y el viento se niegue a colaborar, el domingo en la costa los encontrará reunidos alrededor de su objeto de culto, con novedades, proyectos y ese último barrilete que acaban de construir y remontarán por vez primera. Al final, más allá del viento, más allá de los barriletes que danzan en el aire, está el encuentro, el lazo invisible que une a estos hombres y mujeres en su singular y poética devoción por los barriletes.
En su mayoría, los “batoqueros” son también los artífices de sus diseños que confeccionan con una tela ligera y resistente LA NACION