La hora de los neobodegones: siete propuestas para redescubrir platos clásicos

Hay palabras que nacen para ponerle nombre a lo que ya está pasando. Neobodegón es una de ellas. Pero no se trata de una moda ni de una etiqueta marketinera, sino de un gesto generacional. Es volver al origen, mirar con cariño las recetas heredadas y atreverse a reinventarlas con libertad. Lo que hoy llamamos así no es más que una forma contemporánea de hacer cocina porteña. Con raíz, con memoria, pero también con identidad propia.
“La buena cocina en el mundo está cada vez más ligada al entorno”, sostiene Cayetana Vidal, crítica gastronómica y coautora junto a Silvina Reusmann de Guía no definitiva del morfi porteño. “Creo que la pandemia tuvo bastante que ver: se empezó a mirar más hacia adentro, a valorar el producto nacional y a recuperar nuestras propias recetas”. Y agrega: “Muchos de estos espacios nacieron en ese contexto, de la mano de hijos, nietos o cocineros que se reencontraron con su historia familiar. Pero estas nuevas generaciones no son tan rígidas en seguir las recetas tradicionales, sino que se animan a reversionarlas”.
Los neobodegones son eso: cantinas con platos conocidos y sorpresas inesperadas. Clásicos como la tortilla, la milanesa o la provoleta conviven con embutidos caseros, fermentos, pescados curados, guisos de autor y postres que mezclan tradición con juego. Se cuida el producto, se piensa el servicio, se afina el ambiente. Hay vajilla linda, carta de vinos con sentido, coctelería propia y una mirada que rehúye del formalismo, pero no del detalle. A continuación, siete exponentes que lo reflejan a la perfección.
1. Condarco: clásicos con giro estacional
Condarco nació como un restaurante a puertas cerradas en la casa de Pablo Fridman, en plena Paternal -y sobre la calle Condarco precisamente-, y fue el boca a boca lo que lo empujó hacia una versión ampliada en Chacarita. Aunque ahora recibe a muchos más comensales y ya no conoce a todos por su nombre, el espíritu sigue siendo el mismo: “un lugar para compartir con amigos, donde se pueda comer y beber muy bien”.
La tortilla de papas, la milanesa de lomo y el paté o los buñuelos conviven con platos más osados como el curry amarillo de langostinos, las gírgolas a la plancha o las croquetas de espinazo con demi-glace y salsa tártara. Todo es elaborado con productos frescos, técnicas precisas y una lógica de tapeo que propone compartir. “Nos gusta acomodarnos a las mutaciones de la cocina: cambian los productos, las formas de comer, y nos parece interesante acompañar ese movimiento”, apunta Fridman.
A la carta de la noche se suma ahora un menú ejecutivo al mediodía (omnívoro o vegetariano, según el día), además de una pequeña selección de platos especiales para los sábados al mediodía. La ambientación, resuelta con referencias de cafés nórdicos, pisos de granito y mesas de mármol, genera un clima descontracturado y cálido. “Lo fuimos armando con cosas que nos gustaban y que encontrábamos; la iluminación, por ejemplo, me parecía clave para generar clima”, cuenta Fridman, que además se apoyó mucho en otro de los socios, Eduardo Álvarez, artista plástico.
Aunque Fridman admite que nunca terminó de entender del todo qué es un neobodegón, reconoce que muchos los ubican en esa categoría. “Personalmente, no comparto la necesidad de encasillar todo. Para mí la cocina es dinámica”, dice. Por lo pronto, en Condarco se hacen clásicos porteños y se reinventan con sensibilidad y oficio, en una esquina luminosa donde todo invita a quedarse un rato más.
- Av. Dorrego 901, Chacarita. IG: @condarco
2. Casa Parra: tradición y técnica
La historia de Casa Parra comienza con una amistad y sin libretos gastronómicos. “Tres amigos sin experiencia previa en gastronomía, pero con muchas ganas de tener un lugar que represente nuestra idea de salir a comer: pocas pretensiones, porciones que llenen, simple pero con una vuelta de rosca”. Así nació este restaurante en Colegiales que se define como el punto de encuentro entre un bistró moderno y un neobodegón.
Desde la carta hasta el ambiente, todo está pensado para que el comensal se sienta como en casa. Durante la refacción, conservaron pisos calcáreos, ventanas antiguas y puertas originales, y desarrollaron el corazón del espacio alrededor de una parra que atraviesa literalmente la cocina y le da nombre al espacio. Esa calidez buscada se traslada también a la propuesta culinaria: platos honestos, sabrosos, que evocan sabores familiares con conocimiento actual. “Queríamos que sea un lugar al que puedas venir con amigos o en pareja, y siempre sentirte cómodo”, explican sus creadores.
El menú, liderado en el equipo de cocina por Marco Suárez, es breve pero bien pensado, con recetas que rescatan influencias de la cocina casera, la tradición latinoamericana y algunos guiños europeos. En la carta de otoño se destacan platos poco frecuentes como el bobó de langostinos (un guiso cremoso de origen brasilero) o el risotto de carrillera, que condensan esa idea de sabor profundo y reconfortante. Pero como buen neobodegón, tampoco faltan clásicos como buñuelos, bife de chorizo a la milanesa napolitana con puré o flan con dulce de leche y crema. “No hay figuras en la cocina, como en nuestro equipo: todos cumplen un rol”, dicen. Y ese espíritu colectivo se refleja también en el servicio y en la experiencia general, con atención al detalle, platos que cuentan historias y una identidad que mezcla técnica, nostalgia y la invitación a quedarse largo.
- Virrey Loreto 3329, Colegiales. IG: @casaparra_
3. Puchero: nostalgia con identidad propia
En una esquina luminosa de Villa Luro, Puchero recupera el alma de los clásicos porteños entre guisos, cazuelas y sobremesas largas y los presenta con una mirada actual: diseño cuidado, técnica precisa y un menú amplio que combina tradición, producto y sabor. “No se trata de replicar la nostalgia, sino de interpretarla con identidad propia”, dice Carlos Apollonio, uno de sus socios. “Para nosotros, Puchero es el rincón donde el sabor y la memoria se sientan a la mesa”.
La carta es generosa y ecléctica, hay desde empanadas de carne braseada, pastelitos caseros y provoletas con panceta, hasta risottos (como el de pulpo español o el de remolacha), chipá relleno de mollejas crocantes con huevo poché, milanesas XL y postres como el cheesecake de pistacho, la Copa Puchero con baño de oro o el flan mixto de la casa. A eso se suma una barra vermutera donde reinan los clásicos: Negroni, Garibaldi, Cynar Julep.
La estética también cuenta. El espacio se despliega en madera con molduras, una puerta celeste restaurada, vajilla distinguida y plantas que trepan desde el primer piso. Todo está pensado para generar un entorno cálido y familiar, pero sofisticado a la vez. También hay una cava oculta para degustaciones especiales, una terraza al aire libre y un bar contiguo (The Book) para estirar la noche con buena coctelería. La propuesta es conectar desde lo simple, con platos entrañables que conectan con recuerdos y se resignifican en cada visita.
- Av. Rivadavia 10300, Villa Luro. IG: @puchero.ba
4. Abreboca: reivindicar la pulpería
Aunque comparte muchas características de los neobodegones, la verdad es que Abreboca fue pensado como una neopulpería, una reinterpretación contemporánea de esos espacios criollos donde la comida, el vino y la conversación eran parte de una misma escena. “Pensamos a las pulperías como el grado cero de la restauración en Argentina”, apunta Matías Sapienza, uno de los socios. Y agrega: “Un siglo y medio después, queremos recuperar esa esencia con nuevas técnicas, influencias y sabores”. La propuesta combina raíz e innovación, con platos que cuentan una historia y una identidad profundamente argentinas.
Desde la carta hasta el espacio, todo en Abreboca dialoga con el pasado sin caer en el cliché. Su cocina rinde homenaje a la tradición, pero se expresa en presente. Cuentan con charcutería artesanal en tripa natural, embutidos que descansan en su propia cava, platos que rotan cada 15 días según las pruebas del equipo y una selección de ingredientes que recorre el país entero. Hay pimientos del norte, olivos de la Patagonia, vinos de pequeños y medianos productores de distintas regiones. “Nos interesa que los vinos hablen del lugar y también de la historia vitivinícola argentina: de lo que fuimos, lo que somos y hacia dónde vamos”, explican.
En una casa centenaria de Chacarita, encontraron el escenario ideal para plasmar su búsqueda: un espacio con pisos originales, vitrales hechos a mano, una estantería que evoca los viejos almacenes de ramos generales y una instalación con plantas nativas que refuerza el vínculo con lo criollo. En el patio, bajo una parra que da sombra, uvas y hojas para dulces y platos de estación, conviven frases del Martín Fierro con un mural realizado por la histórica fábrica Cattaneo & Cía, la misma que diseñó parte de los murales del subte porteño. Todo suma a la atmósfera de un restaurante que no busca solo alimentar, sino también emocionar.
- Fraga 541, Chacarita. IG: @abreboca.ba
5. Mondongo & Coliflor: 100% auténtico
“No tenemos jamones colgando, pero sí vermut de autor, embutidos caseros y platos que rinden homenaje a lo que fuimos sin disfrazarlo”. Así define Cabito Massa Alcántara, chef y socio de Mondongo & Coliflor, a esta cantina que recupera el alma de los bodegones porteños con una vuelta de rosca contemporánea. En una esquina clásica de Parque Chacabuco, este local con más de cien años de historia fue reanimado por un equipo que busca imprimir sabor real, sin fuegos artificiales: cocina directa, sabrosa, sin edulcorantes ni etiquetas innecesarias.
“Lo nuestro es cocina de verdad”, repite Cabito. Y esa sinceridad atraviesa toda la propuesta. Desde la entraña elegida a mano hasta los chorizos y morcillas de receta propia, cada producto tiene trazabilidad y carácter. El guiso de mondongo, la polenta con carrillera al malbec, el osobuco de cerdo braseado durante ocho horas y el emblemático aligot son solo algunas de las joyitas que componen una carta que respira cocina casera con técnica y respeto por la materia prima. “Nada es más importante que el producto. Para nosotros, la cocina empieza ahí”.
La carta combina clásicos como tortilla de papa, empanadas, revuelto gramajo o milanesa napolitana con platos menos frecuentes: sorrentinos de coliflor, guarniciones como boniato plomo o coliflor gratinada, y postres que oscilan entre la nostalgia y el hallazgo: flan mixto, mousse de chocolate, creme brûlée, affogato con Baileys. Todo puede maridarse con vinos nacionales, vermut casero o cervezas clásicas.
En tanto, el local tiene alma de barrio, con mesas de hierro y madera, doble vereda y una ambientación que respeta la esencia bodegonera. La cocina se hace a la vista, las conservas se elaboran en el propio restaurante y cada día se ofrece un menú accesible. “Creemos que la belleza está en el sabor y no en acomodar las cosas con pinzas”, resume Cabito.
- Del Barco Centenera 1698, Parque Chacabuco. IG: @mondongoycoliflor
6. Laserio Cantina: un bodegón con impronta propia
Desde chico, Federico Norcini soñaba con tener su propio restaurante. Ese deseo finalmente tomó forma en septiembre de 2023, cuando abrió las puertas de Laserio, un proyecto familiar que combina la calidez de una cantina italiana con el pulso creativo de una cocina joven y entusiasta. “Sin duda somos un neobodegón“, razona Norcini, propietario y responsable gastronómico, “nos sentimos identificados con el tamaño de las porciones, el tipo de atención y con mantener muchos platos clásicos, pero sumando nuestra impronta”.
La carta se divide en dos grandes caminos: por un lado, los clásicos que todo buen bodegón debe tener, como buñuelos de verdura, empanadas, tortilla de papa; y por el otro, creaciones que exploran técnicas, sabores y presentaciones más contemporáneas. Vieiras a la parmesana con crema de whisky, gírgolas en tempura con puré de coliflor y salsa hoisin, o truchón con risotto de quinoa son algunos ejemplos de esa búsqueda por hacer algo propio sin perder raíz. La milanesa con fideos en crema de ajo es un hit, igual que la bondiola braseada con puré de boniato al toffee. Pero el gran protagonista de la carta es el volcán de chocolate blanco y pistachos: si viene a la mesa, es imposible que no haya foto.
La ambientación responde a un trabajo cuidado, nacido de años de observar referencias y sumado al trabajo del arquitecto, que supo traducir deseos en detalles concretos. La paleta de colores evoca a la bandera italiana sin ser literal, y todo invita a sentirse cómodos: ya sea en una cena de amigos o en un almuerzo informal, Laserio se planta como un espacio donde se puede comer bien, sin pretensiones, pero con personalidad.
- Av. Mosconi 3906, Devoto. IG: @laserio.cantina
7. Ostende: con acento argentino
Ubicado en una luminosa y arbolada esquina de Colegiales, Ostende nació con una misión clara: reconectar con la memoria emotiva de quienes crecieron cerca de una mesa larga, con platos de mar, pastas caseras y sobremesas interminables. “Más allá del concepto, lo importante es que se reivindica el bodegón, que es parte de nuestra cultura y tradición. Nosotros lo actualizamos con técnicas contemporáneas y productos mejor seleccionados”, explica Juan Manuel Boetti Bidegain, uno de los socios del proyecto, sobre la idea de ser un neobodegón.
Desde su apertura en junio de 2023, Ostende se propuso rendir homenaje a los bodegones playeros y a las cocinas familiares con las que muchos se criaron. El nombre, claro, remite a ese balneario mítico de la Costa Atlántica, pero también a una idea de refugio, de encuentro. En el salón principal, en la vereda o en su terraza a cielo abierto, la ambientación remite a los años 70, entre mesas de fórmica verde, sillas retro reversionadas, juegos de Scrabble, pelotas de playa y vitrinas con objetos vintage.
La carta ofrece una lectura actualizada de platos queridos. Rabas con alioli, provoleta con chutney de tomates y peras, milanesa napolitana para uno o para compartir, risotto de hongos de pino, arroz crocante con langostinos o pesca del día con puré de coliflor, espinaca y pangrattato. De postre, hay tiramisú, brownie tibio con helado, caramelo salado y pistachos o un almendrado con praliné y chocolate semiamargo que encierra toda una época.
La propuesta se completa con coctelería de autor (como el Vermú Ostende, con salmuera de mar y blend propio) y una carta de vinos con foco en cepas patrimoniales como la criolla, el semillón o la bonarda. El resultado es una experiencia cuidada, sabrosa y relajada, donde la nostalgia se celebra sin solemnidad y la cocina habla con acento argentino.
- Virrey Loreto 3303, Colegiales. IG: @ostende_ba
Hay palabras que nacen para ponerle nombre a lo que ya está pasando. Neobodegón es una de ellas. Pero no se trata de una moda ni de una etiqueta marketinera, sino de un gesto generacional. Es volver al origen, mirar con cariño las recetas heredadas y atreverse a reinventarlas con libertad. Lo que hoy llamamos así no es más que una forma contemporánea de hacer cocina porteña. Con raíz, con memoria, pero también con identidad propia.
“La buena cocina en el mundo está cada vez más ligada al entorno”, sostiene Cayetana Vidal, crítica gastronómica y coautora junto a Silvina Reusmann de Guía no definitiva del morfi porteño. “Creo que la pandemia tuvo bastante que ver: se empezó a mirar más hacia adentro, a valorar el producto nacional y a recuperar nuestras propias recetas”. Y agrega: “Muchos de estos espacios nacieron en ese contexto, de la mano de hijos, nietos o cocineros que se reencontraron con su historia familiar. Pero estas nuevas generaciones no son tan rígidas en seguir las recetas tradicionales, sino que se animan a reversionarlas”.
Los neobodegones son eso: cantinas con platos conocidos y sorpresas inesperadas. Clásicos como la tortilla, la milanesa o la provoleta conviven con embutidos caseros, fermentos, pescados curados, guisos de autor y postres que mezclan tradición con juego. Se cuida el producto, se piensa el servicio, se afina el ambiente. Hay vajilla linda, carta de vinos con sentido, coctelería propia y una mirada que rehúye del formalismo, pero no del detalle. A continuación, siete exponentes que lo reflejan a la perfección.
1. Condarco: clásicos con giro estacional
Condarco nació como un restaurante a puertas cerradas en la casa de Pablo Fridman, en plena Paternal -y sobre la calle Condarco precisamente-, y fue el boca a boca lo que lo empujó hacia una versión ampliada en Chacarita. Aunque ahora recibe a muchos más comensales y ya no conoce a todos por su nombre, el espíritu sigue siendo el mismo: “un lugar para compartir con amigos, donde se pueda comer y beber muy bien”.
La tortilla de papas, la milanesa de lomo y el paté o los buñuelos conviven con platos más osados como el curry amarillo de langostinos, las gírgolas a la plancha o las croquetas de espinazo con demi-glace y salsa tártara. Todo es elaborado con productos frescos, técnicas precisas y una lógica de tapeo que propone compartir. “Nos gusta acomodarnos a las mutaciones de la cocina: cambian los productos, las formas de comer, y nos parece interesante acompañar ese movimiento”, apunta Fridman.
A la carta de la noche se suma ahora un menú ejecutivo al mediodía (omnívoro o vegetariano, según el día), además de una pequeña selección de platos especiales para los sábados al mediodía. La ambientación, resuelta con referencias de cafés nórdicos, pisos de granito y mesas de mármol, genera un clima descontracturado y cálido. “Lo fuimos armando con cosas que nos gustaban y que encontrábamos; la iluminación, por ejemplo, me parecía clave para generar clima”, cuenta Fridman, que además se apoyó mucho en otro de los socios, Eduardo Álvarez, artista plástico.
Aunque Fridman admite que nunca terminó de entender del todo qué es un neobodegón, reconoce que muchos los ubican en esa categoría. “Personalmente, no comparto la necesidad de encasillar todo. Para mí la cocina es dinámica”, dice. Por lo pronto, en Condarco se hacen clásicos porteños y se reinventan con sensibilidad y oficio, en una esquina luminosa donde todo invita a quedarse un rato más.
- Av. Dorrego 901, Chacarita. IG: @condarco
2. Casa Parra: tradición y técnica
La historia de Casa Parra comienza con una amistad y sin libretos gastronómicos. “Tres amigos sin experiencia previa en gastronomía, pero con muchas ganas de tener un lugar que represente nuestra idea de salir a comer: pocas pretensiones, porciones que llenen, simple pero con una vuelta de rosca”. Así nació este restaurante en Colegiales que se define como el punto de encuentro entre un bistró moderno y un neobodegón.
Desde la carta hasta el ambiente, todo está pensado para que el comensal se sienta como en casa. Durante la refacción, conservaron pisos calcáreos, ventanas antiguas y puertas originales, y desarrollaron el corazón del espacio alrededor de una parra que atraviesa literalmente la cocina y le da nombre al espacio. Esa calidez buscada se traslada también a la propuesta culinaria: platos honestos, sabrosos, que evocan sabores familiares con conocimiento actual. “Queríamos que sea un lugar al que puedas venir con amigos o en pareja, y siempre sentirte cómodo”, explican sus creadores.
El menú, liderado en el equipo de cocina por Marco Suárez, es breve pero bien pensado, con recetas que rescatan influencias de la cocina casera, la tradición latinoamericana y algunos guiños europeos. En la carta de otoño se destacan platos poco frecuentes como el bobó de langostinos (un guiso cremoso de origen brasilero) o el risotto de carrillera, que condensan esa idea de sabor profundo y reconfortante. Pero como buen neobodegón, tampoco faltan clásicos como buñuelos, bife de chorizo a la milanesa napolitana con puré o flan con dulce de leche y crema. “No hay figuras en la cocina, como en nuestro equipo: todos cumplen un rol”, dicen. Y ese espíritu colectivo se refleja también en el servicio y en la experiencia general, con atención al detalle, platos que cuentan historias y una identidad que mezcla técnica, nostalgia y la invitación a quedarse largo.
- Virrey Loreto 3329, Colegiales. IG: @casaparra_
3. Puchero: nostalgia con identidad propia
En una esquina luminosa de Villa Luro, Puchero recupera el alma de los clásicos porteños entre guisos, cazuelas y sobremesas largas y los presenta con una mirada actual: diseño cuidado, técnica precisa y un menú amplio que combina tradición, producto y sabor. “No se trata de replicar la nostalgia, sino de interpretarla con identidad propia”, dice Carlos Apollonio, uno de sus socios. “Para nosotros, Puchero es el rincón donde el sabor y la memoria se sientan a la mesa”.
La carta es generosa y ecléctica, hay desde empanadas de carne braseada, pastelitos caseros y provoletas con panceta, hasta risottos (como el de pulpo español o el de remolacha), chipá relleno de mollejas crocantes con huevo poché, milanesas XL y postres como el cheesecake de pistacho, la Copa Puchero con baño de oro o el flan mixto de la casa. A eso se suma una barra vermutera donde reinan los clásicos: Negroni, Garibaldi, Cynar Julep.
La estética también cuenta. El espacio se despliega en madera con molduras, una puerta celeste restaurada, vajilla distinguida y plantas que trepan desde el primer piso. Todo está pensado para generar un entorno cálido y familiar, pero sofisticado a la vez. También hay una cava oculta para degustaciones especiales, una terraza al aire libre y un bar contiguo (The Book) para estirar la noche con buena coctelería. La propuesta es conectar desde lo simple, con platos entrañables que conectan con recuerdos y se resignifican en cada visita.
- Av. Rivadavia 10300, Villa Luro. IG: @puchero.ba
4. Abreboca: reivindicar la pulpería
Aunque comparte muchas características de los neobodegones, la verdad es que Abreboca fue pensado como una neopulpería, una reinterpretación contemporánea de esos espacios criollos donde la comida, el vino y la conversación eran parte de una misma escena. “Pensamos a las pulperías como el grado cero de la restauración en Argentina”, apunta Matías Sapienza, uno de los socios. Y agrega: “Un siglo y medio después, queremos recuperar esa esencia con nuevas técnicas, influencias y sabores”. La propuesta combina raíz e innovación, con platos que cuentan una historia y una identidad profundamente argentinas.
Desde la carta hasta el espacio, todo en Abreboca dialoga con el pasado sin caer en el cliché. Su cocina rinde homenaje a la tradición, pero se expresa en presente. Cuentan con charcutería artesanal en tripa natural, embutidos que descansan en su propia cava, platos que rotan cada 15 días según las pruebas del equipo y una selección de ingredientes que recorre el país entero. Hay pimientos del norte, olivos de la Patagonia, vinos de pequeños y medianos productores de distintas regiones. “Nos interesa que los vinos hablen del lugar y también de la historia vitivinícola argentina: de lo que fuimos, lo que somos y hacia dónde vamos”, explican.
En una casa centenaria de Chacarita, encontraron el escenario ideal para plasmar su búsqueda: un espacio con pisos originales, vitrales hechos a mano, una estantería que evoca los viejos almacenes de ramos generales y una instalación con plantas nativas que refuerza el vínculo con lo criollo. En el patio, bajo una parra que da sombra, uvas y hojas para dulces y platos de estación, conviven frases del Martín Fierro con un mural realizado por la histórica fábrica Cattaneo & Cía, la misma que diseñó parte de los murales del subte porteño. Todo suma a la atmósfera de un restaurante que no busca solo alimentar, sino también emocionar.
- Fraga 541, Chacarita. IG: @abreboca.ba
5. Mondongo & Coliflor: 100% auténtico
“No tenemos jamones colgando, pero sí vermut de autor, embutidos caseros y platos que rinden homenaje a lo que fuimos sin disfrazarlo”. Así define Cabito Massa Alcántara, chef y socio de Mondongo & Coliflor, a esta cantina que recupera el alma de los bodegones porteños con una vuelta de rosca contemporánea. En una esquina clásica de Parque Chacabuco, este local con más de cien años de historia fue reanimado por un equipo que busca imprimir sabor real, sin fuegos artificiales: cocina directa, sabrosa, sin edulcorantes ni etiquetas innecesarias.
“Lo nuestro es cocina de verdad”, repite Cabito. Y esa sinceridad atraviesa toda la propuesta. Desde la entraña elegida a mano hasta los chorizos y morcillas de receta propia, cada producto tiene trazabilidad y carácter. El guiso de mondongo, la polenta con carrillera al malbec, el osobuco de cerdo braseado durante ocho horas y el emblemático aligot son solo algunas de las joyitas que componen una carta que respira cocina casera con técnica y respeto por la materia prima. “Nada es más importante que el producto. Para nosotros, la cocina empieza ahí”.
La carta combina clásicos como tortilla de papa, empanadas, revuelto gramajo o milanesa napolitana con platos menos frecuentes: sorrentinos de coliflor, guarniciones como boniato plomo o coliflor gratinada, y postres que oscilan entre la nostalgia y el hallazgo: flan mixto, mousse de chocolate, creme brûlée, affogato con Baileys. Todo puede maridarse con vinos nacionales, vermut casero o cervezas clásicas.
En tanto, el local tiene alma de barrio, con mesas de hierro y madera, doble vereda y una ambientación que respeta la esencia bodegonera. La cocina se hace a la vista, las conservas se elaboran en el propio restaurante y cada día se ofrece un menú accesible. “Creemos que la belleza está en el sabor y no en acomodar las cosas con pinzas”, resume Cabito.
- Del Barco Centenera 1698, Parque Chacabuco. IG: @mondongoycoliflor
6. Laserio Cantina: un bodegón con impronta propia
Desde chico, Federico Norcini soñaba con tener su propio restaurante. Ese deseo finalmente tomó forma en septiembre de 2023, cuando abrió las puertas de Laserio, un proyecto familiar que combina la calidez de una cantina italiana con el pulso creativo de una cocina joven y entusiasta. “Sin duda somos un neobodegón“, razona Norcini, propietario y responsable gastronómico, “nos sentimos identificados con el tamaño de las porciones, el tipo de atención y con mantener muchos platos clásicos, pero sumando nuestra impronta”.
La carta se divide en dos grandes caminos: por un lado, los clásicos que todo buen bodegón debe tener, como buñuelos de verdura, empanadas, tortilla de papa; y por el otro, creaciones que exploran técnicas, sabores y presentaciones más contemporáneas. Vieiras a la parmesana con crema de whisky, gírgolas en tempura con puré de coliflor y salsa hoisin, o truchón con risotto de quinoa son algunos ejemplos de esa búsqueda por hacer algo propio sin perder raíz. La milanesa con fideos en crema de ajo es un hit, igual que la bondiola braseada con puré de boniato al toffee. Pero el gran protagonista de la carta es el volcán de chocolate blanco y pistachos: si viene a la mesa, es imposible que no haya foto.
La ambientación responde a un trabajo cuidado, nacido de años de observar referencias y sumado al trabajo del arquitecto, que supo traducir deseos en detalles concretos. La paleta de colores evoca a la bandera italiana sin ser literal, y todo invita a sentirse cómodos: ya sea en una cena de amigos o en un almuerzo informal, Laserio se planta como un espacio donde se puede comer bien, sin pretensiones, pero con personalidad.
- Av. Mosconi 3906, Devoto. IG: @laserio.cantina
7. Ostende: con acento argentino
Ubicado en una luminosa y arbolada esquina de Colegiales, Ostende nació con una misión clara: reconectar con la memoria emotiva de quienes crecieron cerca de una mesa larga, con platos de mar, pastas caseras y sobremesas interminables. “Más allá del concepto, lo importante es que se reivindica el bodegón, que es parte de nuestra cultura y tradición. Nosotros lo actualizamos con técnicas contemporáneas y productos mejor seleccionados”, explica Juan Manuel Boetti Bidegain, uno de los socios del proyecto, sobre la idea de ser un neobodegón.
Desde su apertura en junio de 2023, Ostende se propuso rendir homenaje a los bodegones playeros y a las cocinas familiares con las que muchos se criaron. El nombre, claro, remite a ese balneario mítico de la Costa Atlántica, pero también a una idea de refugio, de encuentro. En el salón principal, en la vereda o en su terraza a cielo abierto, la ambientación remite a los años 70, entre mesas de fórmica verde, sillas retro reversionadas, juegos de Scrabble, pelotas de playa y vitrinas con objetos vintage.
La carta ofrece una lectura actualizada de platos queridos. Rabas con alioli, provoleta con chutney de tomates y peras, milanesa napolitana para uno o para compartir, risotto de hongos de pino, arroz crocante con langostinos o pesca del día con puré de coliflor, espinaca y pangrattato. De postre, hay tiramisú, brownie tibio con helado, caramelo salado y pistachos o un almendrado con praliné y chocolate semiamargo que encierra toda una época.
La propuesta se completa con coctelería de autor (como el Vermú Ostende, con salmuera de mar y blend propio) y una carta de vinos con foco en cepas patrimoniales como la criolla, el semillón o la bonarda. El resultado es una experiencia cuidada, sabrosa y relajada, donde la nostalgia se celebra sin solemnidad y la cocina habla con acento argentino.
- Virrey Loreto 3303, Colegiales. IG: @ostende_ba
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