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El respeto, ese bien que tanto escasea

Cuando hay escasez de alimentos en una sociedad sobrevienen hambrunas devastadoras. Cuando falta agua la sed es letal. Cuando se esfuma el respeto desaparece la convivencia. “¿Por qué escasea el respeto, si no cuesta nada?”, se pregunta el sociólogo estadounidense Richard Sennett, cuya obra es un valioso estudio de las costumbres, las actividades humanas y la moral social. En uno de sus ensayos, titulado precisamente El respeto, Sennett, que en su juventud era un talentoso chelista y debió cambiar la música por la sociología a raíz de una lesión en la mano, reflexiona: “Con la falta de respeto no se insulta a otra persona, pero tampoco se le concede reconocimiento, simplemente no se la ve como un ser humano integral cuya presencia importa”.

La definición más sencilla que se podría hacer del respeto es describirlo como la capacidad de reconocer y no profanar la dignidad de otro ser humano, más allá de las diferencias que se puedan tener con él

Lo cierto es que atravesamos una época en la que el respeto es un valor escaso. Y sin ese lubricante esencial las relaciones humanas empobrecen, se convierten en confrontaciones, el desprecio y la indiferencia remplazan a la consideración y a la empatía.

Si se cultiva el respeto, se construyen lazos afectivos más fuertes

La definición más sencilla que se podría hacer del respeto es describirlo como la capacidad de reconocer y no profanar la dignidad de otro ser humano, más allá de las diferencias que se puedan tener con él. Immanuel Kant (1724-1804), el filósofo alemán cuyas ideas impregnan hasta hoy el pensamiento occidental, lo dijo así: “El deber de respetar a mi prójimo está incluido en el imperativo de no rebajar a ninguna otra persona al rango de puro medio al servicio de mis fines”. Eso, que se plantea para el modo en que actuamos ante otros, es lo que debemos reclamar para nosotros. Porque el respeto es un valor que exige reciprocidad y desaparece cuando cosificamos o despersonalizamos a un semejante. Kant sostenía que no estamos obligados a amar a otras personas (el amor universal es una abstracción carente de sujeto) ni a compartir ideas, sentimientos, gustos o experiencias, pero tenemos el deber moral de respetar a los demás.

Immanuel Kant

Cuando el respeto desaparece el otro deja de ser un sujeto ante nuestros ojos, se convierte en objeto y en su condición de tal podemos referirnos a él de la manera más despectiva, tratarlo como a una cosa, rebajarlo a cualquier condición, despreciarlo de palabra y de hecho. La actualidad abunda en ejemplos de esto. Están en el habla y las conductas de políticos y figuras públicas de diferentes ámbitos, en las redes sociales y en los foros de internet, en los comportamientos callejeros, en las interacciones cotidianas a niveles público y privado. Tanto la ausencia como la presencia de respeto se pueden detectar en el lenguaje, en los modales (que no son cosas de “ñoños”, sino formas de comunicación), en los ropajes, en los tipos de diálogo, en la actitud ante normas, leyes y códigos o en la consecuente anomia generalizada. Podría afirmarse que la salud moral de una sociedad se percibe en la presencia o la ausencia de respeto conque los miembros de esta articulan sus relaciones, gestionan sus diferencias y establecen, más allá de estas, propósitos comunes. Cuando la falta de respeto se naturaliza y es moneda común esa sociedad, en su modo más simple, como es una pareja o la vida familiar, o en el más complejo, como es el vínculo entre los ciudadanos y el de los gobernantes con la población, enfrenta un diagnóstico grave.

Kant sostenía que no estamos obligados a amar a otras personas (el amor universal es una abstracción carente de sujeto) ni a compartir ideas, sentimientos, gustos o experiencias, pero tenemos el deber moral de respetar a los demás.

Una característica esencial del respeto es que no se puede imponer desde arriba ni reclamar por una simple cuestión de sangre o jerarquía (“soy tu padre o madre, tu jefe, la autoridad o tu presidente”), sino que, como el amor, se confirma y se alimenta a partir de conductas y actitudes, no de proclamas y promesas. Lo sintetiza la antigua Regla de Oro, que Hilel (llamado El Sabio o El Viejo), rabino que vivió en Jerusalén entre el 70 a.C. y el 10 d.C., compendió de este modo: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Lo demás son puras palabras. Ahora ve y aplica esto”.

Cuando hay escasez de alimentos en una sociedad sobrevienen hambrunas devastadoras. Cuando falta agua la sed es letal. Cuando se esfuma el respeto desaparece la convivencia. “¿Por qué escasea el respeto, si no cuesta nada?”, se pregunta el sociólogo estadounidense Richard Sennett, cuya obra es un valioso estudio de las costumbres, las actividades humanas y la moral social. En uno de sus ensayos, titulado precisamente El respeto, Sennett, que en su juventud era un talentoso chelista y debió cambiar la música por la sociología a raíz de una lesión en la mano, reflexiona: “Con la falta de respeto no se insulta a otra persona, pero tampoco se le concede reconocimiento, simplemente no se la ve como un ser humano integral cuya presencia importa”.

La definición más sencilla que se podría hacer del respeto es describirlo como la capacidad de reconocer y no profanar la dignidad de otro ser humano, más allá de las diferencias que se puedan tener con él

Lo cierto es que atravesamos una época en la que el respeto es un valor escaso. Y sin ese lubricante esencial las relaciones humanas empobrecen, se convierten en confrontaciones, el desprecio y la indiferencia remplazan a la consideración y a la empatía.

Si se cultiva el respeto, se construyen lazos afectivos más fuertes

La definición más sencilla que se podría hacer del respeto es describirlo como la capacidad de reconocer y no profanar la dignidad de otro ser humano, más allá de las diferencias que se puedan tener con él. Immanuel Kant (1724-1804), el filósofo alemán cuyas ideas impregnan hasta hoy el pensamiento occidental, lo dijo así: “El deber de respetar a mi prójimo está incluido en el imperativo de no rebajar a ninguna otra persona al rango de puro medio al servicio de mis fines”. Eso, que se plantea para el modo en que actuamos ante otros, es lo que debemos reclamar para nosotros. Porque el respeto es un valor que exige reciprocidad y desaparece cuando cosificamos o despersonalizamos a un semejante. Kant sostenía que no estamos obligados a amar a otras personas (el amor universal es una abstracción carente de sujeto) ni a compartir ideas, sentimientos, gustos o experiencias, pero tenemos el deber moral de respetar a los demás.

Immanuel Kant

Cuando el respeto desaparece el otro deja de ser un sujeto ante nuestros ojos, se convierte en objeto y en su condición de tal podemos referirnos a él de la manera más despectiva, tratarlo como a una cosa, rebajarlo a cualquier condición, despreciarlo de palabra y de hecho. La actualidad abunda en ejemplos de esto. Están en el habla y las conductas de políticos y figuras públicas de diferentes ámbitos, en las redes sociales y en los foros de internet, en los comportamientos callejeros, en las interacciones cotidianas a niveles público y privado. Tanto la ausencia como la presencia de respeto se pueden detectar en el lenguaje, en los modales (que no son cosas de “ñoños”, sino formas de comunicación), en los ropajes, en los tipos de diálogo, en la actitud ante normas, leyes y códigos o en la consecuente anomia generalizada. Podría afirmarse que la salud moral de una sociedad se percibe en la presencia o la ausencia de respeto conque los miembros de esta articulan sus relaciones, gestionan sus diferencias y establecen, más allá de estas, propósitos comunes. Cuando la falta de respeto se naturaliza y es moneda común esa sociedad, en su modo más simple, como es una pareja o la vida familiar, o en el más complejo, como es el vínculo entre los ciudadanos y el de los gobernantes con la población, enfrenta un diagnóstico grave.

Kant sostenía que no estamos obligados a amar a otras personas (el amor universal es una abstracción carente de sujeto) ni a compartir ideas, sentimientos, gustos o experiencias, pero tenemos el deber moral de respetar a los demás.

Una característica esencial del respeto es que no se puede imponer desde arriba ni reclamar por una simple cuestión de sangre o jerarquía (“soy tu padre o madre, tu jefe, la autoridad o tu presidente”), sino que, como el amor, se confirma y se alimenta a partir de conductas y actitudes, no de proclamas y promesas. Lo sintetiza la antigua Regla de Oro, que Hilel (llamado El Sabio o El Viejo), rabino que vivió en Jerusalén entre el 70 a.C. y el 10 d.C., compendió de este modo: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Lo demás son puras palabras. Ahora ve y aplica esto”.

 La salud de una sociedad podría medirse en los niveles de reconocimiento (que incluyen buenos modales) de unos para con los otros  LA NACION

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