“Era su lugar en el mundo”. La condesa austríaca que construyó su hogar en una isla única, en el corazón de la provincia de Buenos Aires

En la provincia de Buenos Aires, muy cerca de Guaminí, hay una isla donde alguna vez una mujer austríaca soñó su exilio. Ena Wenckheim no era una figura pública, pero su linaje pesaba. Condesa, nacida en Austria en 1924, Ena llegó a la Argentina en circunstancias trágicas: su hermano, al que ella le había regalado un magnífico campo en el país, había muerto en un accidente y alguien tenía que hacerse cargo de las tierras. Vino y se quedó.
En los años que siguieron, compró un campo en La Pampa al que bautizó “La Gitana”, manejó estancias, crio ganado, y finalmente adquirió una isla fértil y despoblada. Allí proyectó su hogar definitivo: una casa en forma de Y, hecha con materiales que deberían ser transportados en barcazas, madera de barcos de lujo, pisos blancos elegidos uno por uno. Todo de primera. Quería una estufa igual a la de su campo, en el centro del salón. Quería vivir ahí, y que todo saliera como lo había imaginado.
La arquitecta elegida fue Silvia Zubeldía, una profesional de Trenque Lauquen que conoció a Ena a través de una mujer del pueblo. La relación que comenzó con unos planos modestos terminó siendo una sociedad inusual, casi íntima, entre una europea meticulosa y una argentina acostumbrada a resolver sobre la marcha. “Para mí fue un antes y un después”, dice Silvia hoy. Hoy, esa casa sigue en pie. La isla cambió de manos y Ena murió en Buenos Aires. Actualmente, en la propiedad, funciona La Sistina, una estancia turística.
En esta entrevista con LA NACION, Silvia Zubeldía reconstruye quién fue esa mujer que quiso sembrar su última raíz en una isla del sur bonaerense, a 495 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Y por qué, tantos años después, esa obra sigue en pie como un testimonio de la aristocracia europea en tierras pampeanas.
—Silvia, ¿cómo fue que la contactó la condesa Ena Wenckheim para encargarle el proyecto de la Sistina?
—Una señora mayor de Trenque Lauquen, dueña de un negocio donde se vendían objetos de todo tipo, le recomendó mi nombre a Ena. Ella iba seguido a esa casa. Un día le comentó que quería construir una casa y no sabía a quién llamar. Así fue como me llamaron. Yo estaba en Buenos Aires, me invitaron a cenar a un campo que ella tenía, y fui con mi marido. Esa noche, Ena me dio un papelito chiquito, de siete por siete, y me dijo: “Esto es lo que quiero”.
—¿Y qué era lo que quería?
—Una casa en forma de Y. Eso me quedó grabado. También me pidió una estufa igual a la que tenía en La Gitana, su campo en La Pampa. Me llevó hasta allá para que la viera. Era una chimenea enorme, en el centro del salón. Me parecía una locura, pero no dije nada. En principio yo solo iba a hacer los planos, nada más. Pero después, con el tiempo, terminamos haciendo todo juntas. Nunca hablamos de si le iba a cobrar más. Éramos compinches.
—¿Cómo fue el inicio de la construcción?
—Arrancamos enseguida. Hicimos una pileta grande. Hubo que cavar mucho. Los materiales se cruzaban en una barcaza. Ladrillos, madera, todo venía en camión hasta la orilla, y de ahí se pasaba a la isla.
—¿Por qué eligió construir en esa isla?
—Fue medio de casualidad. Un señor de una feria rural en Trenque Lauquen le dijo: “Tengo algo para usted”, una cosa así, y le ofreció la isla. La llevó a verla en avión y le encantó. Más tarde, Ena se fue a Europa a encontrarse con una amiga llamada Pochi, y entre las dos armaron el proyecto. Al principio hicieron viviendas para los peones, y después la casa grande (nota del autor: la propiedad que compró Ena en 1981 es conocida oficialmente como la Isla Grande de la Laguna del Monte, en el partido de Guaminí, provincia de Buenos Aires. La isla tiene aproximadamente 748 hectáreas. Ahí había una casa de madera, que se removió, y un galpón muy grande que quedó excepto una parte que se tiró.
—¿Se mantuvo ese diseño en Y?
—Sí, claro. Yo respeté eso al pie de la letra. La casa está pensada en función de esa forma.
—¿Con quién iba a vivir Ena en la casa?
—Sola, pero la casa era grande porque recibía visitas. Había una habitación para ella, otra para su pareja, y varias para invitados o trabajadores. Un ala era para el personal y la otra para las visitas. Era como una estancia.
—¿Ella vivía ahí todo el tiempo?
—Iba y venía. A veces se iba a Europa. Pero cuando estaba acá, pasaba mucho tiempo en la isla. Trabajaba en el campo, recorría los lotes en tractor, controlaba la cría de ganado. Era una mujer de acción. Ella criaba otros animales en otro campo, y cuando estaban grandes los llevaba a la isla, y después de un tiempo, a donde se hacía la faena.
—¿Recuerda algún problema durante la obra?
—En la construcción, ninguno. Por suerte. Solo una vez pasó que un muchacho que trabajaba ahí se tiró al agua sin avisar y lo encontraron al día siguiente. Pero no tenía que ver con la obra. Todo salió bien.
—¿Ena tenía familia en Argentina?
—Tenía algunos sobrinos que venían de visita, pero no era de tener mucha gente alrededor. Iba y venía de Europa, siempre.
—¿Por qué decidió vender la isla?
—El tema fue que una vez volvió de Europa y se enteró de que habían cortado el alambrado para hacer un desagüe. No me acuerdo hasta dónde llegaba, creo que hacia Chivilcoy. Se enojó mucho. Me vino a buscar a casa, fuimos con un muchacho que trabajaba con ella. Me pidió que la acompañara. Dormimos allá: ella en su habitación de abajo, yo arriba con mi hijo más chico. Estaba muy molesta, no quería seguir en ese lugar.
—¿Le costó venderla?
—No lo sé. Un día me dijeron: “¿Sabías que se vendió la isla?”. Me sorprendió. Sabía que estaba en venta, pero no pensé que se fuera a concretar. Nunca supe a quién se la vendió.
Según pudo averiguar este diario, la condesa Wenckheim se la vendió a un holandés llamado Minjder Pon, en 1993. “Él llega a la Argentina en los años noventa y, como tantos, se enamora del país. Empieza a comprar propiedades, invierte, y crea un holding bastante conocido, sobre todo por sus vinos: Salentein”, explica Juan Vitali, gerente operativo de La Sistina. “Esa empresa tenía varias unidades de negocio, una de ellas es lo que hoy conocemos como la bodega Salentein. Pon muere en 2014, pero mucho antes, hacia 2008 o 2009, ya había vendido la estancia. Se la había comprado una familia alemana, encabezada por Ulrich Sauer, un amigo personal de Pon. Esa familia fue la dueña del lugar hasta 2023.El año pasado, 2024, después de un proceso largo de negociaciones, los alemanes vendieron la propiedad nuevamente. Esta vez, a otro holandés, Wesley Van Tihorst. Es Van Tihorst quien hoy encabeza un profundo proceso de transformación del lugar. Va a seguir siendo una operación turística, pero la verdad es que todo lo que se está haciendo y lo que se va a hacer lo va a convertir en un sitio completamente distinto. Con una propuesta muy interesante. Hoy, está en ese proceso, está temporalmente cerrada al público, pero en cuanto esté lista, abrirá”, agrega.
—¿La casa se mantiene igual a como la construyeron?
—Hasta donde sé, sí. Yo hace 28 o 30 años que no voy. Después de que la terminamos, fui varias veces. Pero después no más. Me gustaría ir. Revisar cómo está todo. La calefacción, por ejemplo, era clave. Ahí en invierno te morís de frío.
—¿Qué recuerdos tiene de la última vez que vio a Ena?
—Fue en la clínica del IADT, en Capital. Yo la fui a ver. Le dieron el alta, se vistió, me dijo: “Nos vemos pronto, Silvia”. Yo le propuse pasar a buscarla en una fecha a coordinar y compartir un día juntas en la isla. Me dijo que sí. A los pocos días me llamó una prima para decirme que había fallecido (Nota de la redacción: murió el 13 de enero de 2005).
—¿Cómo era ella como persona?
—Muy educada. Tenía un carácter excelente. No era una plebeya, se notaba. Siempre elegante, siempre medida. Era muy orgullosa de su historia, pero también muy sobria. No hacía alarde.
—¿Qué significó para usted haber trabajado con ella?
—Fue un antes y un después. Ella confiaba en mí. No era de las que te dicen “esto está mal” sin saber. Ella miraba, me preguntaba qué opinaba, y si algo no le gustaba, me lo decía con respeto. A partir de un momento empezamos a hacer todo juntas. Incluso fuimos a Buenos Aires a comprar los materiales, que eran todos de primera. Compartimos mucho. Fue una relación de trabajo, pero también de confianza.
—¿Se acuerda de alguna anécdota especial que Ena le haya contado sobre su vida personal?
—Sí, muchas. Una vez le pregunté si tenía marido. Me dijo que sí, y me contó que lo había conocido viajando en barco, cuando regresó a Europa con su madre. Se habían casado en el Vaticano. En un artículo de LA NACION fechado el 4 de noviembre de 2001, Ena Wenckheim contó: “A los 20 años me casé con un americano buen mozo y muy rico, y en 1956, cuando enviudé, compré campos en este país. Los compré y se los regalé a mi hermano, para que tuviera algo que hacer”.
—¿Ella hablaba de su infancia en Austria?
—Sí. Por ejemplo, me contaba que en invierno, con el frío que hacía, iban a la escuela en esquíes. Me lo decía como algo normal. Y también me hablaba de su abuelo: según ella, fue “como el San Martín de Austria”. Tenían campos enormes, muchas hectáreas. Se notaba que venía de una familia con historia. Aunque ella nunca tuvo hijos, estaba muy consciente de su linaje.
—¿Tenía más hermanos?
—No, solo uno, el que murió en un accidente cerca de Chivilcoy: se llevó puesto un tractor. Ena vino a hacerse cargo de las tierras después de eso.
—¿Es cierto que Gardel estuvo alguna vez en la isla o en la zona?
—No en la isla, pero sí en el pueblo. Hay un libro, La isla, ayer y hoy, donde dice que en 1922 Gardel cantó en la Sociedad Italiana. Lo invitaron porque había una señora del lugar que era cantante de tango y tenía 100 años. Y también se menciona un tal Vattuone (Marcos Vattuone), que era el padre de Nelly Omar, la famosa cantante.
En la provincia de Buenos Aires, muy cerca de Guaminí, hay una isla donde alguna vez una mujer austríaca soñó su exilio. Ena Wenckheim no era una figura pública, pero su linaje pesaba. Condesa, nacida en Austria en 1924, Ena llegó a la Argentina en circunstancias trágicas: su hermano, al que ella le había regalado un magnífico campo en el país, había muerto en un accidente y alguien tenía que hacerse cargo de las tierras. Vino y se quedó.
En los años que siguieron, compró un campo en La Pampa al que bautizó “La Gitana”, manejó estancias, crio ganado, y finalmente adquirió una isla fértil y despoblada. Allí proyectó su hogar definitivo: una casa en forma de Y, hecha con materiales que deberían ser transportados en barcazas, madera de barcos de lujo, pisos blancos elegidos uno por uno. Todo de primera. Quería una estufa igual a la de su campo, en el centro del salón. Quería vivir ahí, y que todo saliera como lo había imaginado.
La arquitecta elegida fue Silvia Zubeldía, una profesional de Trenque Lauquen que conoció a Ena a través de una mujer del pueblo. La relación que comenzó con unos planos modestos terminó siendo una sociedad inusual, casi íntima, entre una europea meticulosa y una argentina acostumbrada a resolver sobre la marcha. “Para mí fue un antes y un después”, dice Silvia hoy. Hoy, esa casa sigue en pie. La isla cambió de manos y Ena murió en Buenos Aires. Actualmente, en la propiedad, funciona La Sistina, una estancia turística.
En esta entrevista con LA NACION, Silvia Zubeldía reconstruye quién fue esa mujer que quiso sembrar su última raíz en una isla del sur bonaerense, a 495 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Y por qué, tantos años después, esa obra sigue en pie como un testimonio de la aristocracia europea en tierras pampeanas.
—Silvia, ¿cómo fue que la contactó la condesa Ena Wenckheim para encargarle el proyecto de la Sistina?
—Una señora mayor de Trenque Lauquen, dueña de un negocio donde se vendían objetos de todo tipo, le recomendó mi nombre a Ena. Ella iba seguido a esa casa. Un día le comentó que quería construir una casa y no sabía a quién llamar. Así fue como me llamaron. Yo estaba en Buenos Aires, me invitaron a cenar a un campo que ella tenía, y fui con mi marido. Esa noche, Ena me dio un papelito chiquito, de siete por siete, y me dijo: “Esto es lo que quiero”.
—¿Y qué era lo que quería?
—Una casa en forma de Y. Eso me quedó grabado. También me pidió una estufa igual a la que tenía en La Gitana, su campo en La Pampa. Me llevó hasta allá para que la viera. Era una chimenea enorme, en el centro del salón. Me parecía una locura, pero no dije nada. En principio yo solo iba a hacer los planos, nada más. Pero después, con el tiempo, terminamos haciendo todo juntas. Nunca hablamos de si le iba a cobrar más. Éramos compinches.
—¿Cómo fue el inicio de la construcción?
—Arrancamos enseguida. Hicimos una pileta grande. Hubo que cavar mucho. Los materiales se cruzaban en una barcaza. Ladrillos, madera, todo venía en camión hasta la orilla, y de ahí se pasaba a la isla.
—¿Por qué eligió construir en esa isla?
—Fue medio de casualidad. Un señor de una feria rural en Trenque Lauquen le dijo: “Tengo algo para usted”, una cosa así, y le ofreció la isla. La llevó a verla en avión y le encantó. Más tarde, Ena se fue a Europa a encontrarse con una amiga llamada Pochi, y entre las dos armaron el proyecto. Al principio hicieron viviendas para los peones, y después la casa grande (nota del autor: la propiedad que compró Ena en 1981 es conocida oficialmente como la Isla Grande de la Laguna del Monte, en el partido de Guaminí, provincia de Buenos Aires. La isla tiene aproximadamente 748 hectáreas. Ahí había una casa de madera, que se removió, y un galpón muy grande que quedó excepto una parte que se tiró.
—¿Se mantuvo ese diseño en Y?
—Sí, claro. Yo respeté eso al pie de la letra. La casa está pensada en función de esa forma.
—¿Con quién iba a vivir Ena en la casa?
—Sola, pero la casa era grande porque recibía visitas. Había una habitación para ella, otra para su pareja, y varias para invitados o trabajadores. Un ala era para el personal y la otra para las visitas. Era como una estancia.
—¿Ella vivía ahí todo el tiempo?
—Iba y venía. A veces se iba a Europa. Pero cuando estaba acá, pasaba mucho tiempo en la isla. Trabajaba en el campo, recorría los lotes en tractor, controlaba la cría de ganado. Era una mujer de acción. Ella criaba otros animales en otro campo, y cuando estaban grandes los llevaba a la isla, y después de un tiempo, a donde se hacía la faena.
—¿Recuerda algún problema durante la obra?
—En la construcción, ninguno. Por suerte. Solo una vez pasó que un muchacho que trabajaba ahí se tiró al agua sin avisar y lo encontraron al día siguiente. Pero no tenía que ver con la obra. Todo salió bien.
—¿Ena tenía familia en Argentina?
—Tenía algunos sobrinos que venían de visita, pero no era de tener mucha gente alrededor. Iba y venía de Europa, siempre.
—¿Por qué decidió vender la isla?
—El tema fue que una vez volvió de Europa y se enteró de que habían cortado el alambrado para hacer un desagüe. No me acuerdo hasta dónde llegaba, creo que hacia Chivilcoy. Se enojó mucho. Me vino a buscar a casa, fuimos con un muchacho que trabajaba con ella. Me pidió que la acompañara. Dormimos allá: ella en su habitación de abajo, yo arriba con mi hijo más chico. Estaba muy molesta, no quería seguir en ese lugar.
—¿Le costó venderla?
—No lo sé. Un día me dijeron: “¿Sabías que se vendió la isla?”. Me sorprendió. Sabía que estaba en venta, pero no pensé que se fuera a concretar. Nunca supe a quién se la vendió.
Según pudo averiguar este diario, la condesa Wenckheim se la vendió a un holandés llamado Minjder Pon, en 1993. “Él llega a la Argentina en los años noventa y, como tantos, se enamora del país. Empieza a comprar propiedades, invierte, y crea un holding bastante conocido, sobre todo por sus vinos: Salentein”, explica Juan Vitali, gerente operativo de La Sistina. “Esa empresa tenía varias unidades de negocio, una de ellas es lo que hoy conocemos como la bodega Salentein. Pon muere en 2014, pero mucho antes, hacia 2008 o 2009, ya había vendido la estancia. Se la había comprado una familia alemana, encabezada por Ulrich Sauer, un amigo personal de Pon. Esa familia fue la dueña del lugar hasta 2023.El año pasado, 2024, después de un proceso largo de negociaciones, los alemanes vendieron la propiedad nuevamente. Esta vez, a otro holandés, Wesley Van Tihorst. Es Van Tihorst quien hoy encabeza un profundo proceso de transformación del lugar. Va a seguir siendo una operación turística, pero la verdad es que todo lo que se está haciendo y lo que se va a hacer lo va a convertir en un sitio completamente distinto. Con una propuesta muy interesante. Hoy, está en ese proceso, está temporalmente cerrada al público, pero en cuanto esté lista, abrirá”, agrega.
—¿La casa se mantiene igual a como la construyeron?
—Hasta donde sé, sí. Yo hace 28 o 30 años que no voy. Después de que la terminamos, fui varias veces. Pero después no más. Me gustaría ir. Revisar cómo está todo. La calefacción, por ejemplo, era clave. Ahí en invierno te morís de frío.
—¿Qué recuerdos tiene de la última vez que vio a Ena?
—Fue en la clínica del IADT, en Capital. Yo la fui a ver. Le dieron el alta, se vistió, me dijo: “Nos vemos pronto, Silvia”. Yo le propuse pasar a buscarla en una fecha a coordinar y compartir un día juntas en la isla. Me dijo que sí. A los pocos días me llamó una prima para decirme que había fallecido (Nota de la redacción: murió el 13 de enero de 2005).
—¿Cómo era ella como persona?
—Muy educada. Tenía un carácter excelente. No era una plebeya, se notaba. Siempre elegante, siempre medida. Era muy orgullosa de su historia, pero también muy sobria. No hacía alarde.
—¿Qué significó para usted haber trabajado con ella?
—Fue un antes y un después. Ella confiaba en mí. No era de las que te dicen “esto está mal” sin saber. Ella miraba, me preguntaba qué opinaba, y si algo no le gustaba, me lo decía con respeto. A partir de un momento empezamos a hacer todo juntas. Incluso fuimos a Buenos Aires a comprar los materiales, que eran todos de primera. Compartimos mucho. Fue una relación de trabajo, pero también de confianza.
—¿Se acuerda de alguna anécdota especial que Ena le haya contado sobre su vida personal?
—Sí, muchas. Una vez le pregunté si tenía marido. Me dijo que sí, y me contó que lo había conocido viajando en barco, cuando regresó a Europa con su madre. Se habían casado en el Vaticano. En un artículo de LA NACION fechado el 4 de noviembre de 2001, Ena Wenckheim contó: “A los 20 años me casé con un americano buen mozo y muy rico, y en 1956, cuando enviudé, compré campos en este país. Los compré y se los regalé a mi hermano, para que tuviera algo que hacer”.
—¿Ella hablaba de su infancia en Austria?
—Sí. Por ejemplo, me contaba que en invierno, con el frío que hacía, iban a la escuela en esquíes. Me lo decía como algo normal. Y también me hablaba de su abuelo: según ella, fue “como el San Martín de Austria”. Tenían campos enormes, muchas hectáreas. Se notaba que venía de una familia con historia. Aunque ella nunca tuvo hijos, estaba muy consciente de su linaje.
—¿Tenía más hermanos?
—No, solo uno, el que murió en un accidente cerca de Chivilcoy: se llevó puesto un tractor. Ena vino a hacerse cargo de las tierras después de eso.
—¿Es cierto que Gardel estuvo alguna vez en la isla o en la zona?
—No en la isla, pero sí en el pueblo. Hay un libro, La isla, ayer y hoy, donde dice que en 1922 Gardel cantó en la Sociedad Italiana. Lo invitaron porque había una señora del lugar que era cantante de tango y tenía 100 años. Y también se menciona un tal Vattuone (Marcos Vattuone), que era el padre de Nelly Omar, la famosa cantante.
Ena Wenckheim llegó al país tras una tragedia familiar y proyectó su refugio definitivo en una laguna cercana a Guaminí LA NACION