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El secreto de Gambrinus: el mítico bodegón lleva 135 años sin cerrar sus puertas

Gambrinus siempre fue un lugar convocante.

Un clásico no se impone, se gana su lugar. Sin anuncios rimbombantes ni campañas de marketing. Se construye con el paso del tiempo, como un surco invisible que deja el hábito en el alma de una ciudad. Se hace clásico el lugar al que volvés. El que conociste de chico, donde te llevaban tus viejos y a donde ahora llevás a tus hijos. El que conserva su olor, sus mozos, sus tiempos. Donde no hace falta mirar la carta porque ya saben lo que vas a pedir. Donde no te sentás solo: te sentás con todas tus versiones pasadas.

La icónica esquina de Gambrinus.

Gambrinus es eso para Bahía Blanca.

Abrió sus puertas el 2 de mayo de 1890 y nunca más las cerró. Fue mutando, claro. Cambió de manos, de menú, de clientela. Pero mantuvo su esencia. Hoy, casi siglo y medio después, con algunos cambios de sede, sigue de pie en Arribeños 174 –desde la década del 30— como un faro discreto en medio del vértigo. Adentro, discurre despacio.

Par con papas, clásico de Gambrinus.

Javier Ortega lo sabe. No solo lo sabe: lo siente en la piel. Es la tercera generación de su familia al frente del bar. Su abuelo gallego, Silvano Ortega, llegó al lugar cuando todavía quedaban rezagos alemanes en la firma. Tenía oficio de panadero y vendía churros en las plazas de toros de España. En los años 50, fue uno de esos hombres que no hablaban mucho pero sabían exactamente qué hacer. Se metió en el negocio y no salió más. Literal: murió sin dejar ni un día a Gambrinus, hasta los 90 años, después de haber pasado cada mañana de su vida ahí adentro.

Era muy bolichero —dice Javier, con una mezcla de ternura y respeto.

Los Ortega están al frente del boliche desde la década del 50.

Hay algo conmovedor en la forma en que Javier recuerda. No hace alarde. No necesita embellecer. Las historias surgen solas, como quien apenas raspa la corteza de un árbol y se encuentra con savia.

Recuerda, por ejemplo, el día en que un abuelo se apareció en el bar cerca de las 11 de la mañana. Javier estaba lidiando con proveedores y lo vio llegar, pero se olvidó. Dos horas después se acordó y lo fue a buscar. El hombre seguía ahí, sentado en una mesa al fondo, como si nada.

—¿Está bien? —le preguntó.

El abuelo le pidió que se sentara y empezó a hablar. Habían pasado cuarenta años desde la última vez que estuvo en Bahía Blanca. Cuando era chico, su papá lo llevaba a Gambrinus. Se sentaban siempre en la misma mesa. Pedían un “par con papas” —una porción de papas hervidas y condimentadas, y acompañadas por un par de salchichas tipo alemán—. Él tomaba naranja, el padre cerveza. Y en algún momento del almuerzo, su papá lo miraba cómplice y le decía: “Negrito, no le vamos a decir nada a mamá”. Entonces le echaba un chorrito de cerveza en la naranja.

—Estaba todo igual —le dijo el abuelo, entre lágrimas—. Las mesas, las sillas, el olor.

Javier no lo dudó: ordenó salchichas, una naranja y una cerveza. Y en medio del almuerzo, como si todo el tiempo se hubiese plegado en ese gesto, el abuelo volvió a repetir la frase.

Negrito, no le vamos a decir nada a mamá”.

Hay algo en Gambrinus que resiste. No solo al tiempo, sino al olvido. Y no es casual. Es voluntad. Es trabajo. Es convicción.

Javier empezó a trabajar acá a los 15 años. Había dejado el secundario y su viejo no le dio muchas opciones: le dijo que a partir del lunes empezaba en el bar. Él pensó que lo pondrían en la caja. “Las pelotas”, le respondió su padre, y lo mandó a acomodar el sótano. Tardó un año en poner orden. Después vinieron los flanes, los budines, las vinagretas, los fiambres. En 1981 lo dejaron manejar la caja. Y cinco años después, quedó al mando.

Conocía el negocio de punta a punta.

—Siempre fui precavido —dice—. Cuando vino el corralito, no podía dejar de pagar sueldos. Dejé de pagar impuestos. Me llevó cuatro años ponerme al día, pero Gambrinus siguió en pie. Siempre primero el bar.

En sus mesas se sentaron todos. Cacho Castaña, por ejemplo, después de una función en el teatro, caía cerca de la medianoche y pedía whisky. A la una y media ya estaba cantando a capella, sentado en las rodillas de alguna señora, mientras la gente aplaudía y se negaba a irse.

—Era un show —dice Javier—. No se iba nadie hasta las cuatro de la mañana.

También pasó Soda Stéreo, con una horda de fans que casi dan vuelta el boliche. Mirtha Legrand. Y cientos de personas anónimas que, a fuerza de costumbre, se volvieron parte del decorado emocional del lugar.

Javier Ortega (izq.), durante la fiesta por el aniversario de Quilmes.

Hay mozos con más de cincuenta años de servicio. Javier guarda un especial recuerdo de uno de ellos, Miliqueo: cuando era chico, solía pegarse a su lado. Parco, apenas decía “buen día” y “buenas noches”, pero se sabía de memoria cada plato y cada cliente. Esos que ya no hacen falta que pregunten qué quieren, porque el mozo ya lo trae.

Hay también una fidelidad inflexible en este bodegón. Hace 120 años que vende la misma cerveza: Quilmes. Nunca otra. Cuando la marca cumplió su 130 aniversario, la cúpula entera de la empresa viajó para celebrarlo ahí. Otto Bemberg —fundador de la cervecería— era un habitué.

Y es que Gambrinus no se movió ni un centímetro de su esencia. Javier lo repite, revelando algo de la fórmula de la supervivencia:

Nunca quise cambiarle la impronta, sobrevivimos a todos los vaivenes de este país. Si funcionó así, tiene que seguir así.

A veces, se piensa que un bar es solo un bar. Un plato caliente, una cuenta, una propina. Pero hay lugares que, sin quererlo, terminan siendo custodios de algo más importante. Guardan historias que no figuran en los libros. Historias mínimas. Profundas. Humanas. Y las conservan como un archivo vivo, hecho de charlas, rituales, risas, y algunas lágrimas. No quedan tantos sitios así.

Gambrinus es uno de esos lugares.

Y por eso, quizás, se volvió un clásico. Porque no quiso serlo.

Porque simplemente fue.

Gambrinus, parte esencial de la identidad bahiense.

Gambrinus siempre fue un lugar convocante.

Un clásico no se impone, se gana su lugar. Sin anuncios rimbombantes ni campañas de marketing. Se construye con el paso del tiempo, como un surco invisible que deja el hábito en el alma de una ciudad. Se hace clásico el lugar al que volvés. El que conociste de chico, donde te llevaban tus viejos y a donde ahora llevás a tus hijos. El que conserva su olor, sus mozos, sus tiempos. Donde no hace falta mirar la carta porque ya saben lo que vas a pedir. Donde no te sentás solo: te sentás con todas tus versiones pasadas.

La icónica esquina de Gambrinus.

Gambrinus es eso para Bahía Blanca.

Abrió sus puertas el 2 de mayo de 1890 y nunca más las cerró. Fue mutando, claro. Cambió de manos, de menú, de clientela. Pero mantuvo su esencia. Hoy, casi siglo y medio después, con algunos cambios de sede, sigue de pie en Arribeños 174 –desde la década del 30— como un faro discreto en medio del vértigo. Adentro, discurre despacio.

Par con papas, clásico de Gambrinus.

Javier Ortega lo sabe. No solo lo sabe: lo siente en la piel. Es la tercera generación de su familia al frente del bar. Su abuelo gallego, Silvano Ortega, llegó al lugar cuando todavía quedaban rezagos alemanes en la firma. Tenía oficio de panadero y vendía churros en las plazas de toros de España. En los años 50, fue uno de esos hombres que no hablaban mucho pero sabían exactamente qué hacer. Se metió en el negocio y no salió más. Literal: murió sin dejar ni un día a Gambrinus, hasta los 90 años, después de haber pasado cada mañana de su vida ahí adentro.

Era muy bolichero —dice Javier, con una mezcla de ternura y respeto.

Los Ortega están al frente del boliche desde la década del 50.

Hay algo conmovedor en la forma en que Javier recuerda. No hace alarde. No necesita embellecer. Las historias surgen solas, como quien apenas raspa la corteza de un árbol y se encuentra con savia.

Recuerda, por ejemplo, el día en que un abuelo se apareció en el bar cerca de las 11 de la mañana. Javier estaba lidiando con proveedores y lo vio llegar, pero se olvidó. Dos horas después se acordó y lo fue a buscar. El hombre seguía ahí, sentado en una mesa al fondo, como si nada.

—¿Está bien? —le preguntó.

El abuelo le pidió que se sentara y empezó a hablar. Habían pasado cuarenta años desde la última vez que estuvo en Bahía Blanca. Cuando era chico, su papá lo llevaba a Gambrinus. Se sentaban siempre en la misma mesa. Pedían un “par con papas” —una porción de papas hervidas y condimentadas, y acompañadas por un par de salchichas tipo alemán—. Él tomaba naranja, el padre cerveza. Y en algún momento del almuerzo, su papá lo miraba cómplice y le decía: “Negrito, no le vamos a decir nada a mamá”. Entonces le echaba un chorrito de cerveza en la naranja.

—Estaba todo igual —le dijo el abuelo, entre lágrimas—. Las mesas, las sillas, el olor.

Javier no lo dudó: ordenó salchichas, una naranja y una cerveza. Y en medio del almuerzo, como si todo el tiempo se hubiese plegado en ese gesto, el abuelo volvió a repetir la frase.

Negrito, no le vamos a decir nada a mamá”.

Hay algo en Gambrinus que resiste. No solo al tiempo, sino al olvido. Y no es casual. Es voluntad. Es trabajo. Es convicción.

Javier empezó a trabajar acá a los 15 años. Había dejado el secundario y su viejo no le dio muchas opciones: le dijo que a partir del lunes empezaba en el bar. Él pensó que lo pondrían en la caja. “Las pelotas”, le respondió su padre, y lo mandó a acomodar el sótano. Tardó un año en poner orden. Después vinieron los flanes, los budines, las vinagretas, los fiambres. En 1981 lo dejaron manejar la caja. Y cinco años después, quedó al mando.

Conocía el negocio de punta a punta.

—Siempre fui precavido —dice—. Cuando vino el corralito, no podía dejar de pagar sueldos. Dejé de pagar impuestos. Me llevó cuatro años ponerme al día, pero Gambrinus siguió en pie. Siempre primero el bar.

En sus mesas se sentaron todos. Cacho Castaña, por ejemplo, después de una función en el teatro, caía cerca de la medianoche y pedía whisky. A la una y media ya estaba cantando a capella, sentado en las rodillas de alguna señora, mientras la gente aplaudía y se negaba a irse.

—Era un show —dice Javier—. No se iba nadie hasta las cuatro de la mañana.

También pasó Soda Stéreo, con una horda de fans que casi dan vuelta el boliche. Mirtha Legrand. Y cientos de personas anónimas que, a fuerza de costumbre, se volvieron parte del decorado emocional del lugar.

Javier Ortega (izq.), durante la fiesta por el aniversario de Quilmes.

Hay mozos con más de cincuenta años de servicio. Javier guarda un especial recuerdo de uno de ellos, Miliqueo: cuando era chico, solía pegarse a su lado. Parco, apenas decía “buen día” y “buenas noches”, pero se sabía de memoria cada plato y cada cliente. Esos que ya no hacen falta que pregunten qué quieren, porque el mozo ya lo trae.

Hay también una fidelidad inflexible en este bodegón. Hace 120 años que vende la misma cerveza: Quilmes. Nunca otra. Cuando la marca cumplió su 130 aniversario, la cúpula entera de la empresa viajó para celebrarlo ahí. Otto Bemberg —fundador de la cervecería— era un habitué.

Y es que Gambrinus no se movió ni un centímetro de su esencia. Javier lo repite, revelando algo de la fórmula de la supervivencia:

Nunca quise cambiarle la impronta, sobrevivimos a todos los vaivenes de este país. Si funcionó así, tiene que seguir así.

A veces, se piensa que un bar es solo un bar. Un plato caliente, una cuenta, una propina. Pero hay lugares que, sin quererlo, terminan siendo custodios de algo más importante. Guardan historias que no figuran en los libros. Historias mínimas. Profundas. Humanas. Y las conservan como un archivo vivo, hecho de charlas, rituales, risas, y algunas lágrimas. No quedan tantos sitios así.

Gambrinus es uno de esos lugares.

Y por eso, quizás, se volvió un clásico. Porque no quiso serlo.

Porque simplemente fue.

Gambrinus, parte esencial de la identidad bahiense.

 Desde 1890, este restaurante bahiense atraviesa generaciones sin cambiar su esencia. En manos de la familia Ortega desde hace más de siete décadas, es un clásico donde los vínculos se conservan con la misma fidelidad que una vieja receta.  LA NACION

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