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De edificios emblemáticos hasta avances médicos: cinco grandes ideas que nacieron garabateadas en servilletas

“¡Servilletas de papel! ¡Quién oyó semejante disparate! ¿Para qué sirven?”. Eso exclamaban “muchas buenas amas de casa” al enterarse de que estaban a la venta, contó en 1896 Helen Thompson, de la revista Brooklyn Magazine. Poco a poco, sin embargo, irían conquistando espacios públicos hasta que en la década de 1950 empezaron a recibir el sello de aprobación de los rectores de la etiqueta, y a volverse ubicuas.

Desde entonces, muchos arquitectos o sus allegados les responderían a esas amas de casa que las servilletas de papel servían para verter ideas. Incontables diseños de edificios de todo el mundo empezaron esbozados en esos trozos de papel producidos para limpiarse al beber o comer, incluidos varios famosos, como el Museo Guggenheim Bilbao.

El influyente arquitecto Frank Gehry contó que cuando fue nominado para diseñarlo, estuvo una noche en un bar cercano y comenzó a esbozar un diseño en una servilleta de cóctel, sin levantar el bolígrafo del papel para lograr un diseño fluido.

La práctica es tan valorada en la arquitectura que hay subastas de servilletas, y la frase “boceto en servilleta” es sinónimo del momento de la génesis conceptual. Pero, también fuera de ese círculo, hay servilletas que hicieron historia.

Los primeros en usar servilletas de papel fueron los chinos, en el siglo II, pero no se empezaron a popularizar en Occidente sino hasta el siglo XIX, con importaciones de servilletas decoradas de Japón

Esos números

Probablemente, no reconocerías el nombre David H. Shepard. Ni tampoco el de su creación, a pesar de que seguramente la has visto, y a menudo. Shepard fue el inventor de una de las primeras máquinas que leía recibos de tarjetas de crédito.

Su Corporación de Investigación de Máquinas Inteligentes desarrolló y vendió los primeros sistemas de reconocimiento óptico de caracteres a empresas como AT&T, First National City Bank, Reader’s Digest y la mayoría de las principales petroleras. Sin embargo, detectó un problema. Como el reconocimiento óptico de caracteres se implementó por primera vez en las gasolineras, cuando la gente usaba tarjetas para pagar, los recibos inevitablemente se manchaban de grasa, aceite y otras sustancias.

Necesitaba idear la forma de combatir esa contaminación de los datos financieros. Y lo hizo, en una servilleta, durante una cena con su esposa en el Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, en 1952. Buscando las formas más simples y abiertas posibles, lo que dibujó fueron esos números rectilíneos que aparecen en muchas tarjetas de crédito.

Para que el reconocimiento de los datos fuera más fiable, Shepard decidió crear una fuente solo para dígitos

La fuente numérica Farrington B se transmitía con claridad al usar los dispositivos de procesamiento de tarjetas analógicos de mediados del siglo XX. Hoy en día, las compañías de tarjetas de crédito pueden usar cualquier fuente para el número de cuenta, pues toda la información pertinente se obtiene de la banda magnética o del chip EMV. Pero, esos distintivos dígitos se siguen usando con frecuencia, pues Farrington B es casi una tradición.

La imagen de tus órganos

A principios de la década de 1970, el químico estadounidense Paul Lauterbur ya era uno de los principales especialistas en espectroscopia de resonancia magnética nuclear (RMN). La técnica se basa en las propiedades magnéticas del hidrógeno presente en el agua, que constituye aproximadamente dos tercios del cuerpo humano.

Cuando los átomos de hidrógeno se ponen en un potente campo magnético y se bombardean con ondas de radio, emiten señales que proporcionan información sobre su entorno local. Los químicos utilizaban RMN para determinar la estructura de las moléculas orgánicas. Pero, hasta entonces, a nadie se le había ocurrido que podía llegar a ser una herramienta que los médicos podrían usar para crear imágenes detalladas de órganos internos.

De una servilleta a un premio Nobel: Lauterbur lo recibió de manos del rey Carlos Gustavo Suecia en Estocolmo en 2003

La idea se engendró tras un encuentro furtivo de Lauterbur con un investigador en el verano de 1971. Le habló sobre un estudio de tejidos cancerosos con ratas que intentaba ver si con RMN se podía detectar tumores. Lauterbur quedó impresionado, pero le pareció “demasiado desagradable” el que se tuvieran que sacrificar animales para investigar: debería ser posible obtener la misma información de forma no invasiva desde fuera de un cuerpo vivo, pensó.

Esa misma noche, se fue a comer al restaurante Eat’n Park Big Boy de Pittsburgh, y mientras reflexionaba garabateó ideas en una servilleta de papel. Esas ideas, concebidas entre bocados de hamburguesa, propiciaron el nacimiento de la resonancia magnética, o IRM.

Más de 30 años después recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina (2003) por darle a los médicos la capacidad de mirar dentro del cuerpo humano sin utilizar radiación dañina.

Los datos invisibles

Quizás resulte curioso que en el campo de la tecnología, que creó tantas herramientas para reemplazar al lápiz y papel, el boceto en servilleta también haya jugado un rol. Sin embargo, ocurrió en más de una ocasión.

La más legendaria tiene que ver con la creación de Ethernet, el sistema para conectar dispositivos que precedió al ahora omnipresente Wi-Fi. Y se sigue usando, porque enviar datos por cable es más rápido, fiable y seguro que enviarlos mediante ondas de radio.

El nombre

El sistema fue creado inicialmente en 1973 por un grupo de ingenieros del Centro de Investigación Xerox Palo Alto (PARC). Uno de ellos era Robert Metcalfe, quien era especialista en comunicaciones. Le encomendaron la tarea de diseñar y construir la red que uniera unas computadoras llamadas Alto, que ya disponían de capacidades gráficas y ratón, y serían consideradas los primeros ordenadores personales.

La idea, que ahora parece obvia, pero era revolucionaria, era conectarlas para poder compartir información e imprimir documentos. Metcalfe realizó el primer boceto conceptual en una servilleta, dibujando un diagrama para conectar varias computadoras en una red de área local. Y lo etiquetó con una palabra: “¡ETHER!”.

Una curva económica

En uno de los momentos icónicos de la economía moderna, un joven profesor dibujó un sencillo gráfico en una servilleta en 1974, y trazó una nueva dirección para el Partido Republicano de EE.UU.

Los detalles de la reunión en la que Laffer dibujó su curva son confusos, la servilleta de papel ya no existe, y una de tela que fue exhibida en el Smithsonian es de dudosa procedencia. Pero la curva de Laffer sigue surgiendo en el discurso público

El profesor era el economista Arthur Laffer y la legendaria reunión fue con Dick Cheney, en un restaurante en Washington D.C. Cheney era en ese entonces el segundo al mando de Donald H. Rumsfeld, jefe de gabinete del presidente Gerald R. Ford, quien había subido los impuestos para controlar la inflación. Laffer quería mostrarle por qué el gobierno federal debía bajarlos.

Aunque sonara contrasentido, aseguraba, la rebaja se pagaría sola, pues se incrementaría la recaudación fiscal y aumentaría la actividad económica. Esbozó una curva para ilustrar su argumento de que existe una tasa impositiva óptima que maximiza los ingresos del gobierno. Pero que, después de ese punto, el aumento de impuestos conlleva una disminución de los ingresos públicos.

Alegaba que las tasas impositivas altas eran contraproducentes, pues desincentivaban la actividad económica y fomentaban la evasión fiscal al punto que en realidad reducían los ingresos del gobierno. La más tarde denominada Curva de Laffer se hizo famosa; el Partido Republicano se convirtió en el partido de los recortes de impuestos.

La curva sirvió para justificar las políticas económicas del presidente Ronald Reagan, pero sus recortes de impuestos no se amortizaron por sí solos y provocaron un aumento de la deuda pública. Aunque la teoría ha sido desacreditada por varios economistas, sigue teniendo defensores y su atractivo es perdurable entre quienes abogan por contribuir menos a las arcas de los Estados.

Una legendaria lluvia de ideas

“En el verano de 1994, yo, John Lasseter, Pete Docter y Joe Ranft nos sentamos a almorzar”, contó el cineasta Andrew Stanton en uno de los tráilers de la película animada WALL-E de Pixar.

Stanton, Lesseter, Docter y Ranft (quien murió en un accidente en 2005) eran cuatro de los principales directores del que se convertiría en uno de los más exitosos estudios de animación del mundo. Casi todas sus películas serían nominadas y muchas galardonadas con premios Oscar. Pero, eso aún estaba por venir: desde su creación en 1986, hasta el estreno de Toy Story en 1995, pocos sabían de su existencia.

El adorable robot de WALL-E fue la última idea que surgió durante un almuerzo memorable hace tres décadas

El almuerzo que recordó Stanton fue en el Hidden City Cafe, cerca de los estudios Pixar en Point Richmond, California, y tuvo lugar cuando Toy Story estaba casi terminada”, relató. “Pensamos ‘¡caramba! Si vamos a hacer otra película, tenemos que empezar ya’”. Y empezó una lluvia de ideas realmente fabulosa.

“Barajamos un montón de ideas que finalmente se convirtieron en A Bugs Life (Bichos: Una aventura en miniatura), Monsters, Inc., Finding Nemo (Buscando a Nemo) y la última que comentamos ese día fue la historia de un robot llamado Wally”. Los cuatro comensales dibujaron bocetos de personajes en las servilletas del café. El robot se convertiría en el protagonista de WALL-E.

En las notas de producción de esa cinta animada, Stanton dijo: “Una de las cosas que recuerdo que surgió de esto fue la idea de un pequeño robot dejado en la Tierra. No teníamos una historia. Era una especie de pequeño personaje tipo Robinson Crusoe: ¿qué pasaría si la humanidad tuviera que abandonar la Tierra y alguien olvidara apagar el último robot, y no supiera que podía dejar de hacer lo que está haciendo?”.

WALL-E se estrenó en 2008 y, aunque fue un riesgo para el estudio, pues no había muchos diálogos, como todas las demás películas ideadas durante ese almuerzo, enamoró al público y fue aclamada por los críticos. El Hidden City Cafe ya no existe, pero aparece en una escena de Monsters, Inc..

*Por Dalia Ventura

“¡Servilletas de papel! ¡Quién oyó semejante disparate! ¿Para qué sirven?”. Eso exclamaban “muchas buenas amas de casa” al enterarse de que estaban a la venta, contó en 1896 Helen Thompson, de la revista Brooklyn Magazine. Poco a poco, sin embargo, irían conquistando espacios públicos hasta que en la década de 1950 empezaron a recibir el sello de aprobación de los rectores de la etiqueta, y a volverse ubicuas.

Desde entonces, muchos arquitectos o sus allegados les responderían a esas amas de casa que las servilletas de papel servían para verter ideas. Incontables diseños de edificios de todo el mundo empezaron esbozados en esos trozos de papel producidos para limpiarse al beber o comer, incluidos varios famosos, como el Museo Guggenheim Bilbao.

El influyente arquitecto Frank Gehry contó que cuando fue nominado para diseñarlo, estuvo una noche en un bar cercano y comenzó a esbozar un diseño en una servilleta de cóctel, sin levantar el bolígrafo del papel para lograr un diseño fluido.

La práctica es tan valorada en la arquitectura que hay subastas de servilletas, y la frase “boceto en servilleta” es sinónimo del momento de la génesis conceptual. Pero, también fuera de ese círculo, hay servilletas que hicieron historia.

Los primeros en usar servilletas de papel fueron los chinos, en el siglo II, pero no se empezaron a popularizar en Occidente sino hasta el siglo XIX, con importaciones de servilletas decoradas de Japón

Esos números

Probablemente, no reconocerías el nombre David H. Shepard. Ni tampoco el de su creación, a pesar de que seguramente la has visto, y a menudo. Shepard fue el inventor de una de las primeras máquinas que leía recibos de tarjetas de crédito.

Su Corporación de Investigación de Máquinas Inteligentes desarrolló y vendió los primeros sistemas de reconocimiento óptico de caracteres a empresas como AT&T, First National City Bank, Reader’s Digest y la mayoría de las principales petroleras. Sin embargo, detectó un problema. Como el reconocimiento óptico de caracteres se implementó por primera vez en las gasolineras, cuando la gente usaba tarjetas para pagar, los recibos inevitablemente se manchaban de grasa, aceite y otras sustancias.

Necesitaba idear la forma de combatir esa contaminación de los datos financieros. Y lo hizo, en una servilleta, durante una cena con su esposa en el Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, en 1952. Buscando las formas más simples y abiertas posibles, lo que dibujó fueron esos números rectilíneos que aparecen en muchas tarjetas de crédito.

Para que el reconocimiento de los datos fuera más fiable, Shepard decidió crear una fuente solo para dígitos

La fuente numérica Farrington B se transmitía con claridad al usar los dispositivos de procesamiento de tarjetas analógicos de mediados del siglo XX. Hoy en día, las compañías de tarjetas de crédito pueden usar cualquier fuente para el número de cuenta, pues toda la información pertinente se obtiene de la banda magnética o del chip EMV. Pero, esos distintivos dígitos se siguen usando con frecuencia, pues Farrington B es casi una tradición.

La imagen de tus órganos

A principios de la década de 1970, el químico estadounidense Paul Lauterbur ya era uno de los principales especialistas en espectroscopia de resonancia magnética nuclear (RMN). La técnica se basa en las propiedades magnéticas del hidrógeno presente en el agua, que constituye aproximadamente dos tercios del cuerpo humano.

Cuando los átomos de hidrógeno se ponen en un potente campo magnético y se bombardean con ondas de radio, emiten señales que proporcionan información sobre su entorno local. Los químicos utilizaban RMN para determinar la estructura de las moléculas orgánicas. Pero, hasta entonces, a nadie se le había ocurrido que podía llegar a ser una herramienta que los médicos podrían usar para crear imágenes detalladas de órganos internos.

De una servilleta a un premio Nobel: Lauterbur lo recibió de manos del rey Carlos Gustavo Suecia en Estocolmo en 2003

La idea se engendró tras un encuentro furtivo de Lauterbur con un investigador en el verano de 1971. Le habló sobre un estudio de tejidos cancerosos con ratas que intentaba ver si con RMN se podía detectar tumores. Lauterbur quedó impresionado, pero le pareció “demasiado desagradable” el que se tuvieran que sacrificar animales para investigar: debería ser posible obtener la misma información de forma no invasiva desde fuera de un cuerpo vivo, pensó.

Esa misma noche, se fue a comer al restaurante Eat’n Park Big Boy de Pittsburgh, y mientras reflexionaba garabateó ideas en una servilleta de papel. Esas ideas, concebidas entre bocados de hamburguesa, propiciaron el nacimiento de la resonancia magnética, o IRM.

Más de 30 años después recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina (2003) por darle a los médicos la capacidad de mirar dentro del cuerpo humano sin utilizar radiación dañina.

Los datos invisibles

Quizás resulte curioso que en el campo de la tecnología, que creó tantas herramientas para reemplazar al lápiz y papel, el boceto en servilleta también haya jugado un rol. Sin embargo, ocurrió en más de una ocasión.

La más legendaria tiene que ver con la creación de Ethernet, el sistema para conectar dispositivos que precedió al ahora omnipresente Wi-Fi. Y se sigue usando, porque enviar datos por cable es más rápido, fiable y seguro que enviarlos mediante ondas de radio.

El nombre

El sistema fue creado inicialmente en 1973 por un grupo de ingenieros del Centro de Investigación Xerox Palo Alto (PARC). Uno de ellos era Robert Metcalfe, quien era especialista en comunicaciones. Le encomendaron la tarea de diseñar y construir la red que uniera unas computadoras llamadas Alto, que ya disponían de capacidades gráficas y ratón, y serían consideradas los primeros ordenadores personales.

La idea, que ahora parece obvia, pero era revolucionaria, era conectarlas para poder compartir información e imprimir documentos. Metcalfe realizó el primer boceto conceptual en una servilleta, dibujando un diagrama para conectar varias computadoras en una red de área local. Y lo etiquetó con una palabra: “¡ETHER!”.

Una curva económica

En uno de los momentos icónicos de la economía moderna, un joven profesor dibujó un sencillo gráfico en una servilleta en 1974, y trazó una nueva dirección para el Partido Republicano de EE.UU.

Los detalles de la reunión en la que Laffer dibujó su curva son confusos, la servilleta de papel ya no existe, y una de tela que fue exhibida en el Smithsonian es de dudosa procedencia. Pero la curva de Laffer sigue surgiendo en el discurso público

El profesor era el economista Arthur Laffer y la legendaria reunión fue con Dick Cheney, en un restaurante en Washington D.C. Cheney era en ese entonces el segundo al mando de Donald H. Rumsfeld, jefe de gabinete del presidente Gerald R. Ford, quien había subido los impuestos para controlar la inflación. Laffer quería mostrarle por qué el gobierno federal debía bajarlos.

Aunque sonara contrasentido, aseguraba, la rebaja se pagaría sola, pues se incrementaría la recaudación fiscal y aumentaría la actividad económica. Esbozó una curva para ilustrar su argumento de que existe una tasa impositiva óptima que maximiza los ingresos del gobierno. Pero que, después de ese punto, el aumento de impuestos conlleva una disminución de los ingresos públicos.

Alegaba que las tasas impositivas altas eran contraproducentes, pues desincentivaban la actividad económica y fomentaban la evasión fiscal al punto que en realidad reducían los ingresos del gobierno. La más tarde denominada Curva de Laffer se hizo famosa; el Partido Republicano se convirtió en el partido de los recortes de impuestos.

La curva sirvió para justificar las políticas económicas del presidente Ronald Reagan, pero sus recortes de impuestos no se amortizaron por sí solos y provocaron un aumento de la deuda pública. Aunque la teoría ha sido desacreditada por varios economistas, sigue teniendo defensores y su atractivo es perdurable entre quienes abogan por contribuir menos a las arcas de los Estados.

Una legendaria lluvia de ideas

“En el verano de 1994, yo, John Lasseter, Pete Docter y Joe Ranft nos sentamos a almorzar”, contó el cineasta Andrew Stanton en uno de los tráilers de la película animada WALL-E de Pixar.

Stanton, Lesseter, Docter y Ranft (quien murió en un accidente en 2005) eran cuatro de los principales directores del que se convertiría en uno de los más exitosos estudios de animación del mundo. Casi todas sus películas serían nominadas y muchas galardonadas con premios Oscar. Pero, eso aún estaba por venir: desde su creación en 1986, hasta el estreno de Toy Story en 1995, pocos sabían de su existencia.

El adorable robot de WALL-E fue la última idea que surgió durante un almuerzo memorable hace tres décadas

El almuerzo que recordó Stanton fue en el Hidden City Cafe, cerca de los estudios Pixar en Point Richmond, California, y tuvo lugar cuando Toy Story estaba casi terminada”, relató. “Pensamos ‘¡caramba! Si vamos a hacer otra película, tenemos que empezar ya’”. Y empezó una lluvia de ideas realmente fabulosa.

“Barajamos un montón de ideas que finalmente se convirtieron en A Bugs Life (Bichos: Una aventura en miniatura), Monsters, Inc., Finding Nemo (Buscando a Nemo) y la última que comentamos ese día fue la historia de un robot llamado Wally”. Los cuatro comensales dibujaron bocetos de personajes en las servilletas del café. El robot se convertiría en el protagonista de WALL-E.

En las notas de producción de esa cinta animada, Stanton dijo: “Una de las cosas que recuerdo que surgió de esto fue la idea de un pequeño robot dejado en la Tierra. No teníamos una historia. Era una especie de pequeño personaje tipo Robinson Crusoe: ¿qué pasaría si la humanidad tuviera que abandonar la Tierra y alguien olvidara apagar el último robot, y no supiera que podía dejar de hacer lo que está haciendo?”.

WALL-E se estrenó en 2008 y, aunque fue un riesgo para el estudio, pues no había muchos diálogos, como todas las demás películas ideadas durante ese almuerzo, enamoró al público y fue aclamada por los críticos. El Hidden City Cafe ya no existe, pero aparece en una escena de Monsters, Inc..

*Por Dalia Ventura

 Incontables diseños de construcciones de todo el mundo empezaron esbozados en esos trozos de papel producidos para limpiarse al beber o comer  LA NACION

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