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Otro día en el que la historia ocurrió delante de nuestros ojos

Nada se compara, por supuesto, con aquel miércoles 13 de marzo de 2013, cuando todos nos estremecimos y nos emocionamos al enterarnos, a las 15.01, de que, por primera vez en la historia, tendríamos un papa argentino: un líder global que había nacido en Flores, que sufría con San Lorenzo, que había caminado por las mismas calles y tomado los mismos subtes que muchos de nosotros. Ayer, sin embargo, volvimos a tener esa sensación particular que nos produce el hecho de sabernos testigos de un acontecimiento histórico. Hay circunstancias que por más que estén anunciadas, y que nos toquen de más cerca o de más lejos, nos ubican frente a una instancia crucial en la que el mundo inicia una nueva etapa. Son hechos que marcan un hito, un mojón, no solo en la historia global, sino en la de cada uno de nosotros.

“Yo lo vi”, “yo me acuerdo”, “yo estaba ahí”. Son giros que de alguna forma nos incluyen y que definen nuestro tiempo histórico. Por eso el de ayer no fue un día más en nuestras vidas. Y algo de eso se percibió en las calles, en los ámbitos laborales, en los cafés, en las escuelas y en los hogares. Tal vez la escena no quede tan marcada a fuego como aquella de 2013, pero seguramente recordaremos dónde estábamos, y en qué etapa de nuestras vidas nos encontró, la elección de León XIV, el primer papa norteamericano.

Los grandes líderes mundiales marcan la época en la que vivimos. Tal vez sea eso lo que nos impacta en un lugar especial de nuestra sensibilidad, aun cuando nos resulte difícil dimensionarlo y explicarlo. Uno podría tener la sensación de que nada va a cambiar a su alrededor y de que la novedad, aun con su inmensa relevancia histórica, no nos afectará en nuestra vida cotidiana. Un nuevo papa implica, sin embargo, la certeza de que el mundo en el que nos toca vivir tendrá por lo pronto una nueva huella, una impronta diferente, un protagonismo que se nos hará familiar y que, de un modo más o menos directo, influirá sobre la nuestra y sobre las próximas generaciones.

En cualquier orden, desde la religión a la política, desde el deporte a la cultura, haber sido contemporáneo de determinadas figuras define nuestra propia identidad, aun cuando aquellos protagonistas nos hayan resultado lejanos. Los que vivieron el tiempo de Kennedy, de los Beatles, de Borges, de De Gaulle, de Mandela o de Pablo VI, por apelar a menciones arbitrarias, sienten, con razón, que esas presencias fueron parte de su tiempo, y por lo tanto de ellos mismos. Sus muertes producen, por ese motivo, una sensación de orfandad, además del dolor de la pérdida. Pero el nacimiento de un nuevo liderazgo, que no siempre es tan nítido como en el caso de un papa, nos recuerda que cada tiempo tiene su propia impronta y su propia identidad. Asistir al surgimiento de algo nuevo nos moviliza y nos impacta. Por eso, ayer, millones de argentinos de todas las edades sintieron, después del mediodía, que no estaban viviendo un día como cualquier otro: la fumata blanca nos conectaba, a través de una tradición que lleva siglos, con la dimensión de un cambio histórico.

La imagen televisiva resultaba hipnótica, las radios alteraron sus programaciones habituales, los diarios del mundo entero coincidieron en una apertura que registraba la dimensión de un acontecimiento excepcional. Era imposible despojarse de cierto aire de solemnidad asociado a esa frase breve, rotunda y cargada de significado: “Habemus Papam”. Si hubiéramos vivido en el siglo XIX o en el XX, se hubieran escuchado las sirenas que hacían sonar los diarios o los municipios en muchas ciudades del interior para anunciar acontecimientos llamados a quedar grabados en la memoria colectiva.

No todos con la misma emoción ni con el mismo interés, por supuesto, pero la inmensa mayoría de los argentinos ayer se tomó al menos unos minutos para observar ese balcón del Vaticano, imponente y austero a la vez, en el que empezó a escribirse otro capítulo de la historia universal. Todos miramos a los ojos a ese nuevo líder global, que a partir de ahora empezará a dejar una marca en nuestro tiempo. Intentamos retener sus facciones, prestamos atención a sus gestos, a su tono, a su vestimenta. Nos sorprendimos al escucharlo hablar en un español perfecto y coloquial. Lo sentimos de alguna forma cercano, antes incluso de poder incorporar su nombre y de familiarizarnos con su biografía.

En medio de la rutina de un día que amaneció lluvioso y que a la hora del anuncio ya se había vuelto soleado, sentimos que algo cambiaba en el mundo, pero también que hay muchas cosas que siguen igual: esa vieja y oxidada chimenea que anuncia la decisión del cónclave simboliza una tradición que se mantiene erguida a pesar del ritmo vertiginoso con el que todo se transforma.

Esta vez, la elección de un nuevo papa tiene para millones de argentinos un dejo de tristeza. Es imposible disociarla de un sentimiento de pérdida por la muerte de Francisco. Pero más allá de las cercanías, las creencias y las subjetividades, todos tuvimos ayer ese hormigueo indescriptible que registramos en esos días en los que la historia ocurre delante de nuestros ojos.

Nada se compara, por supuesto, con aquel miércoles 13 de marzo de 2013, cuando todos nos estremecimos y nos emocionamos al enterarnos, a las 15.01, de que, por primera vez en la historia, tendríamos un papa argentino: un líder global que había nacido en Flores, que sufría con San Lorenzo, que había caminado por las mismas calles y tomado los mismos subtes que muchos de nosotros. Ayer, sin embargo, volvimos a tener esa sensación particular que nos produce el hecho de sabernos testigos de un acontecimiento histórico. Hay circunstancias que por más que estén anunciadas, y que nos toquen de más cerca o de más lejos, nos ubican frente a una instancia crucial en la que el mundo inicia una nueva etapa. Son hechos que marcan un hito, un mojón, no solo en la historia global, sino en la de cada uno de nosotros.

“Yo lo vi”, “yo me acuerdo”, “yo estaba ahí”. Son giros que de alguna forma nos incluyen y que definen nuestro tiempo histórico. Por eso el de ayer no fue un día más en nuestras vidas. Y algo de eso se percibió en las calles, en los ámbitos laborales, en los cafés, en las escuelas y en los hogares. Tal vez la escena no quede tan marcada a fuego como aquella de 2013, pero seguramente recordaremos dónde estábamos, y en qué etapa de nuestras vidas nos encontró, la elección de León XIV, el primer papa norteamericano.

Los grandes líderes mundiales marcan la época en la que vivimos. Tal vez sea eso lo que nos impacta en un lugar especial de nuestra sensibilidad, aun cuando nos resulte difícil dimensionarlo y explicarlo. Uno podría tener la sensación de que nada va a cambiar a su alrededor y de que la novedad, aun con su inmensa relevancia histórica, no nos afectará en nuestra vida cotidiana. Un nuevo papa implica, sin embargo, la certeza de que el mundo en el que nos toca vivir tendrá por lo pronto una nueva huella, una impronta diferente, un protagonismo que se nos hará familiar y que, de un modo más o menos directo, influirá sobre la nuestra y sobre las próximas generaciones.

En cualquier orden, desde la religión a la política, desde el deporte a la cultura, haber sido contemporáneo de determinadas figuras define nuestra propia identidad, aun cuando aquellos protagonistas nos hayan resultado lejanos. Los que vivieron el tiempo de Kennedy, de los Beatles, de Borges, de De Gaulle, de Mandela o de Pablo VI, por apelar a menciones arbitrarias, sienten, con razón, que esas presencias fueron parte de su tiempo, y por lo tanto de ellos mismos. Sus muertes producen, por ese motivo, una sensación de orfandad, además del dolor de la pérdida. Pero el nacimiento de un nuevo liderazgo, que no siempre es tan nítido como en el caso de un papa, nos recuerda que cada tiempo tiene su propia impronta y su propia identidad. Asistir al surgimiento de algo nuevo nos moviliza y nos impacta. Por eso, ayer, millones de argentinos de todas las edades sintieron, después del mediodía, que no estaban viviendo un día como cualquier otro: la fumata blanca nos conectaba, a través de una tradición que lleva siglos, con la dimensión de un cambio histórico.

La imagen televisiva resultaba hipnótica, las radios alteraron sus programaciones habituales, los diarios del mundo entero coincidieron en una apertura que registraba la dimensión de un acontecimiento excepcional. Era imposible despojarse de cierto aire de solemnidad asociado a esa frase breve, rotunda y cargada de significado: “Habemus Papam”. Si hubiéramos vivido en el siglo XIX o en el XX, se hubieran escuchado las sirenas que hacían sonar los diarios o los municipios en muchas ciudades del interior para anunciar acontecimientos llamados a quedar grabados en la memoria colectiva.

No todos con la misma emoción ni con el mismo interés, por supuesto, pero la inmensa mayoría de los argentinos ayer se tomó al menos unos minutos para observar ese balcón del Vaticano, imponente y austero a la vez, en el que empezó a escribirse otro capítulo de la historia universal. Todos miramos a los ojos a ese nuevo líder global, que a partir de ahora empezará a dejar una marca en nuestro tiempo. Intentamos retener sus facciones, prestamos atención a sus gestos, a su tono, a su vestimenta. Nos sorprendimos al escucharlo hablar en un español perfecto y coloquial. Lo sentimos de alguna forma cercano, antes incluso de poder incorporar su nombre y de familiarizarnos con su biografía.

En medio de la rutina de un día que amaneció lluvioso y que a la hora del anuncio ya se había vuelto soleado, sentimos que algo cambiaba en el mundo, pero también que hay muchas cosas que siguen igual: esa vieja y oxidada chimenea que anuncia la decisión del cónclave simboliza una tradición que se mantiene erguida a pesar del ritmo vertiginoso con el que todo se transforma.

Esta vez, la elección de un nuevo papa tiene para millones de argentinos un dejo de tristeza. Es imposible disociarla de un sentimiento de pérdida por la muerte de Francisco. Pero más allá de las cercanías, las creencias y las subjetividades, todos tuvimos ayer ese hormigueo indescriptible que registramos en esos días en los que la historia ocurre delante de nuestros ojos.

 La vida cotidiana, marcada por un acontecimiento que quedará en la memoria colectiva  LA NACION

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