Vivía lejos, supo que su madre tenía cáncer y prometió volver con un Rosario bendecido en Calcuta: “Es una locura”

Las historias tienden puentes, nos encuentran como seres humanos y nos ayudan a poner en palabras sentimientos abstractos, atascados en nuestro ser. Atilio cree que tal vez su testimonio pueda ayudar a otras personas que buscan alguna respuesta. En algún momento de su vida, perdido en algún rincón del mundo y con su amor propio en reconstrucción, supo que su madre había enfermado de cáncer, fue así que en él emergió un único propósito: llegar hasta Calcuta para bendecir un Rosario de la Madre Teresa de Calcuta y luego regresar a la Argentina y depositarlo en sus manos. No sabía cómo, le decían que era una locura, pero quería lograrlo.
Una buena vida en limpieza, un deseo de patear el tablero: “Ei lo vas a patear, que sea fuerte”
Antes de dejar Argentina atrás, Atilio se sentía pleno, se atreve a decir que feliz. Su pueblo había quedado lejos y ahora residía en Buenos Aires, dueño de un trabajo en el rubro de limpieza al que le había dedicado mucho esfuerzo, hasta ascender a coordinador en una clínica privada. La pandemia había provocado en él un crecimiento interior que le había permitido dar un salto significativo a nivel personal y profesional. Después de años de trabajo, había conquistado su auto y su departamento, un hogar cuidadosamente diseñado a su medida.
Seguro de sí mismo, en Atilio comenzó a crecer una certeza: era tiempo de salir a conquistar el mundo, o, al menos, de emprender una gran aventura. Claro que nunca calculó con aquello de que en la imaginación todo se presenta más grandioso, pero que en el plano real, dejar el mundo conocido, significa sumergirse en una incomodidad que desafía a mente, cuerpo y alma.
Pero por aquel entonces, Atilio estaba seguro de que irse un tiempo de Argentina era la mejor idea: “Sentía que necesitaba patear el tablero”, cuenta hoy al rememorar su camino. “Pero me dije: si lo vas a patear, que sea fuerte”.
La historia de una Australia no querida: “No puedo seguir tirado en la cama”
Australia no había sido la primera opción, ni la que Atilio alguna vez tuvo en mente, pero su pareja ganó la pulseada. Oceanía fue para él una gran duda desde el comienzo, y así se lo hizo saber a su psicóloga, sin embargo, accedió, quería estar cerca de su amor, que, de hecho, hacía tiempo se había ido a Madrid para estudiar cine.
Atilio creyó que su destino sería España, pero el tema de los papeles complicó su estancia. Con su novio, cruzaron a Andorra, que había abierto de manera excepcional la temporada de verano y fue allí que les surgió la posibilidad de obtener una visa para Australia: “Volamos desde Londres y justo había muerto la reina”, cuenta Atilio. “No pudimos entrar al palacio, la ciudad estaba de duelo….”
La atmósfera de duelo acompañó el espíritu de Atilio hasta su llegada a Australia y apenas llegó, lo único que quiso fue irse. No quería estar en aquel país, menos en Melbourne, donde el invierno se presentó terrible, llovía todo el tiempo y podían estar quince días seguidos sin ver el sol. No conectaba con nada de esa porción del mundo: ni la gente, ni el clima, ni el idioma. Toda aquella seguridad que alguna vez tuvo en sí mismo, se quebró, o quién sabe, tal vez siempre había sido una fachada. Los días pasaban y Atilio no salía de esa cama provisoria y de su estado pesimista.
“Un día, justo antes de mi cumpleaños, dije basta, ya está”, recuerda. “No puedo seguir tirado en la cama, o salgo a enfrentar el mundo o definitivamente me vuelvo. Mi pareja, por otro lado, estaba feliz de estar en Australia. Me dije, vamos a apoyar para que el sueño de él se cumpla y decidí quedarme”.
Un lugar donde crecer y un nuevo cambio involuntario
Atilio tenía en claro que tenía ganas de trabajar en un hotel donde pudiera crecer y hacia allá fue, a conquistar aquel empleo. Luego de entrevistas, logró su propósito e ingresó a una de las mejores cadenas de Australia, en uno de sus hoteles de lujo. Durante un año y medio se quedó quieto allí, cómodo, no quería moverse como el resto de los extranjeros que van a hacer experiencia en por aquellos parajes del mundo.
Empezó limpiando inodoros y se fue del hotel como supervisor: “Fue una experiencia mágica. Sin ese trabajo no creo que hubiese sobrevivido. Tuve compañeros de todo el mundo, me abrió la cabeza y empecé a entender ese lugar en la Tierra y a descubrir la puerta hacia Asia”, reflexiona Atilio, quien de pronto también supo apreciar y disfrutar el verano de Melbourne en todo su esplendor.
Ahora, en la nueva realidad de Atilio, todo parecía un juego: las calles perfectas, las flores maravillosas, las casas impecables, la ciudad como si fueran piezas para armar. Tal como en Buenos Aires, el joven había alcanzado el confort, pero la ansiedad que lo acompañaba desde que tenía memoria se había intensificado a niveles superlativos, le indicaba que sus estructuras eran vulnerables y que las circunstancias de la vida -provocadas o no- pueden derribar todo en un segundo.
Esta vez no fue él el que se quiso ir, su visa se vencía y no tenía otro camino. Con Alan decidieron cruzar las fronteras, postularse desde afuera para una extensión de la visa en Australia y permanecer en otros territorio mientras quedaban a la espera. Con aquella decisión comenzó la verdadera gran aventura.
Cuando vivir en un monasterio cambia una vida: “Al tercer día me quería ir, no aguantaba más”
Ya habían recorrido Tailandia, Malasia y Singapur, cuando comenzaron a sentir que estaban andando en círculos. Fue en Bali, que a la pareja de Atilio le surgió una oportunidad que anhelaba tomar en Australia: “Andá que yo voy a empezar mi camino”, le dijo Atilio, sin imaginar el portal que había abierto con aquella sentencia.
Atraído por la filosofía budista, el argentino se dirigió al norte de Tailandia, le habían hablado de un monasterio donde podía compartir el día a día con monjes y absorber sus enseñanzas. Allí estuvo siete días, donde compartía las comidas y las meditaciones que ocupaban seis horas del día. Se despertaba a meditar a las 5 de la mañana y a las 7 desayunaba arroz hervido con verduras; las segunda comida era a las 11:30, arroz hervido con verduras, y luego de eso no había más comida hasta el día siguiente: “Al tercer día me quería ir, no aguantaba más”, confiesa Atilio. “Hacía un calor extremo, me preguntaba qué hago acá, no conectaba con nadie ni con nada”.
Y justo cuando estaba por rendirse, el abad se sentó junto a él y en pocas palabras cambió su perspectiva para siempre: “Me hizo ver la vida desde otro lugar, solo se reía y hablaba poquitas palabras. `Hay que vivir ahora´, me decía, `No hay que preocuparse, es hoy, solo hoy estamos acá´”.
Cuando Atilio dejó el monasterio lo hizo con la sensación de que algo había aprendido. No sabía bien qué, pero algo nuevo había llegado a su vida.
Caminar solo el Himalaya, el niño interior y una joven en el camino: “Esta es nuestra fruta y la queremos compartir con vos”
El joven avanzó un poco en su recorrido y regresó a Bangkok. Desprendido del monasterio, la desesperación se apoderó de él, las emociones más terribles lo invadieron. A Atilio le urgía regresar a Australia, no quería saber nada de seguir dando vueltas en la vida, dos meses ya eran demasiado. Perdido en sus miedos, ingresó a google flight y buscó el vuelo más barato para seguir su periplo inevitable, el destino más económico era a Nepal y más temores lo invadieron. Eso lo alejaba aún más en el mapa, llamó a su pareja, quien lo alentó a tomar el vuelo.
Cuando llegó a Nepal sacó una visa por diez días, imaginando que sería una estadía de una semana. Finalmente, tuvo que extender la visa, aquella tierra trajo consigo más enseñanzas de las esperadas, que absorbió durante el siguiente mes.
“Las personas en mi camino me incitaron a caminar solo el Himalaya”, cuenta. “Me decían que me lleve chocolates, frutos secos, una campera y que vaya a disfrutar. Yo nací en San Juan, en el límite con La Rioja y toda la vida caminé cerros, mi casa estaba en el medio del campo, y en ese camino del Himalaya conecté con ese niño que caminaba los cerros, que era feliz y era libre”.
“Las escaleras eran interminables y cada vez que miraba para arriba me preguntaba qué estaba haciendo ahí, entonces surgieron los aprendizajes de las meditaciones en el bosque. Tenía que inhalar cuando ponía un pie en un escalón, y exhalar con el otro, solo me concentraba en ese un escalón, eso hizo que yo siguiera sin cansancio. Ahí entendí para que me servían las enseñanzas de los monjes”.
“En un momento me encuentro con todo el Himalaya frente mío después de una tormenta, y una chica de no más de quince años que me hablaba un inglés perfecto (me dijo que lo había aprendido para ayudar a sus padres), me trajo una rama con los frutos que su papá había sembrado. Me decía: esta es nuestra fruta y la queremos compartir con vos”.
Esa noche, alojado por una familia extraña nepalí, Atilio comió la mejor sopa de hojas del bosque que jamás pudo haber probado. De pronto, sintió que había aprendido más que en todos sus años de ciudad, de jungla de cemento.
De pronto, se sintió en casa.
El cáncer y el camino a Calcuta para obtener un Rosario bendecido: “Lo que vas a ver ahí te va a hacer odiar India”
Atilio había llegado a Lumbini, la ciudad donde nació Buda, cuando recibió un llamado de su madre. El cáncer había ingresado a su vida y comenzaba un intenso tratamiento de quimioterapia. Sin pensarlo, la respuesta del hijo fue firme: yo voy a volver a Argentina, le dijo, y te voy a llevar un Rosario de la Madre Teresa de Calcuta. No tengo ni idea cómo lo voy a hacer, pero lo voy a hacer.
Tomó un micro a Katmandú, lo separaban 180 kilómetros, pero fue un viaje de dieciséis horas debido a las malas condiciones de las rutas: “Destruidas, se hacen a fuerza de hombre”.
“En el camino todos me decían que era una locura, me decían no conozcas India entrando por Calcuta, porque es la ciudad más pobre, lo que vas a ver ahí te va a hacer odiar India”, relata Atilio. “Yo estaba seguro de que exageraban, les decía, ¿cómo puede ser así? Y así fue”.
Atilio recorrió Calcuta en cinco horas, y en esas cinco horas dejó de entender por completo el sentido de la vida: “No podía comprender cómo un niño estaba durmiendo sobre cartones mientras un Mercedes Benz estaba estacionado al lado; no podía entender que una ciudad que maneja dinero, no entiende la cultura de la basura; todo era basura, caos, pobreza, pobreza extrema. `El lujo es vulgaridad´, sí, exactamente.. Fue un golpe duro a mis emociones, al día siguiente no podía salir de la cama”.
Sin embargo, Atilio se incorporó y fue hasta la tumba de la Madre Teresa, las hermanas lo atendieron con un amor infinito, le indicaron de dónde sacar un Rosario y cuando él les preguntó quién se lo podía bendecir, le contestaron que solo la Madre Teresa tenía ese poder, que debía dejar el collar sobre su tumba y ese Rosario encontraría su sentido.
“Y así fue, le pedí que deposite en el Rosario su poder sanador, y se lo traje a mi madre, pude entregárselo en sus manos”, dice Atilio conmovido, ya que hace apenas unas semanas, en marzo de 2025, a su madre le anunciaron que ya no es paciente oncológica. “No sé si fue el Rosario, no sé si fueron sus oraciones, no sé si fue el Universo”, agrega pensativo. “Pero creo que aporté un granito, y que la Madre Teresa algo tuvo que ver”.
Por qué siempre en la limpieza y los aprendizajes en el camino: “Volver a estar en Argentina es mágico”
Antes de su larga aventura, en Argentina Atilio era feliz, pero no sabía cuánto. Su viaje lo transformó, con él creció como jamás lo hubiera hecho si no se iba, y le regaló las piezas fundamentales para la construcción de su amor propio, vulnerable a lo largo de su vida.
Volver le trajo una valoración antes dormida; y, para él, regresar a la Argentina fue lo mejor que le pasó en la vida: “Volver fue perfecto, lo que necesitaba. Volver a la dosis de calma, volver a sentirme contenido. Volver a estar en Argentina es mágico y siento que tengo mucho para compartir y lo quiero hacer desde mi país”.
“Yo siempre trabajé en el área de limpieza y mi guía siempre decía: `por qué siempre en limpieza, Atilio, por qué siempre limpiando, qué tenés que limpiar, Atilio´”, cuenta el joven, que hoy siente que todo lo que tenía que terminar de limpiar lo hizo en su travesía, ya que apenas regresó a la Argentina recibió un llamado de la empresa de limpieza para la que trabajaba: lo querían devuelta, pero ya no para el área de limpieza, sino para el área de comunicación.
“Ya la pregunta ahora no es qué tengo que limpiar, sino qué tengo que comunicar. Tal vez esta experiencia…”, dice pensativo. “En todo este viaje lo que más tuve que trabajar fue el amor propio. Entender de cuánto depende de mí mi propio bienestar. De cuánto soy capaz de autodestruirse, y de cuánto soy capaz de cuidarme y ponerme límites, entendiendo que el límite es amor”.
“Australia me desató crisis de ansiedad como nunca en mi vida, pero en camino entendí que si estoy bien conmigo mismo, en un aquí y ahora donde me siento cómodo, esa ansiedad desaparece. No hace falta horas de meditación, hace falta encontrarse con uno mismo, entender que soy mi prioridad. Y esta travesía me enseñó la importancia de salir a caminar, no importa si es el Himalaya, los Alpes Suizos, o una montaña de acá de Mendoza, es salir de donde esté, me voy a encontrar con otras cosas en el camino, y con personas que necesiten de mí y yo de ellos, pero nada va a llegar si me sigo quedando en casa mirando televisión esperando que la vida suceda. Así la magia no sucede, sucede cuando nos ponemos en movimiento”, concluye.
*
Si querés compartir tu experiencia podés escribir a argentinainesperada@gmail.com
Las historias tienden puentes, nos encuentran como seres humanos y nos ayudan a poner en palabras sentimientos abstractos, atascados en nuestro ser. Atilio cree que tal vez su testimonio pueda ayudar a otras personas que buscan alguna respuesta. En algún momento de su vida, perdido en algún rincón del mundo y con su amor propio en reconstrucción, supo que su madre había enfermado de cáncer, fue así que en él emergió un único propósito: llegar hasta Calcuta para bendecir un Rosario de la Madre Teresa de Calcuta y luego regresar a la Argentina y depositarlo en sus manos. No sabía cómo, le decían que era una locura, pero quería lograrlo.
Una buena vida en limpieza, un deseo de patear el tablero: “Ei lo vas a patear, que sea fuerte”
Antes de dejar Argentina atrás, Atilio se sentía pleno, se atreve a decir que feliz. Su pueblo había quedado lejos y ahora residía en Buenos Aires, dueño de un trabajo en el rubro de limpieza al que le había dedicado mucho esfuerzo, hasta ascender a coordinador en una clínica privada. La pandemia había provocado en él un crecimiento interior que le había permitido dar un salto significativo a nivel personal y profesional. Después de años de trabajo, había conquistado su auto y su departamento, un hogar cuidadosamente diseñado a su medida.
Seguro de sí mismo, en Atilio comenzó a crecer una certeza: era tiempo de salir a conquistar el mundo, o, al menos, de emprender una gran aventura. Claro que nunca calculó con aquello de que en la imaginación todo se presenta más grandioso, pero que en el plano real, dejar el mundo conocido, significa sumergirse en una incomodidad que desafía a mente, cuerpo y alma.
Pero por aquel entonces, Atilio estaba seguro de que irse un tiempo de Argentina era la mejor idea: “Sentía que necesitaba patear el tablero”, cuenta hoy al rememorar su camino. “Pero me dije: si lo vas a patear, que sea fuerte”.
La historia de una Australia no querida: “No puedo seguir tirado en la cama”
Australia no había sido la primera opción, ni la que Atilio alguna vez tuvo en mente, pero su pareja ganó la pulseada. Oceanía fue para él una gran duda desde el comienzo, y así se lo hizo saber a su psicóloga, sin embargo, accedió, quería estar cerca de su amor, que, de hecho, hacía tiempo se había ido a Madrid para estudiar cine.
Atilio creyó que su destino sería España, pero el tema de los papeles complicó su estancia. Con su novio, cruzaron a Andorra, que había abierto de manera excepcional la temporada de verano y fue allí que les surgió la posibilidad de obtener una visa para Australia: “Volamos desde Londres y justo había muerto la reina”, cuenta Atilio. “No pudimos entrar al palacio, la ciudad estaba de duelo….”
La atmósfera de duelo acompañó el espíritu de Atilio hasta su llegada a Australia y apenas llegó, lo único que quiso fue irse. No quería estar en aquel país, menos en Melbourne, donde el invierno se presentó terrible, llovía todo el tiempo y podían estar quince días seguidos sin ver el sol. No conectaba con nada de esa porción del mundo: ni la gente, ni el clima, ni el idioma. Toda aquella seguridad que alguna vez tuvo en sí mismo, se quebró, o quién sabe, tal vez siempre había sido una fachada. Los días pasaban y Atilio no salía de esa cama provisoria y de su estado pesimista.
“Un día, justo antes de mi cumpleaños, dije basta, ya está”, recuerda. “No puedo seguir tirado en la cama, o salgo a enfrentar el mundo o definitivamente me vuelvo. Mi pareja, por otro lado, estaba feliz de estar en Australia. Me dije, vamos a apoyar para que el sueño de él se cumpla y decidí quedarme”.
Un lugar donde crecer y un nuevo cambio involuntario
Atilio tenía en claro que tenía ganas de trabajar en un hotel donde pudiera crecer y hacia allá fue, a conquistar aquel empleo. Luego de entrevistas, logró su propósito e ingresó a una de las mejores cadenas de Australia, en uno de sus hoteles de lujo. Durante un año y medio se quedó quieto allí, cómodo, no quería moverse como el resto de los extranjeros que van a hacer experiencia en por aquellos parajes del mundo.
Empezó limpiando inodoros y se fue del hotel como supervisor: “Fue una experiencia mágica. Sin ese trabajo no creo que hubiese sobrevivido. Tuve compañeros de todo el mundo, me abrió la cabeza y empecé a entender ese lugar en la Tierra y a descubrir la puerta hacia Asia”, reflexiona Atilio, quien de pronto también supo apreciar y disfrutar el verano de Melbourne en todo su esplendor.
Ahora, en la nueva realidad de Atilio, todo parecía un juego: las calles perfectas, las flores maravillosas, las casas impecables, la ciudad como si fueran piezas para armar. Tal como en Buenos Aires, el joven había alcanzado el confort, pero la ansiedad que lo acompañaba desde que tenía memoria se había intensificado a niveles superlativos, le indicaba que sus estructuras eran vulnerables y que las circunstancias de la vida -provocadas o no- pueden derribar todo en un segundo.
Esta vez no fue él el que se quiso ir, su visa se vencía y no tenía otro camino. Con Alan decidieron cruzar las fronteras, postularse desde afuera para una extensión de la visa en Australia y permanecer en otros territorio mientras quedaban a la espera. Con aquella decisión comenzó la verdadera gran aventura.
Cuando vivir en un monasterio cambia una vida: “Al tercer día me quería ir, no aguantaba más”
Ya habían recorrido Tailandia, Malasia y Singapur, cuando comenzaron a sentir que estaban andando en círculos. Fue en Bali, que a la pareja de Atilio le surgió una oportunidad que anhelaba tomar en Australia: “Andá que yo voy a empezar mi camino”, le dijo Atilio, sin imaginar el portal que había abierto con aquella sentencia.
Atraído por la filosofía budista, el argentino se dirigió al norte de Tailandia, le habían hablado de un monasterio donde podía compartir el día a día con monjes y absorber sus enseñanzas. Allí estuvo siete días, donde compartía las comidas y las meditaciones que ocupaban seis horas del día. Se despertaba a meditar a las 5 de la mañana y a las 7 desayunaba arroz hervido con verduras; las segunda comida era a las 11:30, arroz hervido con verduras, y luego de eso no había más comida hasta el día siguiente: “Al tercer día me quería ir, no aguantaba más”, confiesa Atilio. “Hacía un calor extremo, me preguntaba qué hago acá, no conectaba con nadie ni con nada”.
Y justo cuando estaba por rendirse, el abad se sentó junto a él y en pocas palabras cambió su perspectiva para siempre: “Me hizo ver la vida desde otro lugar, solo se reía y hablaba poquitas palabras. `Hay que vivir ahora´, me decía, `No hay que preocuparse, es hoy, solo hoy estamos acá´”.
Cuando Atilio dejó el monasterio lo hizo con la sensación de que algo había aprendido. No sabía bien qué, pero algo nuevo había llegado a su vida.
Caminar solo el Himalaya, el niño interior y una joven en el camino: “Esta es nuestra fruta y la queremos compartir con vos”
El joven avanzó un poco en su recorrido y regresó a Bangkok. Desprendido del monasterio, la desesperación se apoderó de él, las emociones más terribles lo invadieron. A Atilio le urgía regresar a Australia, no quería saber nada de seguir dando vueltas en la vida, dos meses ya eran demasiado. Perdido en sus miedos, ingresó a google flight y buscó el vuelo más barato para seguir su periplo inevitable, el destino más económico era a Nepal y más temores lo invadieron. Eso lo alejaba aún más en el mapa, llamó a su pareja, quien lo alentó a tomar el vuelo.
Cuando llegó a Nepal sacó una visa por diez días, imaginando que sería una estadía de una semana. Finalmente, tuvo que extender la visa, aquella tierra trajo consigo más enseñanzas de las esperadas, que absorbió durante el siguiente mes.
“Las personas en mi camino me incitaron a caminar solo el Himalaya”, cuenta. “Me decían que me lleve chocolates, frutos secos, una campera y que vaya a disfrutar. Yo nací en San Juan, en el límite con La Rioja y toda la vida caminé cerros, mi casa estaba en el medio del campo, y en ese camino del Himalaya conecté con ese niño que caminaba los cerros, que era feliz y era libre”.
“Las escaleras eran interminables y cada vez que miraba para arriba me preguntaba qué estaba haciendo ahí, entonces surgieron los aprendizajes de las meditaciones en el bosque. Tenía que inhalar cuando ponía un pie en un escalón, y exhalar con el otro, solo me concentraba en ese un escalón, eso hizo que yo siguiera sin cansancio. Ahí entendí para que me servían las enseñanzas de los monjes”.
“En un momento me encuentro con todo el Himalaya frente mío después de una tormenta, y una chica de no más de quince años que me hablaba un inglés perfecto (me dijo que lo había aprendido para ayudar a sus padres), me trajo una rama con los frutos que su papá había sembrado. Me decía: esta es nuestra fruta y la queremos compartir con vos”.
Esa noche, alojado por una familia extraña nepalí, Atilio comió la mejor sopa de hojas del bosque que jamás pudo haber probado. De pronto, sintió que había aprendido más que en todos sus años de ciudad, de jungla de cemento.
De pronto, se sintió en casa.
El cáncer y el camino a Calcuta para obtener un Rosario bendecido: “Lo que vas a ver ahí te va a hacer odiar India”
Atilio había llegado a Lumbini, la ciudad donde nació Buda, cuando recibió un llamado de su madre. El cáncer había ingresado a su vida y comenzaba un intenso tratamiento de quimioterapia. Sin pensarlo, la respuesta del hijo fue firme: yo voy a volver a Argentina, le dijo, y te voy a llevar un Rosario de la Madre Teresa de Calcuta. No tengo ni idea cómo lo voy a hacer, pero lo voy a hacer.
Tomó un micro a Katmandú, lo separaban 180 kilómetros, pero fue un viaje de dieciséis horas debido a las malas condiciones de las rutas: “Destruidas, se hacen a fuerza de hombre”.
“En el camino todos me decían que era una locura, me decían no conozcas India entrando por Calcuta, porque es la ciudad más pobre, lo que vas a ver ahí te va a hacer odiar India”, relata Atilio. “Yo estaba seguro de que exageraban, les decía, ¿cómo puede ser así? Y así fue”.
Atilio recorrió Calcuta en cinco horas, y en esas cinco horas dejó de entender por completo el sentido de la vida: “No podía comprender cómo un niño estaba durmiendo sobre cartones mientras un Mercedes Benz estaba estacionado al lado; no podía entender que una ciudad que maneja dinero, no entiende la cultura de la basura; todo era basura, caos, pobreza, pobreza extrema. `El lujo es vulgaridad´, sí, exactamente.. Fue un golpe duro a mis emociones, al día siguiente no podía salir de la cama”.
Sin embargo, Atilio se incorporó y fue hasta la tumba de la Madre Teresa, las hermanas lo atendieron con un amor infinito, le indicaron de dónde sacar un Rosario y cuando él les preguntó quién se lo podía bendecir, le contestaron que solo la Madre Teresa tenía ese poder, que debía dejar el collar sobre su tumba y ese Rosario encontraría su sentido.
“Y así fue, le pedí que deposite en el Rosario su poder sanador, y se lo traje a mi madre, pude entregárselo en sus manos”, dice Atilio conmovido, ya que hace apenas unas semanas, en marzo de 2025, a su madre le anunciaron que ya no es paciente oncológica. “No sé si fue el Rosario, no sé si fueron sus oraciones, no sé si fue el Universo”, agrega pensativo. “Pero creo que aporté un granito, y que la Madre Teresa algo tuvo que ver”.
Por qué siempre en la limpieza y los aprendizajes en el camino: “Volver a estar en Argentina es mágico”
Antes de su larga aventura, en Argentina Atilio era feliz, pero no sabía cuánto. Su viaje lo transformó, con él creció como jamás lo hubiera hecho si no se iba, y le regaló las piezas fundamentales para la construcción de su amor propio, vulnerable a lo largo de su vida.
Volver le trajo una valoración antes dormida; y, para él, regresar a la Argentina fue lo mejor que le pasó en la vida: “Volver fue perfecto, lo que necesitaba. Volver a la dosis de calma, volver a sentirme contenido. Volver a estar en Argentina es mágico y siento que tengo mucho para compartir y lo quiero hacer desde mi país”.
“Yo siempre trabajé en el área de limpieza y mi guía siempre decía: `por qué siempre en limpieza, Atilio, por qué siempre limpiando, qué tenés que limpiar, Atilio´”, cuenta el joven, que hoy siente que todo lo que tenía que terminar de limpiar lo hizo en su travesía, ya que apenas regresó a la Argentina recibió un llamado de la empresa de limpieza para la que trabajaba: lo querían devuelta, pero ya no para el área de limpieza, sino para el área de comunicación.
“Ya la pregunta ahora no es qué tengo que limpiar, sino qué tengo que comunicar. Tal vez esta experiencia…”, dice pensativo. “En todo este viaje lo que más tuve que trabajar fue el amor propio. Entender de cuánto depende de mí mi propio bienestar. De cuánto soy capaz de autodestruirse, y de cuánto soy capaz de cuidarme y ponerme límites, entendiendo que el límite es amor”.
“Australia me desató crisis de ansiedad como nunca en mi vida, pero en camino entendí que si estoy bien conmigo mismo, en un aquí y ahora donde me siento cómodo, esa ansiedad desaparece. No hace falta horas de meditación, hace falta encontrarse con uno mismo, entender que soy mi prioridad. Y esta travesía me enseñó la importancia de salir a caminar, no importa si es el Himalaya, los Alpes Suizos, o una montaña de acá de Mendoza, es salir de donde esté, me voy a encontrar con otras cosas en el camino, y con personas que necesiten de mí y yo de ellos, pero nada va a llegar si me sigo quedando en casa mirando televisión esperando que la vida suceda. Así la magia no sucede, sucede cuando nos ponemos en movimiento”, concluye.
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Si querés compartir tu experiencia podés escribir a argentinainesperada@gmail.com
Varado en Asia a la espera de su visa de extensión para volver a Australia, su vida dio un giro; a partir de entonces pasó una semana con monjes budistas en un templo tailandés, un mes en Nepal, caminó el Himalaya, y fue a la India para llegar a Calcuta con el deseo de volver a la Argentina para ayudar a curar a su madre LA NACION