El precio de la lucidez es la incomodidad

La mujer tiene ojos claros y se le llenan rápidamente de lágrimas. Me cuenta que debe fragmentar con extremo cuidado, y día a día, su deteriorada jubilación para llegar a fin de mes, y que todavía no se repone de esa amarga sorpresa. Sabe que nada de lo que yo pueda escribir cambiará ese destino fraguado por anteriores administraciones y flamantes motosierras, pero me ruega al menos que no imite a “otros colegas” que tapan las trastadas del libertario, y que de algún modo la acompañe en el sentimiento. Es martes, y estamos cerca de avenida Las Heras, zona de clase media normal, aunque con sobresaltos. El jueves, a pocos metros de Plaza Falucho, otra lectora se me acerca y me pregunta por qué critico tanto a Javier Milei. Me alzo de hombros y le respondo lo primero que me viene a la mente: para que mejore, porque no estoy seguro de que el rumbo y la praxis sean correctos, y porque no actúa como un republicano. Cruzamos juntos avenida Santa Fe: la mujer es mayor y se sirve de un bastón, pero tiene una mirada joven y reflexiva; el sol de marzo nos cae a pleno: “¡Pero si éste no es un país republicano!”, exclama, y a continuación me recrimina educadamente que no sea más condescendiente con el León: “Claro, si vuelve Cristina Kirchner usted se va a vivir a España, pero yo me tengo que quedar acá bancándome a esa gentuza”. No está en mis planes irme de mi país, le explico con una sonrisa. Y jamás siento que yo cuente con semejante poder de fuego, pienso alarmado: me dedicaría a escribir de otros temas si abrigara la mínima sospecha de que mi prosa puede modificar de plano el inconsciente colectivo; no quiero esa responsabilidad sobre los hombros. Los dos encuentros fortuitos sucedieron con apenas 48 horas de diferencia, y a pesar de ser testimonios parciales, muestran una angustia antagónica en el “campo republicano”. Este artículo no indaga, sin embargo, lo que cualquier sondeo cualitativo podría señalar con mayor eficacia, sino que trata acerca de cómo pesa sobre un periodista ese tironeo de una audiencia antes cohesionada, y hoy disociada por distintas razones.
Nos extrañó que el Gobierno saliera a fulminar a cualquier técnico de buena voluntad que advirtiera los peligros del “modelo” y que se embarcara en un triunfalismo prematuro. ¿Formular en público esas dudas y disidencias era ser funcional a La Cámpora?
Cualquier profesional de este oficio aspira a representar a la mayor cantidad de lectores, y ahora teme contradecirlos. En épocas de polarización extrema y sesgos de confirmación, ese anhelo de éxito puede sin embargo conducirnos a una trampa: replicar consciente o inconscientemente lo que se presume que opina nuestro público; practicar esa demagogia periodística y no pensar lo que pensaría uno sin esos condicionamientos. Con dos populismos en el terreno –uno de derecha y otro de izquierda– el panorama se ha complejizado, y no queda otra que salir de la zona de confort, y comprender que la lucidez hoy se paga con la incomodidad. Que esto no es un juego de suma cero –si critico a uno estoy engordando al otro–, ni una guerra de posicionamientos. Nada original ni ecuánime, ni certero ni interesante puede salir de esas trincheras, y es preferible perder audiencia a perder autoridad moral. Porque cuando se licua la segunda, tarde o temprano desaparece también la primera. Así como se pulverizó por arriba la clase política, se atomizó por abajo la sociedad, que más allá de los “núcleos duros” de cada vereda tiene convicciones provisorias y cambiantes: como cada uno de nosotros, hoy no sabe muy bien qué pensar. Es decir: hay que evaluar cada caso sin falsear los hechos, y atreverse a reflexionar fuera de la caja. Y a cuidarse de no ser llevado a pantanos donde nunca quisimos estar. Nada más lejos de nuestras esperanzas e ilusiones que adherir a la ultraderecha y convertirnos en validadores de macartismos o verdugos de minorías sexuales. Sólo por no abandonar del todo la llamada “actualidad”: jamás simpaticé políticamente con las opiniones de Osvaldo Bayer –salvo cuando fustigó a los Kirchner– pero fui un lector fervoroso de sus libros y me alarmó ver cómo una pala mecánica de Vialidad destruía su escultura y ese acto de barbarie era celebrado en redes por los dinosaurios de la nueva generación. Sé que Agustín Laje dijo algunas verdades objetivas sobre la “guerra revolucionaria” que precedió a la atroz dictadura militar y que busca desmontar aquella “glorificación” que el setentismo hizo de las “organizaciones especiales”, pero me quedé con más ganas de que hubiese conectado el fenómeno de la violencia política con el régimen opresivo de Perón, los bombardeos del 55, los fusilamientos ulteriores y la terrible proscripción, y me disgustó que no hubiese denunciado con más detalle y énfasis los crímenes de un Estado terrorista cuyas abominaciones son conocidas en todo el mundo; también faltó reconocimiento a la valentía de Raúl Alfonsín en la confección del Nunca Más y la instrumentación del Juicio a las Juntas, acontecimientos donde el peronismo brilló por su ausencia: no creo que un relato pueda sustituir a otro, porque eso es un mero canje de memorias subjetivas y opuestas, y la clave está en la historia científica, siempre más larga, heterogénea, pluralista, complicada, y veraz. Va de nuevo: la inteligencia florece en esas incómodas ambigüedades. Muchas veces el pensamiento automático nos juega malas pasadas, y terminamos articulando lo que nos conviene. La lucha contra uno mismo, desconfiar de ese facilismo, es fundamental en esta hora. Sabemos, por ejemplo, que la reducción del déficit fiscal era necesaria, pero nos preguntamos si resultaba indispensable que la pagaran también los jubilados. Reconocemos que la reducción de la inflación fue espectacular, pero nos preguntamos si era sustentable y si el régimen cambiario no traería graves problemas. Nos extrañó que el Gobierno saliera a fulminar a cualquier técnico de buena voluntad que advirtiera los peligros del “modelo” y que se embarcara en un triunfalismo prematuro. ¿Formular en público esas dudas y disidencias era ser funcional a La Cámpora? Vivimos en un mundo nuevo donde Donald Trump cree que el New York Times es un diario de “zurdos”, y donde en nombre de Occidente la nueva derecha viene a cargarse la democracia occidental. Estamos obligados a pensar muchas cosas de nuevo, a riesgo incluso de ser repudiados por algunos de nuestros lectores más queridos. Ellos tampoco pueden ser nuestros patrones. Camaradas: a veces se gana y a veces se pierde.
La mujer tiene ojos claros y se le llenan rápidamente de lágrimas. Me cuenta que debe fragmentar con extremo cuidado, y día a día, su deteriorada jubilación para llegar a fin de mes, y que todavía no se repone de esa amarga sorpresa. Sabe que nada de lo que yo pueda escribir cambiará ese destino fraguado por anteriores administraciones y flamantes motosierras, pero me ruega al menos que no imite a “otros colegas” que tapan las trastadas del libertario, y que de algún modo la acompañe en el sentimiento. Es martes, y estamos cerca de avenida Las Heras, zona de clase media normal, aunque con sobresaltos. El jueves, a pocos metros de Plaza Falucho, otra lectora se me acerca y me pregunta por qué critico tanto a Javier Milei. Me alzo de hombros y le respondo lo primero que me viene a la mente: para que mejore, porque no estoy seguro de que el rumbo y la praxis sean correctos, y porque no actúa como un republicano. Cruzamos juntos avenida Santa Fe: la mujer es mayor y se sirve de un bastón, pero tiene una mirada joven y reflexiva; el sol de marzo nos cae a pleno: “¡Pero si éste no es un país republicano!”, exclama, y a continuación me recrimina educadamente que no sea más condescendiente con el León: “Claro, si vuelve Cristina Kirchner usted se va a vivir a España, pero yo me tengo que quedar acá bancándome a esa gentuza”. No está en mis planes irme de mi país, le explico con una sonrisa. Y jamás siento que yo cuente con semejante poder de fuego, pienso alarmado: me dedicaría a escribir de otros temas si abrigara la mínima sospecha de que mi prosa puede modificar de plano el inconsciente colectivo; no quiero esa responsabilidad sobre los hombros. Los dos encuentros fortuitos sucedieron con apenas 48 horas de diferencia, y a pesar de ser testimonios parciales, muestran una angustia antagónica en el “campo republicano”. Este artículo no indaga, sin embargo, lo que cualquier sondeo cualitativo podría señalar con mayor eficacia, sino que trata acerca de cómo pesa sobre un periodista ese tironeo de una audiencia antes cohesionada, y hoy disociada por distintas razones.
Nos extrañó que el Gobierno saliera a fulminar a cualquier técnico de buena voluntad que advirtiera los peligros del “modelo” y que se embarcara en un triunfalismo prematuro. ¿Formular en público esas dudas y disidencias era ser funcional a La Cámpora?
Cualquier profesional de este oficio aspira a representar a la mayor cantidad de lectores, y ahora teme contradecirlos. En épocas de polarización extrema y sesgos de confirmación, ese anhelo de éxito puede sin embargo conducirnos a una trampa: replicar consciente o inconscientemente lo que se presume que opina nuestro público; practicar esa demagogia periodística y no pensar lo que pensaría uno sin esos condicionamientos. Con dos populismos en el terreno –uno de derecha y otro de izquierda– el panorama se ha complejizado, y no queda otra que salir de la zona de confort, y comprender que la lucidez hoy se paga con la incomodidad. Que esto no es un juego de suma cero –si critico a uno estoy engordando al otro–, ni una guerra de posicionamientos. Nada original ni ecuánime, ni certero ni interesante puede salir de esas trincheras, y es preferible perder audiencia a perder autoridad moral. Porque cuando se licua la segunda, tarde o temprano desaparece también la primera. Así como se pulverizó por arriba la clase política, se atomizó por abajo la sociedad, que más allá de los “núcleos duros” de cada vereda tiene convicciones provisorias y cambiantes: como cada uno de nosotros, hoy no sabe muy bien qué pensar. Es decir: hay que evaluar cada caso sin falsear los hechos, y atreverse a reflexionar fuera de la caja. Y a cuidarse de no ser llevado a pantanos donde nunca quisimos estar. Nada más lejos de nuestras esperanzas e ilusiones que adherir a la ultraderecha y convertirnos en validadores de macartismos o verdugos de minorías sexuales. Sólo por no abandonar del todo la llamada “actualidad”: jamás simpaticé políticamente con las opiniones de Osvaldo Bayer –salvo cuando fustigó a los Kirchner– pero fui un lector fervoroso de sus libros y me alarmó ver cómo una pala mecánica de Vialidad destruía su escultura y ese acto de barbarie era celebrado en redes por los dinosaurios de la nueva generación. Sé que Agustín Laje dijo algunas verdades objetivas sobre la “guerra revolucionaria” que precedió a la atroz dictadura militar y que busca desmontar aquella “glorificación” que el setentismo hizo de las “organizaciones especiales”, pero me quedé con más ganas de que hubiese conectado el fenómeno de la violencia política con el régimen opresivo de Perón, los bombardeos del 55, los fusilamientos ulteriores y la terrible proscripción, y me disgustó que no hubiese denunciado con más detalle y énfasis los crímenes de un Estado terrorista cuyas abominaciones son conocidas en todo el mundo; también faltó reconocimiento a la valentía de Raúl Alfonsín en la confección del Nunca Más y la instrumentación del Juicio a las Juntas, acontecimientos donde el peronismo brilló por su ausencia: no creo que un relato pueda sustituir a otro, porque eso es un mero canje de memorias subjetivas y opuestas, y la clave está en la historia científica, siempre más larga, heterogénea, pluralista, complicada, y veraz. Va de nuevo: la inteligencia florece en esas incómodas ambigüedades. Muchas veces el pensamiento automático nos juega malas pasadas, y terminamos articulando lo que nos conviene. La lucha contra uno mismo, desconfiar de ese facilismo, es fundamental en esta hora. Sabemos, por ejemplo, que la reducción del déficit fiscal era necesaria, pero nos preguntamos si resultaba indispensable que la pagaran también los jubilados. Reconocemos que la reducción de la inflación fue espectacular, pero nos preguntamos si era sustentable y si el régimen cambiario no traería graves problemas. Nos extrañó que el Gobierno saliera a fulminar a cualquier técnico de buena voluntad que advirtiera los peligros del “modelo” y que se embarcara en un triunfalismo prematuro. ¿Formular en público esas dudas y disidencias era ser funcional a La Cámpora? Vivimos en un mundo nuevo donde Donald Trump cree que el New York Times es un diario de “zurdos”, y donde en nombre de Occidente la nueva derecha viene a cargarse la democracia occidental. Estamos obligados a pensar muchas cosas de nuevo, a riesgo incluso de ser repudiados por algunos de nuestros lectores más queridos. Ellos tampoco pueden ser nuestros patrones. Camaradas: a veces se gana y a veces se pierde.
La mujer tiene ojos claros y se le llenan rápidamente de lágrimas. Me cuenta que debe fragmentar con extremo cuidado, y día a día, su deteriorada jubilación para llegar a fin de mes, y que todavía no se repone de esa amarga sorpresa. Sabe que nada de lo que yo pueda escribir cambiará ese destino fraguado por anteriores administraciones y flamantes motosierras, pero me ruega al menos que no imite a “otros colegas” que tapan las trastadas del libertario, y que de algún modo la acompañe en el sentimiento. Es martes, y estamos cerca de avenida Las Heras, zona de clase media normal, aunque con sobresaltos. El jueves, a pocos metros de Plaza Falucho, otra lectora se me acerca y me pregunta por qué critico tanto a Javier Milei. Me alzo de hombros y le respondo lo primero que me viene a la mente: para que mejore, porque no estoy seguro de que el rumbo y la praxis sean correctos, y porque no actúa como un republicano. Cruzamos juntos avenida Santa Fe: la mujer es mayor y se sirve de un bastón, pero tiene una mirada joven y reflexiva; el sol de marzo nos cae a pleno: “¡Pero si éste no es un país republicano!”, exclama, y a continuación me recrimina educadamente que no sea más condescendiente con el León: “Claro, si vuelve Cristina Kirchner usted se va a vivir a España, pero yo me tengo que quedar acá bancándome a esa gentuza”. No está en mis planes irme de mi país, le explico con una sonrisa. Y jamás siento que yo cuente con semejante poder de fuego, pienso alarmado: me dedicaría a escribir de otros temas si abrigara la mínima sospecha de que mi prosa puede modificar de plano el inconsciente colectivo; no quiero esa responsabilidad sobre los hombros. Los dos encuentros fortuitos sucedieron con apenas 48 horas de diferencia, y a pesar de ser testimonios parciales, muestran una angustia antagónica en el “campo republicano”. Este artículo no indaga, sin embargo, lo que cualquier sondeo cualitativo podría señalar con mayor eficacia, sino que trata acerca de cómo pesa sobre un periodista ese tironeo de una audiencia antes cohesionada, y hoy disociada por distintas razones.Nos extrañó que el Gobierno saliera a fulminar a cualquier técnico de buena voluntad que advirtiera los peligros del “modelo” y que se embarcara en un triunfalismo prematuro. ¿Formular en público esas dudas y disidencias era ser funcional a La Cámpora?Cualquier profesional de este oficio aspira a representar a la mayor cantidad de lectores, y ahora teme contradecirlos. En épocas de polarización extrema y sesgos de confirmación, ese anhelo de éxito puede sin embargo conducirnos a una trampa: replicar consciente o inconscientemente lo que se presume que opina nuestro público; practicar esa demagogia periodística y no pensar lo que pensaría uno sin esos condicionamientos. Con dos populismos en el terreno –uno de derecha y otro de izquierda– el panorama se ha complejizado, y no queda otra que salir de la zona de confort, y comprender que la lucidez hoy se paga con la incomodidad. Que esto no es un juego de suma cero –si critico a uno estoy engordando al otro–, ni una guerra de posicionamientos. Nada original ni ecuánime, ni certero ni interesante puede salir de esas trincheras, y es preferible perder audiencia a perder autoridad moral. Porque cuando se licua la segunda, tarde o temprano desaparece también la primera. Así como se pulverizó por arriba la clase política, se atomizó por abajo la sociedad, que más allá de los “núcleos duros” de cada vereda tiene convicciones provisorias y cambiantes: como cada uno de nosotros, hoy no sabe muy bien qué pensar. Es decir: hay que evaluar cada caso sin falsear los hechos, y atreverse a reflexionar fuera de la caja. Y a cuidarse de no ser llevado a pantanos donde nunca quisimos estar. Nada más lejos de nuestras esperanzas e ilusiones que adherir a la ultraderecha y convertirnos en validadores de macartismos o verdugos de minorías sexuales. Sólo por no abandonar del todo la llamada “actualidad”: jamás simpaticé políticamente con las opiniones de Osvaldo Bayer –salvo cuando fustigó a los Kirchner– pero fui un lector fervoroso de sus libros y me alarmó ver cómo una pala mecánica de Vialidad destruía su escultura y ese acto de barbarie era celebrado en redes por los dinosaurios de la nueva generación. Sé que Agustín Laje dijo algunas verdades objetivas sobre la “guerra revolucionaria” que precedió a la atroz dictadura militar y que busca desmontar aquella “glorificación” que el setentismo hizo de las “organizaciones especiales”, pero me quedé con más ganas de que hubiese conectado el fenómeno de la violencia política con el régimen opresivo de Perón, los bombardeos del 55, los fusilamientos ulteriores y la terrible proscripción, y me disgustó que no hubiese denunciado con más detalle y énfasis los crímenes de un Estado terrorista cuyas abominaciones son conocidas en todo el mundo; también faltó reconocimiento a la valentía de Raúl Alfonsín en la confección del Nunca Más y la instrumentación del Juicio a las Juntas, acontecimientos donde el peronismo brilló por su ausencia: no creo que un relato pueda sustituir a otro, porque eso es un mero canje de memorias subjetivas y opuestas, y la clave está en la historia científica, siempre más larga, heterogénea, pluralista, complicada, y veraz. Va de nuevo: la inteligencia florece en esas incómodas ambigüedades. Muchas veces el pensamiento automático nos juega malas pasadas, y terminamos articulando lo que nos conviene. La lucha contra uno mismo, desconfiar de ese facilismo, es fundamental en esta hora. Sabemos, por ejemplo, que la reducción del déficit fiscal era necesaria, pero nos preguntamos si resultaba indispensable que la pagaran también los jubilados. Reconocemos que la reducción de la inflación fue espectacular, pero nos preguntamos si era sustentable y si el régimen cambiario no traería graves problemas. Nos extrañó que el Gobierno saliera a fulminar a cualquier técnico de buena voluntad que advirtiera los peligros del “modelo” y que se embarcara en un triunfalismo prematuro. ¿Formular en público esas dudas y disidencias era ser funcional a La Cámpora? Vivimos en un mundo nuevo donde Donald Trump cree que el New York Times es un diario de “zurdos”, y donde en nombre de Occidente la nueva derecha viene a cargarse la democracia occidental. Estamos obligados a pensar muchas cosas de nuevo, a riesgo incluso de ser repudiados por algunos de nuestros lectores más queridos. Ellos tampoco pueden ser nuestros patrones. Camaradas: a veces se gana y a veces se pierde. LA NACION