Inteligencia artificial y creación intelectual

Algunos acontecimientos recientes dan testimonio del impacto de la inteligencia artificial (IA) en el ámbito de la creación intelectual. La incorporación a la literatura, la música o las artes plásticas de resultados obtenidos por medios puramente tecnológicos choca con el concepto mismo de lo que se entiende por creatividad humana.
Recientemente, Paul McCartney, en una entrevista con la BBC, mostró su preocupación por la incorporación de la IA a la creación musical. Basta la definición de un prompt adecuado (esto es, la redacción de un pedido suficientemente bien formulado, con inclusión del género, los instrumentos, el tono y la duración) para que la tecnología genere, sin más, una obra musical. Eso, en opinión del destacado músico, pone en riesgo la tarea de compositores, que ven su trabajo manipulado por la IA sin consideración alguna a la inspiración y el impulso creativos.
Lo mismo ocurre con las artes plásticas: el 8 de febrero, una gran cantidad de artistas estadounidenses solicitaron a Christie’s, una de las mayores casas de subastas neoyorquinas, que suspendiera una próxima subasta de supuestas “obras de arte” creadas por la IA, especialmente entrenada para utilizar obras preexistentes sin el permiso de sus autores. Ese entrenamiento, dijeron los firmantes, explota a los artistas humanos, al usar sus creaciones en beneficio de la generación tecnológica de productos meramente comerciales. Ello constituye, agregaron, “un robo masivo” de la obra y del trabajo de cientos de artistas de carne y hueso. Y la subasta de Christie’s, agregaron, no haría otra cosa más que incentivarlo.
Muy pocos días antes de la protesta de esos artistas, la Oficina de Derechos de Autor del gobierno estadounidense decidió permitir el otorgamiento de derechos intelectuales a obras generadas por la IA, en la medida en que incorporen “significativa autoría humana”.
Estos acontecimientos ponen en el tapete la cuestión de la propiedad sobre las creaciones intelectuales producidas por la inteligencia artificial generativa y abren la puerta a un debate cuyas consecuencias exceden el marco meramente legal. Se cuestiona la naturaleza misma de lo que debe entenderse por creatividad; esto es, el motor de aquello que llamamos arte y que constituye una de las características que nos distinguen de otros seres vivientes y de las computadoras y otros instrumentos tecnológicos.
Una cosa es la inteligencia artificial como creadora y otra, muy distinta, es su uso como un colaborador tecnológico
La cuestión no intenta dilucidar, como pudo haber sucedido en el pasado, si quien escribe en un teclado es susceptible de tener iguales derechos que quienes continuaron usando tintero y pluma de ganso o si el fabricante de velas debe ser protegido de quien produce lámparas incandescentes. Se trata del reconocimiento legal que puede merecer la creatividad artificial, producto no de una mente humana sino de una portentosa combinación de tecnología, memoria y algoritmos.
La decisión del organismo estadounidense –que muy probablemente será seguida por medidas similares en el resto del mundo– tendrá efectos notables: los artistas e intelectuales con manejo de las herramientas tecnológicas que proporciona la inteligencia artificial tendrán una ventaja comparativa significativa frente a quienes no sepan usarlas. Sus creaciones, dentro de ciertos límites, gozarán de idénticos derechos intelectuales que quienes producen luego de invertir 99 por ciento de transpiración y uno por ciento de inspiración, como decía Edison. El manejo de la IA les habrá brindado una inusitada celeridad y un incalculable acceso a recursos e ideas preexistentes, que permitirán la exploración de nuevos horizontes en el campo de las artes.
No obstante, el principio básico de que la protección legal está reservada para la tarea intelectual como producto de la mente humana, exclusivamente, se mantiene. Una cosa es la IA como creadora y otra, muy distinta, es su uso como un colaborador tecnológico. Es por eso que no se otorgarán derechos intelectuales sobre material generado por la IA o sobre obras en las que no haya existido suficiente “control humano” sobre sus elementos expresivos. En estos casos, según el organismo estadounidense, la obra caerá en el dominio público y estará disponible para ser usada libremente.
La cuestión, sin embargo, no está exenta de dudas. ¿Cómo se interpretará si existe o no “significativa autoría humana”? ¿Qué alcance deberá darse a la contribución humana para generar el prompt que a su vez dará lugar a la generación de una obra musical, literaria o plástica? ¿Será acaso la propia IA la llamada a determinar cuánto ella misma contribuyó a la “creación”? ¿Podrá el prompt ser objeto de protección legal? El criterio para responder a estas preguntas debería ser forzosamente restrictivo, y aun negativo, para evitar cometer un error, por vía de interpretaciones amplias de los principios legales preexistentes, que tendría consecuencias fatales sobre el desarrollo de la creatividad humana.
En este sentido, por ejemplo, debería tenerse en cuenta que un prompt no será nunca algo más que un método para obtener un resultado, pero no el resultado mismo. Siempre será necesaria –y debería exigirse– la actividad intelectual y creativa del hombre, no en la creación del prompt, sino en la elaboración final de su resultado, por medio de su visión artística e inspiración creativa.
Puede sonar grandilocuente, pero el género humano debe resistir la tentación de dejar que sea la tecnología la que resuelva cuestiones que hacen a nuestra propia naturaleza, en particular las ligadas a la creación artística. Aquella debe ser nuestra colaboradora, al tiempo que debemos evitar ser nosotros quienes nos convirtamos en sus asistentes.
Algunos acontecimientos recientes dan testimonio del impacto de la inteligencia artificial (IA) en el ámbito de la creación intelectual. La incorporación a la literatura, la música o las artes plásticas de resultados obtenidos por medios puramente tecnológicos choca con el concepto mismo de lo que se entiende por creatividad humana.
Recientemente, Paul McCartney, en una entrevista con la BBC, mostró su preocupación por la incorporación de la IA a la creación musical. Basta la definición de un prompt adecuado (esto es, la redacción de un pedido suficientemente bien formulado, con inclusión del género, los instrumentos, el tono y la duración) para que la tecnología genere, sin más, una obra musical. Eso, en opinión del destacado músico, pone en riesgo la tarea de compositores, que ven su trabajo manipulado por la IA sin consideración alguna a la inspiración y el impulso creativos.
Lo mismo ocurre con las artes plásticas: el 8 de febrero, una gran cantidad de artistas estadounidenses solicitaron a Christie’s, una de las mayores casas de subastas neoyorquinas, que suspendiera una próxima subasta de supuestas “obras de arte” creadas por la IA, especialmente entrenada para utilizar obras preexistentes sin el permiso de sus autores. Ese entrenamiento, dijeron los firmantes, explota a los artistas humanos, al usar sus creaciones en beneficio de la generación tecnológica de productos meramente comerciales. Ello constituye, agregaron, “un robo masivo” de la obra y del trabajo de cientos de artistas de carne y hueso. Y la subasta de Christie’s, agregaron, no haría otra cosa más que incentivarlo.
Muy pocos días antes de la protesta de esos artistas, la Oficina de Derechos de Autor del gobierno estadounidense decidió permitir el otorgamiento de derechos intelectuales a obras generadas por la IA, en la medida en que incorporen “significativa autoría humana”.
Estos acontecimientos ponen en el tapete la cuestión de la propiedad sobre las creaciones intelectuales producidas por la inteligencia artificial generativa y abren la puerta a un debate cuyas consecuencias exceden el marco meramente legal. Se cuestiona la naturaleza misma de lo que debe entenderse por creatividad; esto es, el motor de aquello que llamamos arte y que constituye una de las características que nos distinguen de otros seres vivientes y de las computadoras y otros instrumentos tecnológicos.
Una cosa es la inteligencia artificial como creadora y otra, muy distinta, es su uso como un colaborador tecnológico
La cuestión no intenta dilucidar, como pudo haber sucedido en el pasado, si quien escribe en un teclado es susceptible de tener iguales derechos que quienes continuaron usando tintero y pluma de ganso o si el fabricante de velas debe ser protegido de quien produce lámparas incandescentes. Se trata del reconocimiento legal que puede merecer la creatividad artificial, producto no de una mente humana sino de una portentosa combinación de tecnología, memoria y algoritmos.
La decisión del organismo estadounidense –que muy probablemente será seguida por medidas similares en el resto del mundo– tendrá efectos notables: los artistas e intelectuales con manejo de las herramientas tecnológicas que proporciona la inteligencia artificial tendrán una ventaja comparativa significativa frente a quienes no sepan usarlas. Sus creaciones, dentro de ciertos límites, gozarán de idénticos derechos intelectuales que quienes producen luego de invertir 99 por ciento de transpiración y uno por ciento de inspiración, como decía Edison. El manejo de la IA les habrá brindado una inusitada celeridad y un incalculable acceso a recursos e ideas preexistentes, que permitirán la exploración de nuevos horizontes en el campo de las artes.
No obstante, el principio básico de que la protección legal está reservada para la tarea intelectual como producto de la mente humana, exclusivamente, se mantiene. Una cosa es la IA como creadora y otra, muy distinta, es su uso como un colaborador tecnológico. Es por eso que no se otorgarán derechos intelectuales sobre material generado por la IA o sobre obras en las que no haya existido suficiente “control humano” sobre sus elementos expresivos. En estos casos, según el organismo estadounidense, la obra caerá en el dominio público y estará disponible para ser usada libremente.
La cuestión, sin embargo, no está exenta de dudas. ¿Cómo se interpretará si existe o no “significativa autoría humana”? ¿Qué alcance deberá darse a la contribución humana para generar el prompt que a su vez dará lugar a la generación de una obra musical, literaria o plástica? ¿Será acaso la propia IA la llamada a determinar cuánto ella misma contribuyó a la “creación”? ¿Podrá el prompt ser objeto de protección legal? El criterio para responder a estas preguntas debería ser forzosamente restrictivo, y aun negativo, para evitar cometer un error, por vía de interpretaciones amplias de los principios legales preexistentes, que tendría consecuencias fatales sobre el desarrollo de la creatividad humana.
En este sentido, por ejemplo, debería tenerse en cuenta que un prompt no será nunca algo más que un método para obtener un resultado, pero no el resultado mismo. Siempre será necesaria –y debería exigirse– la actividad intelectual y creativa del hombre, no en la creación del prompt, sino en la elaboración final de su resultado, por medio de su visión artística e inspiración creativa.
Puede sonar grandilocuente, pero el género humano debe resistir la tentación de dejar que sea la tecnología la que resuelva cuestiones que hacen a nuestra propia naturaleza, en particular las ligadas a la creación artística. Aquella debe ser nuestra colaboradora, al tiempo que debemos evitar ser nosotros quienes nos convirtamos en sus asistentes.
Asistimos a un complejo debate acerca de la propiedad sobre las creaciones producidas por la IA generativa en distintos ámbitos artísticos LA NACION