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Garantismo y seguridad

Las expresiones vertidas recientemente por el presidente Javier Milei contra la instalación de una cultura que considera a los delincuentes “víctimas del sistema”, en línea con lo que llamó el “wokismo jurídico” sostenido por el doctor Eugenio Zaffaroni, ponen nuevamente sobre el tapete un viejo tema frente a los alarmantes índices de inseguridad.

Un grupo de magistrados y docentes acaba de difundir una declaración en desagravio al citado exjuez de la Corte Suprema de Justicia, poblada de frases altisonantes. Afirmaciones como “el límite para el derecho penal es la Constitución” o “en un Estado de Derecho el garantismo penal no es una opción, es una obligación” revelan el núcleo de la problemática denunciada por el primer mandatario. Nuestra sociedad es víctima cotidiana del notorio fracaso del Estado en su enfrentamiento con el delito. Le ha cabido un papel decisivo en esta dramática situación a la corriente del llamado “garantismo penal”, difundido en muchas de las cátedras universitarias de nuestro país, en publicaciones, dictámenes y fallos judiciales, en parte de nuestra legislación y hasta en la estructura misma de nuestro sistema judicial.

El garantismo, una ideología jurídica nacida hace más de dos siglos, propone una forma de ver, interpretar, exponer y hacer funcionar el derecho. Cobró fuerza a partir de los años noventa como contracara de los supuestos abusos del llamado “neoliberalismo”. Se opone al excesivo afán punitivo del Estado, al que acusa de terminar “criminalizando la pobreza”, protegiendo exclusivamente a los que están incluidos en el sistema y castigando a quienes quedan fuera de él. Cuestiona así un derecho penal que, según argumenta, ignoraría los condicionantes sociales de los delincuentes y es utilizado como instrumento de los que “poseen derechos” en contra de los que carecen de ellos.

Esa perspectiva, tan ligada a la visión de la historia y la sociedad como resultante de una “lucha de clases” y del sistema legal como herramienta creada por los dueños de los medios de producción contra el proletariado –según el pensamiento marxista–, tiene instalado el gen del fracaso en su propia concepción. Un grave error en el diagnóstico del mal que se sufre no puede más que acarrear equivocaciones de igual magnitud en su intento de remediación. La prohibición de determinados comportamientos y su castigo en caso de ser comprobados se verifica en el propio origen de la vida en comunidad, como condición insoslayable. Las leyes tienen como fin garantizar el orden y el desenvolvimiento pacífico de la vida social. Y por más que se insista en que la pena no es para castigar sino para resocializar al delincuente, lo cierto es que esa resocialización no contempla, en general, alternativas voluntarias, dado que el Estado la impone en forma coercitiva a quienes delinquen, y no en favor de los más poderosos o más inteligentes contra los débiles e ignorantes como se esgrime. La pena establecida en la ley no es una retribución del acto inteligente del hombre, sino del acto voluntario.

La contribución del garantismo al control permanente de los posibles abusos del Estado, así como su atención a los efectos que en el delito tienen las inequidades y desigualdades presentes en la sociedad, es valiosa solo como denuncia o alerta. Pero su visión del crimen como un “conflicto social” y la atenuación de la responsabilidad y de las penas para quienes producen delitos violentos porque provienen de sectores carenciados han cooperado determinantemente en el tan generalizado como grave proceso de impunidad e ineficiencia judicial que padecemos. Su impacto en el creciente deterioro de la seguridad pública, que afecta todos los aspectos de la vida social, es innegable. Lamentablemente, se constata no solo en las estadísticas, sino también en el enrejamiento de las viviendas y en el crecimiento de barrios privados con seguridad, en la sospecha y el miedo en el trato al prójimo así como en muchas otras alteraciones impuestas por la realidad en la cotidiana vida comunitaria. Bajo el influjo del garantismo se promueve que, como es más difícil comprobar y sancionar los delitos políticos o económicos, entonces no debieran castigarse con tanta dureza aquellos violentos cometidos en las calles, propios de los más desposeídos.

Por el contrario, son los crímenes de violencia los que primero debiéramos prevenir y reprimir, porque la pérdida de bienes materiales presente en los delitos defraudatorios y de corrupción puede ser reparable en la vida de una persona, de una empresa o de una nación. En cambio, cuando un individuo sale con un arma a delinquir estamos ante el probable escenario de la afectación de bienes irreparables, como la vida o una incapacidad permanente de una víctima. El Estado debe prioritariamente custodiar la vida, la salud y la propiedad de las personas amenazadas por la violencia física, comenzando por recuperar la educación en el respeto de esos valores, hoy perdidos para muchos desde la niñez.

Precisamente, esa ideología garantista responsable de la mayor inseguridad ciudadana castiga a los más desposeídos, abandonados a su suerte por falta de presencia policial en sus vecindarios. El garantismo ha contribuido también a maniatar a los agentes del orden, cada vez con mayor frecuencia acusados de gatillo fácil y de abusos ante cualquier intervención espontánea, judicializando el concepto de la seguridad, con exigencias y prescripciones impracticables. La ideología garantista se opone y evita la implantación del sistema de “tolerancia cero” a las infracciones, por nimias que sean, que tan buen resultado ha dado en las sociedades más desarrolladas. De igual forma, rechaza el uso de medios de inteligencia en el combate al crimen organizado. En el campo legislativo ha creado órganos de apelación en los juicios –ahora nada menos que cuatro instancias revisoras en la Capital– para que pueda quedar firme una sentencia.

Los cultores del garantismo penal, aferrados a dogmas impracticables que persiguen finalidades políticas, se oponen a la aplicación del Código Penal para el restablecimiento del orden social. Es preciso reinstalar el sentido común para que la Justicia le devuelva la confianza a la sociedad, recupere las calles para los vecinos, proteja a la niñez y adolescencia gravemente en riesgo por la violencia y el narcotráfico, principalmente en los barrios más pobres, y ponga énfasis en la prevención, contando para ello con el respaldo de todo el arco político y del sistema judicial sin dudas ni dobleces. Sin olvidar, tampoco, que la educación es la herramienta por excelencia para garantizar la disminución de la delincuencia.

Las expresiones vertidas recientemente por el presidente Javier Milei contra la instalación de una cultura que considera a los delincuentes “víctimas del sistema”, en línea con lo que llamó el “wokismo jurídico” sostenido por el doctor Eugenio Zaffaroni, ponen nuevamente sobre el tapete un viejo tema frente a los alarmantes índices de inseguridad.

Un grupo de magistrados y docentes acaba de difundir una declaración en desagravio al citado exjuez de la Corte Suprema de Justicia, poblada de frases altisonantes. Afirmaciones como “el límite para el derecho penal es la Constitución” o “en un Estado de Derecho el garantismo penal no es una opción, es una obligación” revelan el núcleo de la problemática denunciada por el primer mandatario. Nuestra sociedad es víctima cotidiana del notorio fracaso del Estado en su enfrentamiento con el delito. Le ha cabido un papel decisivo en esta dramática situación a la corriente del llamado “garantismo penal”, difundido en muchas de las cátedras universitarias de nuestro país, en publicaciones, dictámenes y fallos judiciales, en parte de nuestra legislación y hasta en la estructura misma de nuestro sistema judicial.

El garantismo, una ideología jurídica nacida hace más de dos siglos, propone una forma de ver, interpretar, exponer y hacer funcionar el derecho. Cobró fuerza a partir de los años noventa como contracara de los supuestos abusos del llamado “neoliberalismo”. Se opone al excesivo afán punitivo del Estado, al que acusa de terminar “criminalizando la pobreza”, protegiendo exclusivamente a los que están incluidos en el sistema y castigando a quienes quedan fuera de él. Cuestiona así un derecho penal que, según argumenta, ignoraría los condicionantes sociales de los delincuentes y es utilizado como instrumento de los que “poseen derechos” en contra de los que carecen de ellos.

Esa perspectiva, tan ligada a la visión de la historia y la sociedad como resultante de una “lucha de clases” y del sistema legal como herramienta creada por los dueños de los medios de producción contra el proletariado –según el pensamiento marxista–, tiene instalado el gen del fracaso en su propia concepción. Un grave error en el diagnóstico del mal que se sufre no puede más que acarrear equivocaciones de igual magnitud en su intento de remediación. La prohibición de determinados comportamientos y su castigo en caso de ser comprobados se verifica en el propio origen de la vida en comunidad, como condición insoslayable. Las leyes tienen como fin garantizar el orden y el desenvolvimiento pacífico de la vida social. Y por más que se insista en que la pena no es para castigar sino para resocializar al delincuente, lo cierto es que esa resocialización no contempla, en general, alternativas voluntarias, dado que el Estado la impone en forma coercitiva a quienes delinquen, y no en favor de los más poderosos o más inteligentes contra los débiles e ignorantes como se esgrime. La pena establecida en la ley no es una retribución del acto inteligente del hombre, sino del acto voluntario.

La contribución del garantismo al control permanente de los posibles abusos del Estado, así como su atención a los efectos que en el delito tienen las inequidades y desigualdades presentes en la sociedad, es valiosa solo como denuncia o alerta. Pero su visión del crimen como un “conflicto social” y la atenuación de la responsabilidad y de las penas para quienes producen delitos violentos porque provienen de sectores carenciados han cooperado determinantemente en el tan generalizado como grave proceso de impunidad e ineficiencia judicial que padecemos. Su impacto en el creciente deterioro de la seguridad pública, que afecta todos los aspectos de la vida social, es innegable. Lamentablemente, se constata no solo en las estadísticas, sino también en el enrejamiento de las viviendas y en el crecimiento de barrios privados con seguridad, en la sospecha y el miedo en el trato al prójimo así como en muchas otras alteraciones impuestas por la realidad en la cotidiana vida comunitaria. Bajo el influjo del garantismo se promueve que, como es más difícil comprobar y sancionar los delitos políticos o económicos, entonces no debieran castigarse con tanta dureza aquellos violentos cometidos en las calles, propios de los más desposeídos.

Por el contrario, son los crímenes de violencia los que primero debiéramos prevenir y reprimir, porque la pérdida de bienes materiales presente en los delitos defraudatorios y de corrupción puede ser reparable en la vida de una persona, de una empresa o de una nación. En cambio, cuando un individuo sale con un arma a delinquir estamos ante el probable escenario de la afectación de bienes irreparables, como la vida o una incapacidad permanente de una víctima. El Estado debe prioritariamente custodiar la vida, la salud y la propiedad de las personas amenazadas por la violencia física, comenzando por recuperar la educación en el respeto de esos valores, hoy perdidos para muchos desde la niñez.

Precisamente, esa ideología garantista responsable de la mayor inseguridad ciudadana castiga a los más desposeídos, abandonados a su suerte por falta de presencia policial en sus vecindarios. El garantismo ha contribuido también a maniatar a los agentes del orden, cada vez con mayor frecuencia acusados de gatillo fácil y de abusos ante cualquier intervención espontánea, judicializando el concepto de la seguridad, con exigencias y prescripciones impracticables. La ideología garantista se opone y evita la implantación del sistema de “tolerancia cero” a las infracciones, por nimias que sean, que tan buen resultado ha dado en las sociedades más desarrolladas. De igual forma, rechaza el uso de medios de inteligencia en el combate al crimen organizado. En el campo legislativo ha creado órganos de apelación en los juicios –ahora nada menos que cuatro instancias revisoras en la Capital– para que pueda quedar firme una sentencia.

Los cultores del garantismo penal, aferrados a dogmas impracticables que persiguen finalidades políticas, se oponen a la aplicación del Código Penal para el restablecimiento del orden social. Es preciso reinstalar el sentido común para que la Justicia le devuelva la confianza a la sociedad, recupere las calles para los vecinos, proteja a la niñez y adolescencia gravemente en riesgo por la violencia y el narcotráfico, principalmente en los barrios más pobres, y ponga énfasis en la prevención, contando para ello con el respaldo de todo el arco político y del sistema judicial sin dudas ni dobleces. Sin olvidar, tampoco, que la educación es la herramienta por excelencia para garantizar la disminución de la delincuencia.

 Frente al crecimiento del delito, es imprescindible abandonar dogmas que solo favorecen la impunidad y la ineficiencia judicial  LA NACION

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