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En la iglesia una historia fuerte los unió, se distanciaron, y 30 años después pasó lo inesperado: “Besos al aire”

Sus padres eran desaparecidos, los de él, también. Laura tenía dieciséis, cuando con cierta timidez ingresó a la iglesia del barrio y lo vio entre otros jóvenes que atravesaban su misma situación de vida. En tiempos de revoluciones internas, ella buscaba identidad y respuestas a interrogantes por momentos imposibles de contestar. Quizás, tan solo quizás, en sus pares podría hallar cierta luz que mitigara las sensaciones de soledad. Así también lo creían sus familiares, la iglesia y otras organizaciones civiles, responsables de organizar el encuentro para asistirlos, acompañarlos en su camino.

Él tenía 17, era de Córdoba Capital pero estudiaba en la Escuela Agrotécnica de Bell Ville. Laura, en cambio, era de Capital Federal, estudiaba en el Liceo 12 de Caballito, que por aquellos tiempos era solo de mujeres.

Se enamoraron. Se enamoraron profundamente, pero, tal vez por su propia timidez o la edad, que no encuentra todas las palabras, nunca expresaron hasta qué punto se amaban.

El primer amor y el peso de la distancia: “Una eterna pausa”

Vivían lejos el uno del otro, varios kilómetros los separaban, y aún así Laura no dudó en comunicarles a sus familiares que quería a ese chico cordobés, que la había encandilado casi desde el primer instante: “Y así, nuestros familiares estuvieron de acuerdo con que nos viésemos cada quince días, alternando ciudades”, cuenta Laura, mientras rememora su historia.

Tiempos de campamentos, amistad y amor.

Con su enamoramiento llegaron las primeras experiencias de un amor intenso, que los llevó a descubrirse en todos sus sentidos. A los encuentros en la iglesia, y las visitas quincenales, los acompañaban otras actividades, como campamentos y retiros en diversas ciudades. La vida les sonreía, Laura sentía que todo con él era más vibrante, y que en él había hallado a un compañero que la comprendía como nadie más.

Sin embargo, la lejanía comenzó a pesar en ellos en aquel 1989: “Si bien nunca hubo un cierre `formal´, el tiempo y la distancia pusieron en `una eterna pausa´ la relación”.

¿Acaso se puede olvidar un amor tan intenso?

La mayor distancia llegó el día en que la carrera de él los alejó más aún. Mientras tanto, Laura conoció a otro hombre, y antes de los veinte quedó embarazada, lo que los puso, de pronto, en horizontes que parecían pertenecer a diferentes mundos. Ella, en el fondo, había soñado con un reencuentro, un acercamiento que los llevara a un renacer en su relación, sin embargo, aquel sueño apareció ante ellos imposible.

“Sus estudios y su vida en Estados Unidos durante veinte años pusieron más distancia y el embarazo mío dejó cualquier posible reencuentro en una mayor pausa”, observa Laura. Una pausa que duró más de 30 años.

¿Acaso se puede olvidar un amor tan intenso? Se preguntó desde entonces Laura casi cada día, hasta que en un amanecer sincrónico, en un contacto intencionado, ambos descubrieron que ninguno había dejado de pensar en el otro y decidieron promover esa reunión postergada: “Vencimos temores a romper algo que teníamos idealizado y propiciamos un encuentro que fue amoroso, pero también apasionado”.

¿Acaso se puede olvidar un amor tan intenso?

¿Cuántas probabilidades hay de reencontrarse con el primer amor?

Un día como cualquier otro, pero muy diferente para Laura y su amor de antaño, la pausa que parecía eterna volvió a marchar treinta años después. El impacto fue arrollador. Tras el encuentro, Laura se sentó en la soledad de su hogar y escribió:

¿Cuántas probabilidades hay de reencontrarse con el primer amor? Esa misma persona que te había amado cuando el cuerpo florecía a los quince y que volvía para amarte casi cuatro décadas después cuando el mismo cuerpo comenzaba a secarse. (…)

Lo más sensato hubiese sido reencontrarnos en un cementerio, despidiendo a algún conocido que parte demasiado pronto por las secuelas que la dictadura dejó en nosotros luego del secuestro y la desaparición de nuestros padres, sin embargo estábamos en mi casa, un escenario muy diferente y a instancias de nuestras voluntades.

La cama de plaza y media en mi habitación parecía pequeña pero pronto fue suficiente. El aire acondicionado disipó la humedad de febrero. El chardonnay sirvió no para festejar sino para relajar unos nervios adolescentes. Todavía quedaba algo del pibe desfachatado y de la piba introvertida que habían noviado por meses, cartas mediante – que aún conservo- y que se visitaban cada vez que la Escuela Agrotécnica de Bell Ville o el Liceo 12 de señoritas de Caballito lo permitían.

No hubo reclamos ni cuestionamientos, sabíamos de sobra que la lejanía y algunas malas decisiones nos habían distanciado. Ahora también sabíamos que esa distancia no iba a ser para siempre. Desde hacía un tiempo nos había acercado un chat de amigos en común. Los mensajes por privado, previos a reunirnos encendieron un fuego nunca apagado y también nos proporcionó un espacio para disipar el miedo que me tenía paralizada y postergaba el encuentro. Claro que ya no éramos los mismos, las dagas que lanza la vida nos habían dejado el alma llena de cicatrices y aún así reconocimos a esos pibes que se querían bien. Despojamos el momento de nosotros mismos para amarnos como no nos habíamos atrevido a hacerlo en los duros ochenta, ahora con nuestros cuerpos blandos. Fue una noche, solo una, pero bastó para saber que era extraordinaria y entonces quedamos rendidos al deseo.

Nos recorrimos con las manos tibias, con las lenguas cargadas y con ojos de nostalgia. Como en misa, nos escuchamos respirar en silencio. No hubo mucho para decir. Nos inundamos del otro, una y otra vez hasta agotar la madrugada. También nos besamos, nos besamos mucho, como lo hacíamos en el tren cuando íbamos de Buenos Aires a Córdoba y viceversa para visitarnos. Él me besó con amor. Yo lo besé con desesperación, lo besé una y otra vez, casi un beso por cada beso al aire que di cuando no supe de él durante más de treinta años.

“No nos despedimos”, revela Laura hoy. “Porque nos quedamos con la certeza que siempre habrá formas de volver a encontrarnos”.

Si querés contarle tu historia a la Señorita Heart, escribile a corazones@lanacion.com.ar

Sus padres eran desaparecidos, los de él, también. Laura tenía dieciséis, cuando con cierta timidez ingresó a la iglesia del barrio y lo vio entre otros jóvenes que atravesaban su misma situación de vida. En tiempos de revoluciones internas, ella buscaba identidad y respuestas a interrogantes por momentos imposibles de contestar. Quizás, tan solo quizás, en sus pares podría hallar cierta luz que mitigara las sensaciones de soledad. Así también lo creían sus familiares, la iglesia y otras organizaciones civiles, responsables de organizar el encuentro para asistirlos, acompañarlos en su camino.

Él tenía 17, era de Córdoba Capital pero estudiaba en la Escuela Agrotécnica de Bell Ville. Laura, en cambio, era de Capital Federal, estudiaba en el Liceo 12 de Caballito, que por aquellos tiempos era solo de mujeres.

Se enamoraron. Se enamoraron profundamente, pero, tal vez por su propia timidez o la edad, que no encuentra todas las palabras, nunca expresaron hasta qué punto se amaban.

El primer amor y el peso de la distancia: “Una eterna pausa”

Vivían lejos el uno del otro, varios kilómetros los separaban, y aún así Laura no dudó en comunicarles a sus familiares que quería a ese chico cordobés, que la había encandilado casi desde el primer instante: “Y así, nuestros familiares estuvieron de acuerdo con que nos viésemos cada quince días, alternando ciudades”, cuenta Laura, mientras rememora su historia.

Tiempos de campamentos, amistad y amor.

Con su enamoramiento llegaron las primeras experiencias de un amor intenso, que los llevó a descubrirse en todos sus sentidos. A los encuentros en la iglesia, y las visitas quincenales, los acompañaban otras actividades, como campamentos y retiros en diversas ciudades. La vida les sonreía, Laura sentía que todo con él era más vibrante, y que en él había hallado a un compañero que la comprendía como nadie más.

Sin embargo, la lejanía comenzó a pesar en ellos en aquel 1989: “Si bien nunca hubo un cierre `formal´, el tiempo y la distancia pusieron en `una eterna pausa´ la relación”.

¿Acaso se puede olvidar un amor tan intenso?

La mayor distancia llegó el día en que la carrera de él los alejó más aún. Mientras tanto, Laura conoció a otro hombre, y antes de los veinte quedó embarazada, lo que los puso, de pronto, en horizontes que parecían pertenecer a diferentes mundos. Ella, en el fondo, había soñado con un reencuentro, un acercamiento que los llevara a un renacer en su relación, sin embargo, aquel sueño apareció ante ellos imposible.

“Sus estudios y su vida en Estados Unidos durante veinte años pusieron más distancia y el embarazo mío dejó cualquier posible reencuentro en una mayor pausa”, observa Laura. Una pausa que duró más de 30 años.

¿Acaso se puede olvidar un amor tan intenso? Se preguntó desde entonces Laura casi cada día, hasta que en un amanecer sincrónico, en un contacto intencionado, ambos descubrieron que ninguno había dejado de pensar en el otro y decidieron promover esa reunión postergada: “Vencimos temores a romper algo que teníamos idealizado y propiciamos un encuentro que fue amoroso, pero también apasionado”.

¿Acaso se puede olvidar un amor tan intenso?

¿Cuántas probabilidades hay de reencontrarse con el primer amor?

Un día como cualquier otro, pero muy diferente para Laura y su amor de antaño, la pausa que parecía eterna volvió a marchar treinta años después. El impacto fue arrollador. Tras el encuentro, Laura se sentó en la soledad de su hogar y escribió:

¿Cuántas probabilidades hay de reencontrarse con el primer amor? Esa misma persona que te había amado cuando el cuerpo florecía a los quince y que volvía para amarte casi cuatro décadas después cuando el mismo cuerpo comenzaba a secarse. (…)

Lo más sensato hubiese sido reencontrarnos en un cementerio, despidiendo a algún conocido que parte demasiado pronto por las secuelas que la dictadura dejó en nosotros luego del secuestro y la desaparición de nuestros padres, sin embargo estábamos en mi casa, un escenario muy diferente y a instancias de nuestras voluntades.

La cama de plaza y media en mi habitación parecía pequeña pero pronto fue suficiente. El aire acondicionado disipó la humedad de febrero. El chardonnay sirvió no para festejar sino para relajar unos nervios adolescentes. Todavía quedaba algo del pibe desfachatado y de la piba introvertida que habían noviado por meses, cartas mediante – que aún conservo- y que se visitaban cada vez que la Escuela Agrotécnica de Bell Ville o el Liceo 12 de señoritas de Caballito lo permitían.

No hubo reclamos ni cuestionamientos, sabíamos de sobra que la lejanía y algunas malas decisiones nos habían distanciado. Ahora también sabíamos que esa distancia no iba a ser para siempre. Desde hacía un tiempo nos había acercado un chat de amigos en común. Los mensajes por privado, previos a reunirnos encendieron un fuego nunca apagado y también nos proporcionó un espacio para disipar el miedo que me tenía paralizada y postergaba el encuentro. Claro que ya no éramos los mismos, las dagas que lanza la vida nos habían dejado el alma llena de cicatrices y aún así reconocimos a esos pibes que se querían bien. Despojamos el momento de nosotros mismos para amarnos como no nos habíamos atrevido a hacerlo en los duros ochenta, ahora con nuestros cuerpos blandos. Fue una noche, solo una, pero bastó para saber que era extraordinaria y entonces quedamos rendidos al deseo.

Nos recorrimos con las manos tibias, con las lenguas cargadas y con ojos de nostalgia. Como en misa, nos escuchamos respirar en silencio. No hubo mucho para decir. Nos inundamos del otro, una y otra vez hasta agotar la madrugada. También nos besamos, nos besamos mucho, como lo hacíamos en el tren cuando íbamos de Buenos Aires a Córdoba y viceversa para visitarnos. Él me besó con amor. Yo lo besé con desesperación, lo besé una y otra vez, casi un beso por cada beso al aire que di cuando no supe de él durante más de treinta años.

“No nos despedimos”, revela Laura hoy. “Porque nos quedamos con la certeza que siempre habrá formas de volver a encontrarnos”.

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