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Emigró a Francia con su pareja y, aunque no hablaba francés desde la secundaria, apostó por su carrera de actriz:“No sé bien cómo pasó”

John Travolta dijo alguna vez que la actuación es una mezcla de suerte y elección. Camila Benatar usó las dos herramientas para cumplir su objetivo. Tenía la idea de subirse a las tablas desde adolescente, cuando inició sus pasos con clases de teatro. La tentación de ir a conquistar mundo, no borró las intenciones, todo lo contrario. Más bien le abrió, con una cuota de suerte, horizontes que nunca hubiera imaginado.

Nació en Capital, pero se mudó muchísimas veces de pequeña. Palermo es el barrio en el que más vivió. Allí cursó la escuela primaria. Por entonces vivía con sus padres, ambos artistas. Por parte de él tiene dos hermanos más grandes, y por parte de mamá, que volvió a formar pareja luego de separarse de su padre, tiene dos hermanos más. Pasó una infancia placentera con amigas, aunque recuerda que jugaba mucho sola. “De hecho actuaba bastante -recuerda-. Imaginaba que trabajaba en diferentes lugares: como camarera atendía a clientes imaginarios; tenía mi propio programa de televisión frente al espejo. Cuando algún familiar me agarraba infraganti, moría de vergüenza. Siempre fui bastante tímida”.

Su rol en el cortometraje sobre los 60

A los quince años empezó teatro para adolescentes con Silvana Amaro. Había hecho talleres de más chica, pero esta vez se sintió diferente, con otro compromiso. Poco tiempo le llevó decidir que eso es lo que querría hacer siempre, lo que elegiría como profesión. Cuando terminó el secundario optó, sin embargo, por la carrera de dirección cinematográfica. “Consumía mucho cine y tenía especial interés por el detrás de escena -relata-. Ese estudio me dio numerosas herramientas”. En paralelo, siguió con formaciones de teatro. Esta vez, en la academia para adultos de Raúl Serrano.

Un novio para viajar y husmear fuera

Desde siempre le había atraído muchísimo la idea de viajar. Cuando empezó la universidad, conoció gente de otras provincias y de otros países. Tuvo compañeros de Costa Rica, Alemania y Colombia. “Fue un momento de gran apertura mental -explica-. No podía parar de hacerles preguntas respecto de sus lugares de origen. Me despertó muchísimo la curiosidad. Quería ir a cada sitio que me nombraran o viera en algún documental. En determinado momento, me dije que cuando terminara la carrera y la escuela de teatro me iría un año a algún lado, como fuera”.

El momento en cuestión se acercaba y paradójicamente se ponía en pareja con alguien que también tenía muchos deseos de viajar. Al principio pensaron que ese podría ser su punto de inflexión, y que cada uno iría por su lado. Pero a medida que el vínculo se fortalecía, surgió la idea de viajar juntos. Así que armaron sus mochilas y se lanzaron a la aventura.

El primer viaje empezó en Estados Unidos, como invitados a la boda de la prima de Tomás, hoy su marido, que allí vive. Estuvieron un año y medio recorriendo y trabajando en distintos países de América hasta que volvieron a Buenos Aires. “Fue una experiencia muy enriquecedora -sigue-. Pero luego de unos meses en casa, el bicho viajero nos volvió a picar. Nos propusimos cruzar el Atlántico. Nunca habíamos estado en el viejo continente y a mi me llamaba mucho la atención el francés que había estudiado en la secundaria. Era mi materia preferida y siempre tuve el anhelo de ir a Francia”. Ese país justo ofrecía una visa de vacaciones y trabajo por un año, así que se apuntaron los dos.

Muchos fueron los retos que debieron enfrentar. “En primer lugar, la burocracia -asegura-. No habíamos llegado y ya nos topábamos con una lista de papeles y formularios. Con mucha paciencia y el privilegio de poder aplicar reunimos todos los requisitos. El otro reto fue despedirme de mi familia y amigos. Lo sufro mucho cada vez que me toca. Sin embargo, cuando vine para Francia en 2018, creí que esta experiencia sería corta, así que me fue un poco menos difícil. Ahora lo más duro es la distancia con todos aquellos vínculos que quedan en Argentina y no estar presente en los momentos más difíciles o en los que son motivo de celebración”.

Cuando trabaja como Guía de Turismo siente que es también actuar

Camila tenía por entonces un buen nivel de francés, pero no lo hablaba desde el colegio secundario. De manera que los primeros meses fueron de mucho ejercicio mental y dolor de cabeza. Su pareja no hablaba ni una palabra, así que ella se puso al hombro todos los trámites e intercambios. Esto, a su vez, la ayudó muchísimo a desoxidarse y aprender más rápido. Después de unos pocos meses de trabajar en francés, ya lo hablaba con comodidad. “Aun así -afirma-, la cultura francesa fue un desafío. Tuve que hacer trámites que para quien vive aquí son muy básicos o tienen resueltos de pequeños, como una tarjeta de identidad o el ingreso al sistema de seguro social.

Las tablas en galo

El año transcurría y la experiencia era muy enriquecedora. Ella mejoraba en el francés, uno de los objetivos con los que viajó, y conocía mejor la cultura y otras ciudades. Tomás aprendía el idioma y se adentraba en el mundo gastronómico, como cocinero. Los doce meses pasaron muy rápido y tenían el deseo de extender un poco más su estadía. Casi seis años después, allí siguen. “No sé bien cómo pasó -asegura-, pero un día me di cuenta de que efectivamente estaba viviendo aquí”. De aquél lado del océano siguen siendo Tomás y ella, pero “no estamos solos -sostiene-, contamos con una muy linda red de amigos que fuimos haciendo en estos años aquí”.

Una vez que la actuación apareció, nunca la dejó. Y esto fue hace 16 años. Hubo ciclos donde pudo enfocarse más y dedicarle más tiempo, y otros en donde priorizó otras cosas. Aunque nunca perdió la conexión. En Los Ángeles, por ejemplo, encontró y participó en un pequeño taller de teatro con un profesor local. En París en 2019 conoció y se sumó a la troupe del Teatro Aleph. Un grupo que nació en Chile, como su director Óscar Castro, y bajo la dictadura de Pinochet se exilió en Paris, donde continuó camino. “Conocí gente muy valiosa -sigue-, y participé en una de las obras que estuvieron en cartel: “La magie de l’Argent” (“La magia del dinero”). Con la pandemia, todo se puso en pausa. Y el teatro sufrió la terrible pérdida de Óscar.

Nunca abandonó su pasión por la actuación, y menos imaginó que viajar podría ayudarla en su carrera

Estuvo huérfana de espacio teatral unos años hasta que encontró un oasis en la Ciudad Universitaria de Paris, más precisamente en La Casa Argentina. Un taller de teatro en castellano dictado por una actriz y directora compatriota, Romina Ardalla. Hoy transita su tercer año muy a gusto. “Se producen cosas maravillosas -afirma-. Hace muy poquito presentamos una obra de teatro infantil, inspirada en la poética de Hugo Midón y con sus canciones. Sigo muy conectada con Argentina, me es inevitable y algún día me encantaría tener proyectos allí”.

Hoy combina el teatro con su tarea como guía de turismo. “Trabajo de forma freelance para distintas agencias dando paseos a pie por diferentes barrios de Paris -continúa-. Había tenido la experiencia de guía en Buenos Aires, y me encantó. Así que en 2022 cuando me sentí preparada, me lancé aquí. Para mi, cada tour, en cierta forma, es una pieza teatral. En paralelo, sigo priorizando los ensayos y presentaciones del taller de teatro y audicionando para proyectos audiovisuales. En este último tiempo participé en algunos cortometrajes de jóvenes muy implicados. Proyectos que me gustaron mucho y que a su vez fueron (y son) un espacio muy valioso de crecimiento.

Casi 6 años después de haber llegado no deja de sorprenderse de todo lo que logró

También protagonizó un cortometraje que filmó con amigos de la universidad en Buenos Aires. Uno de ellos vive en Francia y otro viajó especialmente con su cámara. “En una semana escribimos y filmamos un cortometraje de diez minutos que ahora está en postproducción”, relata.

Pero además ha participado en grandes producciones. “Saliendo de la pandemia me llamaron para una pequeña participación en la serie “Franklin”, con Michael Douglas -recuerda-. La misma mañana del rodaje y antes de entrar a filmar nos hicieron un test de Covid. Yo ya tenía puesta la peluca y estaba terminando con el pomposo vestuario de época cuando me dicen que mi test había resultado positivo. No tenía síntomas y no lo podía creer”.

Actuar en francés tiene sus bemoles. “El trabajo de actor en otro idioma es distinto -señala-. Cuando me uní al primer taller de teatro, lo que más me costaba era improvisar. Mi cuerpo iba mucho más rápido que mi mente y había una gran disonancia. Fue un enorme entrenamiento. Un poco frustrante por momentos. Otra cosa que noto es que tener un acento extranjero puede ser una gran virtud si es la particularidad que alguien está buscando. Pero eso no sucede no es la mayoría de los casos”. Ha tomado clases de fonética para aprender a esconderlo lo más posible pero, además de que no es nada fácil, siempre hay algo que la delata. “Creo que las nuevas generaciones están más abiertas y les importa menos esto -indica-. Los escritores ya establecidos y que trabajan hace ya tiempo, no piensan por lo general en personajes con acento. Y si lo hacen, es por alguna razón muy específica que da con el personaje, la mayoría de las veces, algún cliché. Pero esto podría ir cambiando. El teatro, por otro lado, creo que discrimina un poco menos en este sentido, ya que todo es una gran convención”.

Según cuenta, Francia apoya a los trabajadores del espectáculo. “Tiene un sistema llamado intermitencia que creo que en el mundo sólo se replica en Bélgica -explica-. Gracias a él si sos trabajador de este arte (delante o detrás de cámara, en teatro o en la música) y podés demostrar al gobierno que trabajás en ello de forma intermitente (es decir, una cierta cantidad de horas al año) el Estado te apoya económicamente durante los meses en los que no has conseguido trabajo para que no tengas que abandonar y buscar sustento económico en cualquier otro rubro, cosa que te quitaría la disponibilidad necesaria para seguir en el oficio. Es un estatuto que hay que renovar cada año y no siempre es fácil llegar a la cantidad de horas mínima cuando se empieza (un poco más de 500 al año), pero me parece un gran aliento y herramienta para quienes quieran dedicarse a esto”.

John Travolta dijo alguna vez que la actuación es una mezcla de suerte y elección. Camila Benatar usó las dos herramientas para cumplir su objetivo. Tenía la idea de subirse a las tablas desde adolescente, cuando inició sus pasos con clases de teatro. La tentación de ir a conquistar mundo, no borró las intenciones, todo lo contrario. Más bien le abrió, con una cuota de suerte, horizontes que nunca hubiera imaginado.

Nació en Capital, pero se mudó muchísimas veces de pequeña. Palermo es el barrio en el que más vivió. Allí cursó la escuela primaria. Por entonces vivía con sus padres, ambos artistas. Por parte de él tiene dos hermanos más grandes, y por parte de mamá, que volvió a formar pareja luego de separarse de su padre, tiene dos hermanos más. Pasó una infancia placentera con amigas, aunque recuerda que jugaba mucho sola. “De hecho actuaba bastante -recuerda-. Imaginaba que trabajaba en diferentes lugares: como camarera atendía a clientes imaginarios; tenía mi propio programa de televisión frente al espejo. Cuando algún familiar me agarraba infraganti, moría de vergüenza. Siempre fui bastante tímida”.

Su rol en el cortometraje sobre los 60

A los quince años empezó teatro para adolescentes con Silvana Amaro. Había hecho talleres de más chica, pero esta vez se sintió diferente, con otro compromiso. Poco tiempo le llevó decidir que eso es lo que querría hacer siempre, lo que elegiría como profesión. Cuando terminó el secundario optó, sin embargo, por la carrera de dirección cinematográfica. “Consumía mucho cine y tenía especial interés por el detrás de escena -relata-. Ese estudio me dio numerosas herramientas”. En paralelo, siguió con formaciones de teatro. Esta vez, en la academia para adultos de Raúl Serrano.

Un novio para viajar y husmear fuera

Desde siempre le había atraído muchísimo la idea de viajar. Cuando empezó la universidad, conoció gente de otras provincias y de otros países. Tuvo compañeros de Costa Rica, Alemania y Colombia. “Fue un momento de gran apertura mental -explica-. No podía parar de hacerles preguntas respecto de sus lugares de origen. Me despertó muchísimo la curiosidad. Quería ir a cada sitio que me nombraran o viera en algún documental. En determinado momento, me dije que cuando terminara la carrera y la escuela de teatro me iría un año a algún lado, como fuera”.

El momento en cuestión se acercaba y paradójicamente se ponía en pareja con alguien que también tenía muchos deseos de viajar. Al principio pensaron que ese podría ser su punto de inflexión, y que cada uno iría por su lado. Pero a medida que el vínculo se fortalecía, surgió la idea de viajar juntos. Así que armaron sus mochilas y se lanzaron a la aventura.

El primer viaje empezó en Estados Unidos, como invitados a la boda de la prima de Tomás, hoy su marido, que allí vive. Estuvieron un año y medio recorriendo y trabajando en distintos países de América hasta que volvieron a Buenos Aires. “Fue una experiencia muy enriquecedora -sigue-. Pero luego de unos meses en casa, el bicho viajero nos volvió a picar. Nos propusimos cruzar el Atlántico. Nunca habíamos estado en el viejo continente y a mi me llamaba mucho la atención el francés que había estudiado en la secundaria. Era mi materia preferida y siempre tuve el anhelo de ir a Francia”. Ese país justo ofrecía una visa de vacaciones y trabajo por un año, así que se apuntaron los dos.

Muchos fueron los retos que debieron enfrentar. “En primer lugar, la burocracia -asegura-. No habíamos llegado y ya nos topábamos con una lista de papeles y formularios. Con mucha paciencia y el privilegio de poder aplicar reunimos todos los requisitos. El otro reto fue despedirme de mi familia y amigos. Lo sufro mucho cada vez que me toca. Sin embargo, cuando vine para Francia en 2018, creí que esta experiencia sería corta, así que me fue un poco menos difícil. Ahora lo más duro es la distancia con todos aquellos vínculos que quedan en Argentina y no estar presente en los momentos más difíciles o en los que son motivo de celebración”.

Cuando trabaja como Guía de Turismo siente que es también actuar

Camila tenía por entonces un buen nivel de francés, pero no lo hablaba desde el colegio secundario. De manera que los primeros meses fueron de mucho ejercicio mental y dolor de cabeza. Su pareja no hablaba ni una palabra, así que ella se puso al hombro todos los trámites e intercambios. Esto, a su vez, la ayudó muchísimo a desoxidarse y aprender más rápido. Después de unos pocos meses de trabajar en francés, ya lo hablaba con comodidad. “Aun así -afirma-, la cultura francesa fue un desafío. Tuve que hacer trámites que para quien vive aquí son muy básicos o tienen resueltos de pequeños, como una tarjeta de identidad o el ingreso al sistema de seguro social.

Las tablas en galo

El año transcurría y la experiencia era muy enriquecedora. Ella mejoraba en el francés, uno de los objetivos con los que viajó, y conocía mejor la cultura y otras ciudades. Tomás aprendía el idioma y se adentraba en el mundo gastronómico, como cocinero. Los doce meses pasaron muy rápido y tenían el deseo de extender un poco más su estadía. Casi seis años después, allí siguen. “No sé bien cómo pasó -asegura-, pero un día me di cuenta de que efectivamente estaba viviendo aquí”. De aquél lado del océano siguen siendo Tomás y ella, pero “no estamos solos -sostiene-, contamos con una muy linda red de amigos que fuimos haciendo en estos años aquí”.

Una vez que la actuación apareció, nunca la dejó. Y esto fue hace 16 años. Hubo ciclos donde pudo enfocarse más y dedicarle más tiempo, y otros en donde priorizó otras cosas. Aunque nunca perdió la conexión. En Los Ángeles, por ejemplo, encontró y participó en un pequeño taller de teatro con un profesor local. En París en 2019 conoció y se sumó a la troupe del Teatro Aleph. Un grupo que nació en Chile, como su director Óscar Castro, y bajo la dictadura de Pinochet se exilió en Paris, donde continuó camino. “Conocí gente muy valiosa -sigue-, y participé en una de las obras que estuvieron en cartel: “La magie de l’Argent” (“La magia del dinero”). Con la pandemia, todo se puso en pausa. Y el teatro sufrió la terrible pérdida de Óscar.

Nunca abandonó su pasión por la actuación, y menos imaginó que viajar podría ayudarla en su carrera

Estuvo huérfana de espacio teatral unos años hasta que encontró un oasis en la Ciudad Universitaria de Paris, más precisamente en La Casa Argentina. Un taller de teatro en castellano dictado por una actriz y directora compatriota, Romina Ardalla. Hoy transita su tercer año muy a gusto. “Se producen cosas maravillosas -afirma-. Hace muy poquito presentamos una obra de teatro infantil, inspirada en la poética de Hugo Midón y con sus canciones. Sigo muy conectada con Argentina, me es inevitable y algún día me encantaría tener proyectos allí”.

Hoy combina el teatro con su tarea como guía de turismo. “Trabajo de forma freelance para distintas agencias dando paseos a pie por diferentes barrios de Paris -continúa-. Había tenido la experiencia de guía en Buenos Aires, y me encantó. Así que en 2022 cuando me sentí preparada, me lancé aquí. Para mi, cada tour, en cierta forma, es una pieza teatral. En paralelo, sigo priorizando los ensayos y presentaciones del taller de teatro y audicionando para proyectos audiovisuales. En este último tiempo participé en algunos cortometrajes de jóvenes muy implicados. Proyectos que me gustaron mucho y que a su vez fueron (y son) un espacio muy valioso de crecimiento.

Casi 6 años después de haber llegado no deja de sorprenderse de todo lo que logró

También protagonizó un cortometraje que filmó con amigos de la universidad en Buenos Aires. Uno de ellos vive en Francia y otro viajó especialmente con su cámara. “En una semana escribimos y filmamos un cortometraje de diez minutos que ahora está en postproducción”, relata.

Pero además ha participado en grandes producciones. “Saliendo de la pandemia me llamaron para una pequeña participación en la serie “Franklin”, con Michael Douglas -recuerda-. La misma mañana del rodaje y antes de entrar a filmar nos hicieron un test de Covid. Yo ya tenía puesta la peluca y estaba terminando con el pomposo vestuario de época cuando me dicen que mi test había resultado positivo. No tenía síntomas y no lo podía creer”.

Actuar en francés tiene sus bemoles. “El trabajo de actor en otro idioma es distinto -señala-. Cuando me uní al primer taller de teatro, lo que más me costaba era improvisar. Mi cuerpo iba mucho más rápido que mi mente y había una gran disonancia. Fue un enorme entrenamiento. Un poco frustrante por momentos. Otra cosa que noto es que tener un acento extranjero puede ser una gran virtud si es la particularidad que alguien está buscando. Pero eso no sucede no es la mayoría de los casos”. Ha tomado clases de fonética para aprender a esconderlo lo más posible pero, además de que no es nada fácil, siempre hay algo que la delata. “Creo que las nuevas generaciones están más abiertas y les importa menos esto -indica-. Los escritores ya establecidos y que trabajan hace ya tiempo, no piensan por lo general en personajes con acento. Y si lo hacen, es por alguna razón muy específica que da con el personaje, la mayoría de las veces, algún cliché. Pero esto podría ir cambiando. El teatro, por otro lado, creo que discrimina un poco menos en este sentido, ya que todo es una gran convención”.

Según cuenta, Francia apoya a los trabajadores del espectáculo. “Tiene un sistema llamado intermitencia que creo que en el mundo sólo se replica en Bélgica -explica-. Gracias a él si sos trabajador de este arte (delante o detrás de cámara, en teatro o en la música) y podés demostrar al gobierno que trabajás en ello de forma intermitente (es decir, una cierta cantidad de horas al año) el Estado te apoya económicamente durante los meses en los que no has conseguido trabajo para que no tengas que abandonar y buscar sustento económico en cualquier otro rubro, cosa que te quitaría la disponibilidad necesaria para seguir en el oficio. Es un estatuto que hay que renovar cada año y no siempre es fácil llegar a la cantidad de horas mínima cuando se empieza (un poco más de 500 al año), pero me parece un gran aliento y herramienta para quienes quieran dedicarse a esto”.

 John Travolta dijo alguna vez que la actuación es una mezcla de suerte y elección. Camila Benatar usó las dos herramientas para cumplir su objetivo. Tenía la idea de subirse a las tablas desde adolescente, cuando inició sus pasos con clases de teatro. La tentación de ir a conquistar mundo, no borró las intenciones, todo lo contrario. Más bien le abrió, con una cuota de suerte, horizontes que nunca hubiera imaginado. Nació en Capital, pero se mudó muchísimas veces de pequeña. Palermo es el barrio en el que más vivió. Allí cursó la escuela primaria. Por entonces vivía con sus padres, ambos artistas. Por parte de él tiene dos hermanos más grandes, y por parte de mamá, que volvió a formar pareja luego de separarse de su padre, tiene dos hermanos más. Pasó una infancia placentera con amigas, aunque recuerda que jugaba mucho sola. “De hecho actuaba bastante -recuerda-. Imaginaba que trabajaba en diferentes lugares: como camarera atendía a clientes imaginarios; tenía mi propio programa de televisión frente al espejo. Cuando algún familiar me agarraba infraganti, moría de vergüenza. Siempre fui bastante tímida”. A los quince años empezó teatro para adolescentes con Silvana Amaro. Había hecho talleres de más chica, pero esta vez se sintió diferente, con otro compromiso. Poco tiempo le llevó decidir que eso es lo que querría hacer siempre, lo que elegiría como profesión. Cuando terminó el secundario optó, sin embargo, por la carrera de dirección cinematográfica. “Consumía mucho cine y tenía especial interés por el detrás de escena -relata-. Ese estudio me dio numerosas herramientas”. En paralelo, siguió con formaciones de teatro. Esta vez, en la academia para adultos de Raúl Serrano. Un novio para viajar y husmear fueraDesde siempre le había atraído muchísimo la idea de viajar. Cuando empezó la universidad, conoció gente de otras provincias y de otros países. Tuvo compañeros de Costa Rica, Alemania y Colombia. “Fue un momento de gran apertura mental -explica-. No podía parar de hacerles preguntas respecto de sus lugares de origen. Me despertó muchísimo la curiosidad. Quería ir a cada sitio que me nombraran o viera en algún documental. En determinado momento, me dije que cuando terminara la carrera y la escuela de teatro me iría un año a algún lado, como fuera”. El momento en cuestión se acercaba y paradójicamente se ponía en pareja con alguien que también tenía muchos deseos de viajar. Al principio pensaron que ese podría ser su punto de inflexión, y que cada uno iría por su lado. Pero a medida que el vínculo se fortalecía, surgió la idea de viajar juntos. Así que armaron sus mochilas y se lanzaron a la aventura. El primer viaje empezó en Estados Unidos, como invitados a la boda de la prima de Tomás, hoy su marido, que allí vive. Estuvieron un año y medio recorriendo y trabajando en distintos países de América hasta que volvieron a Buenos Aires. “Fue una experiencia muy enriquecedora -sigue-. Pero luego de unos meses en casa, el bicho viajero nos volvió a picar. Nos propusimos cruzar el Atlántico. Nunca habíamos estado en el viejo continente y a mi me llamaba mucho la atención el francés que había estudiado en la secundaria. Era mi materia preferida y siempre tuve el anhelo de ir a Francia”. Ese país justo ofrecía una visa de vacaciones y trabajo por un año, así que se apuntaron los dos. Muchos fueron los retos que debieron enfrentar. “En primer lugar, la burocracia -asegura-. No habíamos llegado y ya nos topábamos con una lista de papeles y formularios. Con mucha paciencia y el privilegio de poder aplicar reunimos todos los requisitos. El otro reto fue despedirme de mi familia y amigos. Lo sufro mucho cada vez que me toca. Sin embargo, cuando vine para Francia en 2018, creí que esta experiencia sería corta, así que me fue un poco menos difícil. Ahora lo más duro es la distancia con todos aquellos vínculos que quedan en Argentina y no estar presente en los momentos más difíciles o en los que son motivo de celebración”. Camila tenía por entonces un buen nivel de francés, pero no lo hablaba desde el colegio secundario. De manera que los primeros meses fueron de mucho ejercicio mental y dolor de cabeza. Su pareja no hablaba ni una palabra, así que ella se puso al hombro todos los trámites e intercambios. Esto, a su vez, la ayudó muchísimo a desoxidarse y aprender más rápido. Después de unos pocos meses de trabajar en francés, ya lo hablaba con comodidad. “Aun así -afirma-, la cultura francesa fue un desafío. Tuve que hacer trámites que para quien vive aquí son muy básicos o tienen resueltos de pequeños, como una tarjeta de identidad o el ingreso al sistema de seguro social. Las tablas en galo El año transcurría y la experiencia era muy enriquecedora. Ella mejoraba en el francés, uno de los objetivos con los que viajó, y conocía mejor la cultura y otras ciudades. Tomás aprendía el idioma y se adentraba en el mundo gastronómico, como cocinero. Los doce meses pasaron muy rápido y tenían el deseo de extender un poco más su estadía. Casi seis años después, allí siguen. “No sé bien cómo pasó -asegura-, pero un día me di cuenta de que efectivamente estaba viviendo aquí”. De aquél lado del océano siguen siendo Tomás y ella, pero “no estamos solos -sostiene-, contamos con una muy linda red de amigos que fuimos haciendo en estos años aquí”. Una vez que la actuación apareció, nunca la dejó. Y esto fue hace 16 años. Hubo ciclos donde pudo enfocarse más y dedicarle más tiempo, y otros en donde priorizó otras cosas. Aunque nunca perdió la conexión. En Los Ángeles, por ejemplo, encontró y participó en un pequeño taller de teatro con un profesor local. En París en 2019 conoció y se sumó a la troupe del Teatro Aleph. Un grupo que nació en Chile, como su director Óscar Castro, y bajo la dictadura de Pinochet se exilió en Paris, donde continuó camino. “Conocí gente muy valiosa -sigue-, y participé en una de las obras que estuvieron en cartel: “La magie de l’Argent” (“La magia del dinero”). Con la pandemia, todo se puso en pausa. Y el teatro sufrió la terrible pérdida de Óscar. Estuvo huérfana de espacio teatral unos años hasta que encontró un oasis en la Ciudad Universitaria de Paris, más precisamente en La Casa Argentina. Un taller de teatro en castellano dictado por una actriz y directora compatriota, Romina Ardalla. Hoy transita su tercer año muy a gusto. “Se producen cosas maravillosas -afirma-. Hace muy poquito presentamos una obra de teatro infantil, inspirada en la poética de Hugo Midón y con sus canciones. Sigo muy conectada con Argentina, me es inevitable y algún día me encantaría tener proyectos allí”. Hoy combina el teatro con su tarea como guía de turismo. “Trabajo de forma freelance para distintas agencias dando paseos a pie por diferentes barrios de Paris -continúa-. Había tenido la experiencia de guía en Buenos Aires, y me encantó. Así que en 2022 cuando me sentí preparada, me lancé aquí. Para mi, cada tour, en cierta forma, es una pieza teatral. En paralelo, sigo priorizando los ensayos y presentaciones del taller de teatro y audicionando para proyectos audiovisuales. En este último tiempo participé en algunos cortometrajes de jóvenes muy implicados. Proyectos que me gustaron mucho y que a su vez fueron (y son) un espacio muy valioso de crecimiento. También protagonizó un cortometraje que filmó con amigos de la universidad en Buenos Aires. Uno de ellos vive en Francia y otro viajó especialmente con su cámara. “En una semana escribimos y filmamos un cortometraje de diez minutos que ahora está en postproducción”, relata. Pero además ha participado en grandes producciones. “Saliendo de la pandemia me llamaron para una pequeña participación en la serie “Franklin”, con Michael Douglas -recuerda-. La misma mañana del rodaje y antes de entrar a filmar nos hicieron un test de Covid. Yo ya tenía puesta la peluca y estaba terminando con el pomposo vestuario de época cuando me dicen que mi test había resultado positivo. No tenía síntomas y no lo podía creer”. Actuar en francés tiene sus bemoles. “El trabajo de actor en otro idioma es distinto -señala-. Cuando me uní al primer taller de teatro, lo que más me costaba era improvisar. Mi cuerpo iba mucho más rápido que mi mente y había una gran disonancia. Fue un enorme entrenamiento. Un poco frustrante por momentos. Otra cosa que noto es que tener un acento extranjero puede ser una gran virtud si es la particularidad que alguien está buscando. Pero eso no sucede no es la mayoría de los casos”. Ha tomado clases de fonética para aprender a esconderlo lo más posible pero, además de que no es nada fácil, siempre hay algo que la delata. “Creo que las nuevas generaciones están más abiertas y les importa menos esto -indica-. Los escritores ya establecidos y que trabajan hace ya tiempo, no piensan por lo general en personajes con acento. Y si lo hacen, es por alguna razón muy específica que da con el personaje, la mayoría de las veces, algún cliché. Pero esto podría ir cambiando. El teatro, por otro lado, creo que discrimina un poco menos en este sentido, ya que todo es una gran convención”. Según cuenta, Francia apoya a los trabajadores del espectáculo. “Tiene un sistema llamado intermitencia que creo que en el mundo sólo se replica en Bélgica -explica-. Gracias a él si sos trabajador de este arte (delante o detrás de cámara, en teatro o en la música) y podés demostrar al gobierno que trabajás en ello de forma intermitente (es decir, una cierta cantidad de horas al año) el Estado te apoya económicamente durante los meses en los que no has conseguido trabajo para que no tengas que abandonar y buscar sustento económico en cualquier otro rubro, cosa que te quitaría la disponibilidad necesaria para seguir en el oficio. Es un estatuto que hay que renovar cada año y no siempre es fácil llegar a la cantidad de horas mínima cuando se empieza (un poco más de 500 al año), pero me parece un gran aliento y herramienta para quienes quieran dedicarse a esto”.  LA NACION

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