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Itacaré: La pequeña aldea de pescadores que se convirtió en un destino de veraneo en alza

Empiezo por el pasado para entender el presente. En los años 80, Itacaré era un pueblo de pescadores de unos 2.000 habitantes con playas chicas, tipo calas, demarcadas por palmeras y rocas. Con buenas olas para surfear y la mata atlántica sobre los morros. Habrá sido un lugar tan espectacularmente lindo, tranquilo, amigable que muchos se vinieron a vivir y llamaron a otros que llamaron a otros, y así se fue poblando de no-nativos.

Ese primer ímpetu turístico coincidió con una plaga devastadora –vassoura-de-bruxa– en las plantaciones de cacao, que junto con la pesca ocupaban a la mayoría de los pobladores, y eso les dio el pie para diversificarse. Con la ruta asfaltada hasta la ciudad de Ilhéus –70 kilómetros hacia el sur, donde está el aeropuerto más cercano–, surgieron los primeros hoteles, restaurantes, posadas y otra forma de sobrevivir: el turismo.

Itacaré está en la Costa del Cacao, unos 250 kilómetros al sur de Salvador, en una zona donde hay fazendas de cacao y de cocos, el paisaje natural y humano que dio vida a las novelas de Jorge Amado.

Tiene 15 playas de menos de 800 metros y dos largas y un poco más alejadas del pueblo: Itacarezinho, de cuatro kilómetros, y Pontal, de seis. La más cercana al pueblo es Praia do Resende, la que sigue se llama Tiririca y es famosa por el surf: se hacen campeonatos nacionales e internacionales. Siguen Praia da Costa y Praia da Ribeira, y las que están más allá –Siriaco, Prainha, Jeribucaçu, Engenhoca, Havaizinho– tienen una característica distintiva: para llegar, hay que caminar por senderos finitos a través de la mata atlántica, a veces 15 minutos y otras veces media hora (y un poco más también) hasta el mar.

La mata atlántica es el bioma presente en la mayoría de los estados brasileños; tiene una diversidad alucinante –más de 20.000 especies vegetales– y continúa amenazado por la deforestación, a pesar de estar protegido por la Constitución y de ser Reserva de Biosfera de la Unesco. A la mata atlántica también se la llama selva y eso parece al caminarla.

Engenhoca está a unos 20 minutos a pie desde la ruta por una trilha flanqueada por árboles de pau brasil, paltos, palmeras, cajueiros, drácenas y jacas, entre más de 450 especies de árboles. Con enormes frutas alargadas y pinchudas colgando del tronco, la jaca es originaria de Indonesia y se da muy bien en Brasil. La fruta es aromática y el sabor recuerda una mezcla de frutas con notas a piña y banana; se consume cruda y también la usan para hacer dulces y pasteles.

En el camino se ven raíces gruesas y las flores rojas, amarillas y suculentas de las heliconias. Las hojas de la mata atlántica lucen sanas y brillantes.

En el camino cruzo surfers que vuelven después de una mañana de práctica, como Saffron, una chica rubia de veintipocos que vino de Londres en un tour de surf. Sube por el sendero con la tabla grande bajo el brazo. Su profesor eligió esta playa porque no es tan difícil para aprender como Tiririca, que, dice Saffron, “tiene olas enormes”. Con los años, Itacaré se ha convertido en una marca de surf a nivel mundial.

Después de 20 minutos de caminata por un sendero medio embarrado porque llueve seguido, se vadea un riacho, y ahí está Engenhoca, una playa pequeña donde esta tarde hay surfers de Israel –es un punto elegido por los chicos y chicas que terminan el Ejército–, Italia, Argentina, Francia y también Brasil, claro.

Sobre la arena hay varios quiosques de praia, chiringuitos de madera que ofrecen agua de coco, tragos, sucos y la clásica tapioca de camarão o de queijo o de rúcula y tomate o de banana y miel.

La playa es corta, con un morro cubierto de vegetación en cada extremo. Una dica: entrar siempre por el medio, donde no hay rocas ni corrientes. Entre las 9 y las 16 hay guardavidas, después uno queda a la buena de Iemanjá.

Uno de los que llegaron cuando el turismo estaba arrancando, 28 años atrás, fue Paulo Bitencourt, un paulista que trabajaba en la bolsa de comercio y un día de 1997 perdió muchísima grana, tuvo un infarto masivo y sobrevivió. Ese día supo que para contar lo que le había pasado y para seguir viviendo, tenía que cambiar de vida. Como su exmujer se había mudado a Salvador, él buscó un lugar cercano para poder ver más o menos seguido a sus hijos chicos, y se vino a Itacaré.

“Todavía me levanto a las 5 de la mañana, pero hace mucho que no es para mirar la bolsa de valores, sino para llevar al perro a caminar por la playa. Lo que más me importa cuando me levanto es saber si llueve o si hay sol, y si habrá peixe”, dice Paulo, que hoy se hace llamar Paulo Land y guía las experiencias del Hotel Barracuda. Eso puede ser un paseo hasta la playa larga de Itacarezinho, una bicicleteada en MTB, una cabalgata en el mato, una salida en lancha por los manglares del río de Contas, que nace en Chapada Diamantina, 600 kilómetros al norte, y desemboca en Itacaré.

En la salida al manguezal, la lancha se interna entre manglares rojos y amarillos y, si el paseo es al atardecer, se ven cangrejos y guaiamuns (gorditos y de color azulado) que se deslizan rapidísimo y se esconden en agujeros de la tierra y, en el caso del cangrejo aratú, trepa a los troncos para escaparle a la marea. El paseo termina en una cachoeira antes de volver al faro del pueblo para ver el atardecer y aplaudirlo desde la Ponta do Xaréu. En verano, el conjunto de rocas sobre el mar está repleto de gente: parece que fueran a presenciar un concierto, pero es un homenaje al sol que cae en algún lado detrás de la espesura verde. Por la cercanía del Ecuador, en Itacaré, el sol se pone siempre a la misma hora, un poco antes de las seis de la tarde: el día empieza y termina temprano.

Ya pasaron algunas décadas desde los comienzos del turismo, el pueblo creció desordenadamente y hoy es una ciudad que pasó los 28.000 habitantes, triplicó la infraestructura de servicios y hasta sumó una favela en la entrada. Es un momento en el que muchos están pensando cómo continuar creciendo porque el turismo no deja de llegar. A las 8 de la mañana el sector desayuno del hotel Terra Boa Boutique está animadísimo. Hay viajeros de otros estados de Brasil, y también de Argentina y Uruguay. El desayuno es un momento importante del viaje, y en este hotel es variado y regional: hay jugos naturales, pão de queijo calentito, bolos dulces y salados, gelatinas, tortas y bandejas de mango, papaya, sandía. Como una performance en vivo, en una esquina del desayuno está Nicinha Marques Reis, una mujer vestida con ropa tradicional bahiana que prepara tapiocas riquísimas a pedido y con una sonrisa. Una de banana, miel y canela, por favor. Obrigada!

En un paseo por la orla –costanera– se ven varias decenas de barcos de pescadores, que salen a eso de las 4 de la mañana y regresan pasado el mediodía. También hay chicos con los pies en el agua que hoy juegan y persiguen siris. Si fuera junio o agosto probablemente estarían mirando al horizonte porque sería época de las ballenas jubarte, que llegan a Itacaré para aparearse y tener crías. Desde 1988, el Projeto Baleia Jubarte es parte de las acciones dentro del Parque Nacional Marinho dos Abrolhos desde donde se protege esta especie en peligro de extinción por años de caza indiscriminada.

Nuevos restaurantes y hoteles fueron abriendo en la costanera, que termina en la iglesia matriz Nossa Senhora das Graças, construida en 1723. En 2016 comenzó un proceso de restauración que continúa hasta ahora. Se pintaron los altares de colores alegres como los que se ven en las flores de la mata atlántica: rosa, amarillo, rojo; descubrieron la vieja estructura de la iglesia y se está recuperando una talla de cristo. Los restauradores al mando de Graça Barbosa trabajan con viejos pobladores “de 90 y más años que recuerdan perfectamente cómo era la iglesia antes”. El equipo está entusiasmado porque en el primer piso de la iglesia funcionará el Museo de Itacaré, el primero del pueblo, un lugar para rescatar la memoria a través de fotos y objetos. “En Itacaré, no hay cine ni teatro, este museo será el primer equipamento cultural de la ciudad”, dice Graça con la sonrisa de quien sabe que es parte de algo importante.

Equipamiento cultural todavía no hay, pero tiendas sobran. La Pituba, como es conocida Pedro Longo, la calle principal, concentra la parte comercial y de servicios. En alrededor de 20 cuadras hay restaurantes, lojas donde comprar bikinis, salidas de playa, shorts, sandalias y ropa de algodón. También, locales donde tomar alcohol y negocios de souvenirs, artesanías en madera de dendê y paja y mil modelos de Havaianas. De día, la Pituba anda medio dormida, como trasnochada. Y así debe ser porque de noche fica encendida hasta bien tarde.

Empiezo por el pasado para entender el presente. En los años 80, Itacaré era un pueblo de pescadores de unos 2.000 habitantes con playas chicas, tipo calas, demarcadas por palmeras y rocas. Con buenas olas para surfear y la mata atlántica sobre los morros. Habrá sido un lugar tan espectacularmente lindo, tranquilo, amigable que muchos se vinieron a vivir y llamaron a otros que llamaron a otros, y así se fue poblando de no-nativos.

Ese primer ímpetu turístico coincidió con una plaga devastadora –vassoura-de-bruxa– en las plantaciones de cacao, que junto con la pesca ocupaban a la mayoría de los pobladores, y eso les dio el pie para diversificarse. Con la ruta asfaltada hasta la ciudad de Ilhéus –70 kilómetros hacia el sur, donde está el aeropuerto más cercano–, surgieron los primeros hoteles, restaurantes, posadas y otra forma de sobrevivir: el turismo.

Itacaré está en la Costa del Cacao, unos 250 kilómetros al sur de Salvador, en una zona donde hay fazendas de cacao y de cocos, el paisaje natural y humano que dio vida a las novelas de Jorge Amado.

Tiene 15 playas de menos de 800 metros y dos largas y un poco más alejadas del pueblo: Itacarezinho, de cuatro kilómetros, y Pontal, de seis. La más cercana al pueblo es Praia do Resende, la que sigue se llama Tiririca y es famosa por el surf: se hacen campeonatos nacionales e internacionales. Siguen Praia da Costa y Praia da Ribeira, y las que están más allá –Siriaco, Prainha, Jeribucaçu, Engenhoca, Havaizinho– tienen una característica distintiva: para llegar, hay que caminar por senderos finitos a través de la mata atlántica, a veces 15 minutos y otras veces media hora (y un poco más también) hasta el mar.

La mata atlántica es el bioma presente en la mayoría de los estados brasileños; tiene una diversidad alucinante –más de 20.000 especies vegetales– y continúa amenazado por la deforestación, a pesar de estar protegido por la Constitución y de ser Reserva de Biosfera de la Unesco. A la mata atlántica también se la llama selva y eso parece al caminarla.

Engenhoca está a unos 20 minutos a pie desde la ruta por una trilha flanqueada por árboles de pau brasil, paltos, palmeras, cajueiros, drácenas y jacas, entre más de 450 especies de árboles. Con enormes frutas alargadas y pinchudas colgando del tronco, la jaca es originaria de Indonesia y se da muy bien en Brasil. La fruta es aromática y el sabor recuerda una mezcla de frutas con notas a piña y banana; se consume cruda y también la usan para hacer dulces y pasteles.

En el camino se ven raíces gruesas y las flores rojas, amarillas y suculentas de las heliconias. Las hojas de la mata atlántica lucen sanas y brillantes.

En el camino cruzo surfers que vuelven después de una mañana de práctica, como Saffron, una chica rubia de veintipocos que vino de Londres en un tour de surf. Sube por el sendero con la tabla grande bajo el brazo. Su profesor eligió esta playa porque no es tan difícil para aprender como Tiririca, que, dice Saffron, “tiene olas enormes”. Con los años, Itacaré se ha convertido en una marca de surf a nivel mundial.

Después de 20 minutos de caminata por un sendero medio embarrado porque llueve seguido, se vadea un riacho, y ahí está Engenhoca, una playa pequeña donde esta tarde hay surfers de Israel –es un punto elegido por los chicos y chicas que terminan el Ejército–, Italia, Argentina, Francia y también Brasil, claro.

Sobre la arena hay varios quiosques de praia, chiringuitos de madera que ofrecen agua de coco, tragos, sucos y la clásica tapioca de camarão o de queijo o de rúcula y tomate o de banana y miel.

La playa es corta, con un morro cubierto de vegetación en cada extremo. Una dica: entrar siempre por el medio, donde no hay rocas ni corrientes. Entre las 9 y las 16 hay guardavidas, después uno queda a la buena de Iemanjá.

Uno de los que llegaron cuando el turismo estaba arrancando, 28 años atrás, fue Paulo Bitencourt, un paulista que trabajaba en la bolsa de comercio y un día de 1997 perdió muchísima grana, tuvo un infarto masivo y sobrevivió. Ese día supo que para contar lo que le había pasado y para seguir viviendo, tenía que cambiar de vida. Como su exmujer se había mudado a Salvador, él buscó un lugar cercano para poder ver más o menos seguido a sus hijos chicos, y se vino a Itacaré.

“Todavía me levanto a las 5 de la mañana, pero hace mucho que no es para mirar la bolsa de valores, sino para llevar al perro a caminar por la playa. Lo que más me importa cuando me levanto es saber si llueve o si hay sol, y si habrá peixe”, dice Paulo, que hoy se hace llamar Paulo Land y guía las experiencias del Hotel Barracuda. Eso puede ser un paseo hasta la playa larga de Itacarezinho, una bicicleteada en MTB, una cabalgata en el mato, una salida en lancha por los manglares del río de Contas, que nace en Chapada Diamantina, 600 kilómetros al norte, y desemboca en Itacaré.

En la salida al manguezal, la lancha se interna entre manglares rojos y amarillos y, si el paseo es al atardecer, se ven cangrejos y guaiamuns (gorditos y de color azulado) que se deslizan rapidísimo y se esconden en agujeros de la tierra y, en el caso del cangrejo aratú, trepa a los troncos para escaparle a la marea. El paseo termina en una cachoeira antes de volver al faro del pueblo para ver el atardecer y aplaudirlo desde la Ponta do Xaréu. En verano, el conjunto de rocas sobre el mar está repleto de gente: parece que fueran a presenciar un concierto, pero es un homenaje al sol que cae en algún lado detrás de la espesura verde. Por la cercanía del Ecuador, en Itacaré, el sol se pone siempre a la misma hora, un poco antes de las seis de la tarde: el día empieza y termina temprano.

Ya pasaron algunas décadas desde los comienzos del turismo, el pueblo creció desordenadamente y hoy es una ciudad que pasó los 28.000 habitantes, triplicó la infraestructura de servicios y hasta sumó una favela en la entrada. Es un momento en el que muchos están pensando cómo continuar creciendo porque el turismo no deja de llegar. A las 8 de la mañana el sector desayuno del hotel Terra Boa Boutique está animadísimo. Hay viajeros de otros estados de Brasil, y también de Argentina y Uruguay. El desayuno es un momento importante del viaje, y en este hotel es variado y regional: hay jugos naturales, pão de queijo calentito, bolos dulces y salados, gelatinas, tortas y bandejas de mango, papaya, sandía. Como una performance en vivo, en una esquina del desayuno está Nicinha Marques Reis, una mujer vestida con ropa tradicional bahiana que prepara tapiocas riquísimas a pedido y con una sonrisa. Una de banana, miel y canela, por favor. Obrigada!

En un paseo por la orla –costanera– se ven varias decenas de barcos de pescadores, que salen a eso de las 4 de la mañana y regresan pasado el mediodía. También hay chicos con los pies en el agua que hoy juegan y persiguen siris. Si fuera junio o agosto probablemente estarían mirando al horizonte porque sería época de las ballenas jubarte, que llegan a Itacaré para aparearse y tener crías. Desde 1988, el Projeto Baleia Jubarte es parte de las acciones dentro del Parque Nacional Marinho dos Abrolhos desde donde se protege esta especie en peligro de extinción por años de caza indiscriminada.

Nuevos restaurantes y hoteles fueron abriendo en la costanera, que termina en la iglesia matriz Nossa Senhora das Graças, construida en 1723. En 2016 comenzó un proceso de restauración que continúa hasta ahora. Se pintaron los altares de colores alegres como los que se ven en las flores de la mata atlántica: rosa, amarillo, rojo; descubrieron la vieja estructura de la iglesia y se está recuperando una talla de cristo. Los restauradores al mando de Graça Barbosa trabajan con viejos pobladores “de 90 y más años que recuerdan perfectamente cómo era la iglesia antes”. El equipo está entusiasmado porque en el primer piso de la iglesia funcionará el Museo de Itacaré, el primero del pueblo, un lugar para rescatar la memoria a través de fotos y objetos. “En Itacaré, no hay cine ni teatro, este museo será el primer equipamento cultural de la ciudad”, dice Graça con la sonrisa de quien sabe que es parte de algo importante.

Equipamiento cultural todavía no hay, pero tiendas sobran. La Pituba, como es conocida Pedro Longo, la calle principal, concentra la parte comercial y de servicios. En alrededor de 20 cuadras hay restaurantes, lojas donde comprar bikinis, salidas de playa, shorts, sandalias y ropa de algodón. También, locales donde tomar alcohol y negocios de souvenirs, artesanías en madera de dendê y paja y mil modelos de Havaianas. De día, la Pituba anda medio dormida, como trasnochada. Y así debe ser porque de noche fica encendida hasta bien tarde.

 En el sur de Bahía, se destaca por la belleza del litoral, la temperatura perfecta del agua y unas olas de película. Se llega a ellas a través de senderos por la mata atlántica, verde, frondosa y sana.  LA NACION

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