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“No hace falta ser un genio para entrar al Nacional de Buenos Aires”

Corría 1982. Silvina Figueroa, aplicadísima alumna de 13 años, cursaba primer año en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Las divisiones eran mixtas, pero había una regla: las chicas debían sentarse de un lado del aula y los varones, del otro. Gustavo Glasserman, desde la otra mitad, se acercó todo lo que pudo a “la frontera” para estar más cerca de ella y tener la posibilidad de entablar algún tipo de conversación. Enseguida se hicieron amigos y al año siguiente ya les permitieron compartir el banco. Silvina tomaba apuntes a una velocidad tal que casi lograba una transcripción de cada clase, luego ambos solían juntarse para preparar los resúmenes.

“Yo no era tan nerd –aclara Gustavo–. Pero me gustaba estar con ella”. Dos años después, el 30 de octubre de 1984 llegaron a cursar y se toparon con la noticia de que no había clase: era el primer aniversario del regreso de la democracia y para celebrarlo las autoridades mandaron a todos a casa. Silvina y Gustavo se fueron caminando y desde Bolívar y Alsina, donde queda el colegio, llegaron hasta Cabildo y Juramento, cerca de donde vivían sus padres. “Fue un viaje largo”, evocan hoy. En ese trayecto se pusieron de novios. Y nunca más se separaron.

¿Compramos bitcoins? ¿A cuánto estará el dólar? El arte de las predicciones del economista y divulgador Walter Sosa Escudero

Silvina estudiaba francés particular con una profesora enfrente de su casa. Fue esa docente quien, a fines de ese mismo año, le comentó que tenía otra alumna que por un tema de salud se había quedado libre y necesitaba que alguien se sentara ocho horas por día a estudiar con ella. “¿Te animás?”, le preguntó. “La chica estaba en primer año en una escuela del barrio, yo venía de terminar tercero en el Buenos Aires con muy buenas notas. Dije que sí. Y en diciembre pudo aprobar once materias de trece”, cuenta Silvina.

La voz se empezó a correr en la cuadra, llegaron más alumnos. Ahí nomás se sumó Gustavo para dar apoyo en matemáticas. “El día que ella cobró ese primer trabajo nos fuimos a una confitería, nos sentamos y pedimos todos los platitos de copetín que había en la carta”, recuerda. Y agrega: “Nos divertía dar clases. Pero además nos daba un poco de aire económico, porque nuestras familias no estaban demasiado bien”.

Para entonces ya estaban en cuarto año. Por un breve período hicieron también animaciones infantiles junto a otro amigo, pero llegó un momento en el que los alumnos fueron tantos que decidieron dedicarse solo al apoyo escolar. Lo curioso –y lo que a la vez funcionaba– era que estaban dando clases a chicos que prácticamente tenían su misma edad. Iban a domicilio, casi siempre en colectivo, a la salida del colegio. Y nunca jamás tuvieron que pegar cartelitos: el boca a boca operaba como la mejor publicidad.

–¿Cómo empezaron a preparar a los chicos para el examen del Buenos Aires?

–Silvina: Fue en 1986, nosotros estábamos en quinto año del secundario. Por dos vías separadas nos pidieron que les diéramos apoyo a un varón y una nena que tenían que rendir su examen en diciembre y necesitaban un refuerzo para los últimos meses. Lo hicimos y entraron los dos: ciento por ciento de efectividad. Y de esos primeros dos alumnos del 86 ya preparamos también a los hijos.

–Y al año siguiente, ¿qué pasó?

–Gustavo: Al año siguiente preparamos para el examen a quince chicos. Y ahí fue que dejamos de ir a domicilio y empezamos a juntarlos en pequeños cursos. Primero en la habitación de Silvina, en la casa de su mamá: dejábamos la cama bien hecha y entre los dos compramos una mesa, cinco sillas y un pizarrón. Pero la gente del edificio empezó a quejarse, porque todo el tiempo subían y bajaban chicos.

–Silvina: En 1989 mi mamá nos ayudó a comprar un dos ambientes en la calle Junín. Ahí nos fuimos a vivir juntos. Una de las habitaciones era un aula; la otra, donde hacíamos las entrevistas, tenía un sillón cama y una mesita. Aunque también ahí a los vecinos les molestaba el movimiento de pibes. Ese año tuvimos cerca de 90, y en 1991 fueron 100.

Silvina terminó de estudiar Psicología, pero nunca dio el último final. Gustavo pasó por Ingeniería y Matemáticas: tampoco las terminó. “Cuando preparamos para el Buenos Aires a esos dos primeros alumnos no sabíamos que nos íbamos a dedicar a esto. Recién en 1991 dijimos: ‘Esto es un trabajo’”, explica Gustavo. Y ellos estaban disponibles siempre: daban clases todo el día, atendían los llamados de los padres a las 11 de la noche y los chicos podían pasar a verlos también sábados y domingos.

“Esta es la casa de Silvina y Gustavo –nos decían–. Así que, si bien sonaba más al equipo de animación de fiestas infantiles, terminó quedando como nombre del instituto ‘Silvina y Gustavo’. Al fin y al cabo era la forma en la que la gente nos conocía”.

Una compañera del Buenos Aires les dio una mano con el logo. Y así comenzó a rodar más formalmente un proyecto que, al menos en el mundillo de los colegios universitarios porteños, se erige desde hace casi cuatro décadas como toda una institución.

Es que el instituto preparó a miles y miles de chicos para sus exámenes de ingreso al Buenos Aires, Pellegrini e ILSE, incluso a los hijos de las primeras camadas, aunque no demasiada gente conoce la historia detrás, ni tiene del todo claro que Silvina y Gustavo son gente de carne y hueso que hoy ronda la mitad de los cincuenta. “En ciertas situaciones sociales me pasa que me tengo que presentar y digo: ‘soy Silvina de Silvina y Gustavo’”, explica ella. A lo que él añade: “Muchos piensan que estoy muerto”.

Instinto y vocación docente

El 19 de diciembre de 1991 Silvina y Gustavo se casaron. Tuvieron que hacer dos fiestas: una para sus familiares y amigos y otra más para los alumnos. Fueron unos 200 chicos, que les regalaron cerca de 50… termos. En enero de 1992 pudieron mudar el instituto a su ubicación actual, en la calle Pacheco de Melo: una casa con puerta a la vereda como para que el movimiento no incomodara esta vez a ningún vecino.

“Me gusta decir que esta casa fue nuestro primer hijo. En 1997 nació nuestra hija mayor. En 2001, la segunda. Y en 2008 abrimos una segunda sede en la calle Matienzo, que de algún modo fue nuestro cuarto hijo”, acota Silvina, cuyas hijas, naturalmente, hicieron su secundaria en el Nacional Buenos Aires.

–¿Por qué creen que les fue tan bien?

–Gustavo: Al principio todo fue puro instinto. Instinto y vocación docente. Creo que, cada uno a su manera, nos divertíamos con lo que hacíamos. La clase de Silvina era algo que hoy resultaría imposible: puerta cerrada, birome arriba de la mesa y hablar y hablar sin ninguna interrupción. Sin embargo, a los chicos les gustaba, como a cualquier persona le gusta que le presten atención y respondan sus preguntas. Yo tengo otro estilo, quizás más bromista, desde inventar monigotadas hasta hacer la vertical para explicar un ejercicio. Y la verdad es que los chicos la pasaban bien, salían de la clase y querían quedarse un rato más. Otra cosa fue que cuando empezamos éramos muy jóvenes, y los padres de los chicos de las primeras camadas nos ayudaron dándonos manija y transmitiendo a otros lo que hacíamos.

–Silvina: No sé si es tan genial lo que enseñamos, porque la verdad es que para dar estos exámenes todos los chicos tienen que estudiar lo mismo. Pero me parece que hay algo extra en el acompañamiento. Sin ir más lejos, en los noventa hacíamos algo en lo que fuimos pioneros, que era ir con los chicos a dar los exámenes. Nos encontrábamos acá, nos íbamos todos en subte a rendir y los esperábamos para ver cómo les había ido. Hoy, además, contamos con un sistema de becas del ciento por ciento que organiza un grupo de exalumnos.

–¿Ustedes siguen dando clase?

–Silvina: En mi caso, ya no. El 98 fue mi último año como docente. Creo que parte del “secreto del éxito” de la primera época fue que había muy poca diferencia de edad entre nosotros y los chicos. Cuando me convertí en mamá, sentí que me encontraba más cerca de los padres. Que el aula para mí ya estaba. Fuimos encontrando profesores para dar mis materias. En 1995 empezamos a incorporar tutores para trabajar en forma individual: en definitiva, un poco la esencia de lo que Gustavo y yo habíamos hecho con nuestros vecinitos en los ochenta.

En los noventa hacíamos algo en lo que fuimos pioneros, que era ir con los chicos a dar los exámenes

–Gustavo: ¿Viste cómo hacen los titiriteros? Silvina es eso. Cualquier movimiento del instituto está digitado por ella. Incluso los míos. Organiza la grilla, los horarios, todo. Yo sigo dando clases, la verdad es que me divierte mucho.

Ayer y hoy

–¿Qué cambió en el ingreso al Buenos Aires en estos casi 40 años?

–Silvina: En el 87, en vez de tener que dar solo un examen a fin de año, el ingreso se convirtió en un curso. Pero, además, entrar resultaba antes más difícil. Se preparaban 1300 chicos y entraban 350. La proporción aspirante-ingresante cambió: ahora se anotan 900 y entran 450. Hace ya muchos años que entra más o menos la mitad. Un poco porque se postulan menos chicos, aunque también se agregó el turno vespertino. Al principio nosotros preparábamos solo para el Buenos Aires, pero en los noventa los ingresos al Buenos Aires y al Pellegrini se unificaron. Y ahí empezamos a dar apoyo también para el Pelle.

–¿Y ahora cómo es el sistema para entrar a estos colegios?

–El Buenos Aires, Pellegrini y el ILSE tienen un curso de ingreso que dura todo el año lectivo. La inscripción arranca el año anterior en el caso del ILSE, y en el Buenos Aires y el Pelle, en febrero. Ese curso lo hacen mientras están en séptimo grado los sábados a la mañana, y en paralelo vienen con nosotros dos veces por semana, tres horas cada vez, y a veces una tercera para su tutoría individual. En los colegios rinden tres exámenes a mitad de año y tres a fin de año. Se les toma matemáticas, lengua, historia y geografía.

–Alguien podría pensar que, si los colegios ya tienen sus propios cursos, entonces no hace falta hacer otro curso en paralelo.

–Gustavo: El curso que organizan los colegios está muy bien. No se me ocurre una forma mejor que el Buenos Aires o el Pellegrini puedan ofrecer para que los chicos sepan qué tienen que estudiar para aprobar el examen. Lo que pasa es que el curso y el examen son iguales para todos, y la cantidad de temas es enorme. Para eso hay que entrenar. Lo que hacemos nosotros, que también podrían hacer un papá o una mamá, es que les empezamos a enseñar en marzo cosas que les van a tomar en junio o en noviembre. Además, como hacemos esto desde hace casi 40 años, tenemos una base de datos enorme para saber qué tipo de ejercicios les pueden tomar.

–Silvina: También hay algo que tiene que ver con acompañarlos y sostenerlos. Porque el proceso puede llegar a ser agotador y los chicos no siempre tienen la vocación de sentarse a estudiar por mucho tiempo. A veces nos toca también contener a los padres.

–¿Qué notan ustedes en los chicos que buscan ingresar a estos colegios?

–Silvina: La mayoría lo hace por una propuesta de los papás. Algunos empiezan sin tener mucha idea de lo que están viniendo a hacer. Sin embargo, se terminan entusiasmando, los chicos tienen ganas de aprender. Si estás en séptimo grado, la idea de entrar al Buenos Aires o al Pelle suele ser tu primer proyecto importante. Entonces empiezan a ocupar un lugar distinto en la familia, quizás en relación a los hermanos. Muchos arrancan en esta etapa a viajar solos. Así que lo que vemos es una transformación: llegan muy nenes y se van adolescentes.

Tener el bichito de la inquietud, aceptar el desafío de intentarlo, ponerle un poco de ganas y de voluntad y tener un entorno adulto que acompañe

–¿Qué desafíos tiene en estos tiempos la preparación de los chicos?

–Gustavo: Una diferencia es que necesitan más atención individual, un espacio para ellos solos. Otra cosa que notamos, sobre todo post pandemia, es que les da vergüenza mostrar debilidades, o hacer una pregunta que los exponga, que por ejemplo revele que algo no lo saben. También hay un estilo de vida muy ansioso. Hace unos años di un ejercicio que hablaba de un número y al final preguntaba: “¿Es par o impar?”. Varios contestaron solo “Sí”. Me acerqué a preguntarles por qué, y descubrí que ni siquiera habían llegado a leer hasta el final la pregunta. Leyeron “¿es par?”, era correcto y respondieron que sí.

–¿Hay algún “cuco” en los exámenes de ingreso? ¿Un tema difícil por encima de los demás?

–Gustavo: Lo más difícil suele ser matemáticas. Pero historia también es para los pibes un choclo eterno. No son efemérides, como casi siempre ven en la escuela. Así que historia les cuesta cuando tienen que empezar, pero una vez que le encuentran la vuelta se entusiasman. Y el examen de ciencias sociales no es “tramposo”: si estudias, lo podés contestar. Pero todo el contenido en general va mucho más allá de lo que se enseña en las escuelas primarias. Tal vez los títulos de los temas son los mismos, pero se ven con muchísima más profundidad.

–¿Existe una pica entre el Pelle y Buenos Aires?

–En realidad, no. Tal vez los del Buenos Aires le dicen a los del Pelle que en la escuela ellos aprenden a tocar la armónica, porque se supone que es más relajado y tienen más contención y recuperatorios. Y los del Pelle les dicen a los del Buenos Aires que son unos neuróticos y acelerados. O a los del ILSE, que son conchetos. Pero son pavadas. En general son todos amigos. Muchos se hacen amigos acá en el instituto.

–Además de estudiar mucho, ¿qué más hace falta para entrar a estos colegios?

–Silvina: Está el prejuicio de que para ir al Buenos Aires o al Pelle te tiene que gustar estudiar. Y a casi ningún chico de séptimo grado le gusta estudiar. Lo que hay que detectar es si le gusta saber. Tal vez nunca estudió porque nunca lo necesitó, o porque hoy no forma parte de los objetivos de la escuela primaria que los chicos estudien. Pero a un chico que tiene inquietudes le gusta saber, y estudiar es el medio para saber.

— Gustavo: Acá empezamos de cero. Hay chicos que vienen y no saben ni las tablas. Ni derecha izquierda. Ni leer la hora en un reloj analógico. Pero vienen acá y lo aprenden. No hay que ser un genio para entrar al Buenos Aires. Sí tener el bichito de la inquietud, aceptar el desafío de intentarlo, ponerle un poco de ganas y de voluntad y tener un entorno adulto que acompañe, porque el ingreso a estos colegios siempre implica un proyecto familiar. Así sea papá, mamá, profesor particular, Instituto Silvina y Gustavo o cualquier otro.

Corría 1982. Silvina Figueroa, aplicadísima alumna de 13 años, cursaba primer año en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Las divisiones eran mixtas, pero había una regla: las chicas debían sentarse de un lado del aula y los varones, del otro. Gustavo Glasserman, desde la otra mitad, se acercó todo lo que pudo a “la frontera” para estar más cerca de ella y tener la posibilidad de entablar algún tipo de conversación. Enseguida se hicieron amigos y al año siguiente ya les permitieron compartir el banco. Silvina tomaba apuntes a una velocidad tal que casi lograba una transcripción de cada clase, luego ambos solían juntarse para preparar los resúmenes.

“Yo no era tan nerd –aclara Gustavo–. Pero me gustaba estar con ella”. Dos años después, el 30 de octubre de 1984 llegaron a cursar y se toparon con la noticia de que no había clase: era el primer aniversario del regreso de la democracia y para celebrarlo las autoridades mandaron a todos a casa. Silvina y Gustavo se fueron caminando y desde Bolívar y Alsina, donde queda el colegio, llegaron hasta Cabildo y Juramento, cerca de donde vivían sus padres. “Fue un viaje largo”, evocan hoy. En ese trayecto se pusieron de novios. Y nunca más se separaron.

¿Compramos bitcoins? ¿A cuánto estará el dólar? El arte de las predicciones del economista y divulgador Walter Sosa Escudero

Silvina estudiaba francés particular con una profesora enfrente de su casa. Fue esa docente quien, a fines de ese mismo año, le comentó que tenía otra alumna que por un tema de salud se había quedado libre y necesitaba que alguien se sentara ocho horas por día a estudiar con ella. “¿Te animás?”, le preguntó. “La chica estaba en primer año en una escuela del barrio, yo venía de terminar tercero en el Buenos Aires con muy buenas notas. Dije que sí. Y en diciembre pudo aprobar once materias de trece”, cuenta Silvina.

La voz se empezó a correr en la cuadra, llegaron más alumnos. Ahí nomás se sumó Gustavo para dar apoyo en matemáticas. “El día que ella cobró ese primer trabajo nos fuimos a una confitería, nos sentamos y pedimos todos los platitos de copetín que había en la carta”, recuerda. Y agrega: “Nos divertía dar clases. Pero además nos daba un poco de aire económico, porque nuestras familias no estaban demasiado bien”.

Para entonces ya estaban en cuarto año. Por un breve período hicieron también animaciones infantiles junto a otro amigo, pero llegó un momento en el que los alumnos fueron tantos que decidieron dedicarse solo al apoyo escolar. Lo curioso –y lo que a la vez funcionaba– era que estaban dando clases a chicos que prácticamente tenían su misma edad. Iban a domicilio, casi siempre en colectivo, a la salida del colegio. Y nunca jamás tuvieron que pegar cartelitos: el boca a boca operaba como la mejor publicidad.

–¿Cómo empezaron a preparar a los chicos para el examen del Buenos Aires?

–Silvina: Fue en 1986, nosotros estábamos en quinto año del secundario. Por dos vías separadas nos pidieron que les diéramos apoyo a un varón y una nena que tenían que rendir su examen en diciembre y necesitaban un refuerzo para los últimos meses. Lo hicimos y entraron los dos: ciento por ciento de efectividad. Y de esos primeros dos alumnos del 86 ya preparamos también a los hijos.

–Y al año siguiente, ¿qué pasó?

–Gustavo: Al año siguiente preparamos para el examen a quince chicos. Y ahí fue que dejamos de ir a domicilio y empezamos a juntarlos en pequeños cursos. Primero en la habitación de Silvina, en la casa de su mamá: dejábamos la cama bien hecha y entre los dos compramos una mesa, cinco sillas y un pizarrón. Pero la gente del edificio empezó a quejarse, porque todo el tiempo subían y bajaban chicos.

–Silvina: En 1989 mi mamá nos ayudó a comprar un dos ambientes en la calle Junín. Ahí nos fuimos a vivir juntos. Una de las habitaciones era un aula; la otra, donde hacíamos las entrevistas, tenía un sillón cama y una mesita. Aunque también ahí a los vecinos les molestaba el movimiento de pibes. Ese año tuvimos cerca de 90, y en 1991 fueron 100.

Silvina terminó de estudiar Psicología, pero nunca dio el último final. Gustavo pasó por Ingeniería y Matemáticas: tampoco las terminó. “Cuando preparamos para el Buenos Aires a esos dos primeros alumnos no sabíamos que nos íbamos a dedicar a esto. Recién en 1991 dijimos: ‘Esto es un trabajo’”, explica Gustavo. Y ellos estaban disponibles siempre: daban clases todo el día, atendían los llamados de los padres a las 11 de la noche y los chicos podían pasar a verlos también sábados y domingos.

“Esta es la casa de Silvina y Gustavo –nos decían–. Así que, si bien sonaba más al equipo de animación de fiestas infantiles, terminó quedando como nombre del instituto ‘Silvina y Gustavo’. Al fin y al cabo era la forma en la que la gente nos conocía”.

Una compañera del Buenos Aires les dio una mano con el logo. Y así comenzó a rodar más formalmente un proyecto que, al menos en el mundillo de los colegios universitarios porteños, se erige desde hace casi cuatro décadas como toda una institución.

Es que el instituto preparó a miles y miles de chicos para sus exámenes de ingreso al Buenos Aires, Pellegrini e ILSE, incluso a los hijos de las primeras camadas, aunque no demasiada gente conoce la historia detrás, ni tiene del todo claro que Silvina y Gustavo son gente de carne y hueso que hoy ronda la mitad de los cincuenta. “En ciertas situaciones sociales me pasa que me tengo que presentar y digo: ‘soy Silvina de Silvina y Gustavo’”, explica ella. A lo que él añade: “Muchos piensan que estoy muerto”.

Instinto y vocación docente

El 19 de diciembre de 1991 Silvina y Gustavo se casaron. Tuvieron que hacer dos fiestas: una para sus familiares y amigos y otra más para los alumnos. Fueron unos 200 chicos, que les regalaron cerca de 50… termos. En enero de 1992 pudieron mudar el instituto a su ubicación actual, en la calle Pacheco de Melo: una casa con puerta a la vereda como para que el movimiento no incomodara esta vez a ningún vecino.

“Me gusta decir que esta casa fue nuestro primer hijo. En 1997 nació nuestra hija mayor. En 2001, la segunda. Y en 2008 abrimos una segunda sede en la calle Matienzo, que de algún modo fue nuestro cuarto hijo”, acota Silvina, cuyas hijas, naturalmente, hicieron su secundaria en el Nacional Buenos Aires.

–¿Por qué creen que les fue tan bien?

–Gustavo: Al principio todo fue puro instinto. Instinto y vocación docente. Creo que, cada uno a su manera, nos divertíamos con lo que hacíamos. La clase de Silvina era algo que hoy resultaría imposible: puerta cerrada, birome arriba de la mesa y hablar y hablar sin ninguna interrupción. Sin embargo, a los chicos les gustaba, como a cualquier persona le gusta que le presten atención y respondan sus preguntas. Yo tengo otro estilo, quizás más bromista, desde inventar monigotadas hasta hacer la vertical para explicar un ejercicio. Y la verdad es que los chicos la pasaban bien, salían de la clase y querían quedarse un rato más. Otra cosa fue que cuando empezamos éramos muy jóvenes, y los padres de los chicos de las primeras camadas nos ayudaron dándonos manija y transmitiendo a otros lo que hacíamos.

–Silvina: No sé si es tan genial lo que enseñamos, porque la verdad es que para dar estos exámenes todos los chicos tienen que estudiar lo mismo. Pero me parece que hay algo extra en el acompañamiento. Sin ir más lejos, en los noventa hacíamos algo en lo que fuimos pioneros, que era ir con los chicos a dar los exámenes. Nos encontrábamos acá, nos íbamos todos en subte a rendir y los esperábamos para ver cómo les había ido. Hoy, además, contamos con un sistema de becas del ciento por ciento que organiza un grupo de exalumnos.

–¿Ustedes siguen dando clase?

–Silvina: En mi caso, ya no. El 98 fue mi último año como docente. Creo que parte del “secreto del éxito” de la primera época fue que había muy poca diferencia de edad entre nosotros y los chicos. Cuando me convertí en mamá, sentí que me encontraba más cerca de los padres. Que el aula para mí ya estaba. Fuimos encontrando profesores para dar mis materias. En 1995 empezamos a incorporar tutores para trabajar en forma individual: en definitiva, un poco la esencia de lo que Gustavo y yo habíamos hecho con nuestros vecinitos en los ochenta.

En los noventa hacíamos algo en lo que fuimos pioneros, que era ir con los chicos a dar los exámenes

–Gustavo: ¿Viste cómo hacen los titiriteros? Silvina es eso. Cualquier movimiento del instituto está digitado por ella. Incluso los míos. Organiza la grilla, los horarios, todo. Yo sigo dando clases, la verdad es que me divierte mucho.

Ayer y hoy

–¿Qué cambió en el ingreso al Buenos Aires en estos casi 40 años?

–Silvina: En el 87, en vez de tener que dar solo un examen a fin de año, el ingreso se convirtió en un curso. Pero, además, entrar resultaba antes más difícil. Se preparaban 1300 chicos y entraban 350. La proporción aspirante-ingresante cambió: ahora se anotan 900 y entran 450. Hace ya muchos años que entra más o menos la mitad. Un poco porque se postulan menos chicos, aunque también se agregó el turno vespertino. Al principio nosotros preparábamos solo para el Buenos Aires, pero en los noventa los ingresos al Buenos Aires y al Pellegrini se unificaron. Y ahí empezamos a dar apoyo también para el Pelle.

–¿Y ahora cómo es el sistema para entrar a estos colegios?

–El Buenos Aires, Pellegrini y el ILSE tienen un curso de ingreso que dura todo el año lectivo. La inscripción arranca el año anterior en el caso del ILSE, y en el Buenos Aires y el Pelle, en febrero. Ese curso lo hacen mientras están en séptimo grado los sábados a la mañana, y en paralelo vienen con nosotros dos veces por semana, tres horas cada vez, y a veces una tercera para su tutoría individual. En los colegios rinden tres exámenes a mitad de año y tres a fin de año. Se les toma matemáticas, lengua, historia y geografía.

–Alguien podría pensar que, si los colegios ya tienen sus propios cursos, entonces no hace falta hacer otro curso en paralelo.

–Gustavo: El curso que organizan los colegios está muy bien. No se me ocurre una forma mejor que el Buenos Aires o el Pellegrini puedan ofrecer para que los chicos sepan qué tienen que estudiar para aprobar el examen. Lo que pasa es que el curso y el examen son iguales para todos, y la cantidad de temas es enorme. Para eso hay que entrenar. Lo que hacemos nosotros, que también podrían hacer un papá o una mamá, es que les empezamos a enseñar en marzo cosas que les van a tomar en junio o en noviembre. Además, como hacemos esto desde hace casi 40 años, tenemos una base de datos enorme para saber qué tipo de ejercicios les pueden tomar.

–Silvina: También hay algo que tiene que ver con acompañarlos y sostenerlos. Porque el proceso puede llegar a ser agotador y los chicos no siempre tienen la vocación de sentarse a estudiar por mucho tiempo. A veces nos toca también contener a los padres.

–¿Qué notan ustedes en los chicos que buscan ingresar a estos colegios?

–Silvina: La mayoría lo hace por una propuesta de los papás. Algunos empiezan sin tener mucha idea de lo que están viniendo a hacer. Sin embargo, se terminan entusiasmando, los chicos tienen ganas de aprender. Si estás en séptimo grado, la idea de entrar al Buenos Aires o al Pelle suele ser tu primer proyecto importante. Entonces empiezan a ocupar un lugar distinto en la familia, quizás en relación a los hermanos. Muchos arrancan en esta etapa a viajar solos. Así que lo que vemos es una transformación: llegan muy nenes y se van adolescentes.

Tener el bichito de la inquietud, aceptar el desafío de intentarlo, ponerle un poco de ganas y de voluntad y tener un entorno adulto que acompañe

–¿Qué desafíos tiene en estos tiempos la preparación de los chicos?

–Gustavo: Una diferencia es que necesitan más atención individual, un espacio para ellos solos. Otra cosa que notamos, sobre todo post pandemia, es que les da vergüenza mostrar debilidades, o hacer una pregunta que los exponga, que por ejemplo revele que algo no lo saben. También hay un estilo de vida muy ansioso. Hace unos años di un ejercicio que hablaba de un número y al final preguntaba: “¿Es par o impar?”. Varios contestaron solo “Sí”. Me acerqué a preguntarles por qué, y descubrí que ni siquiera habían llegado a leer hasta el final la pregunta. Leyeron “¿es par?”, era correcto y respondieron que sí.

–¿Hay algún “cuco” en los exámenes de ingreso? ¿Un tema difícil por encima de los demás?

–Gustavo: Lo más difícil suele ser matemáticas. Pero historia también es para los pibes un choclo eterno. No son efemérides, como casi siempre ven en la escuela. Así que historia les cuesta cuando tienen que empezar, pero una vez que le encuentran la vuelta se entusiasman. Y el examen de ciencias sociales no es “tramposo”: si estudias, lo podés contestar. Pero todo el contenido en general va mucho más allá de lo que se enseña en las escuelas primarias. Tal vez los títulos de los temas son los mismos, pero se ven con muchísima más profundidad.

–¿Existe una pica entre el Pelle y Buenos Aires?

–En realidad, no. Tal vez los del Buenos Aires le dicen a los del Pelle que en la escuela ellos aprenden a tocar la armónica, porque se supone que es más relajado y tienen más contención y recuperatorios. Y los del Pelle les dicen a los del Buenos Aires que son unos neuróticos y acelerados. O a los del ILSE, que son conchetos. Pero son pavadas. En general son todos amigos. Muchos se hacen amigos acá en el instituto.

–Además de estudiar mucho, ¿qué más hace falta para entrar a estos colegios?

–Silvina: Está el prejuicio de que para ir al Buenos Aires o al Pelle te tiene que gustar estudiar. Y a casi ningún chico de séptimo grado le gusta estudiar. Lo que hay que detectar es si le gusta saber. Tal vez nunca estudió porque nunca lo necesitó, o porque hoy no forma parte de los objetivos de la escuela primaria que los chicos estudien. Pero a un chico que tiene inquietudes le gusta saber, y estudiar es el medio para saber.

— Gustavo: Acá empezamos de cero. Hay chicos que vienen y no saben ni las tablas. Ni derecha izquierda. Ni leer la hora en un reloj analógico. Pero vienen acá y lo aprenden. No hay que ser un genio para entrar al Buenos Aires. Sí tener el bichito de la inquietud, aceptar el desafío de intentarlo, ponerle un poco de ganas y de voluntad y tener un entorno adulto que acompañe, porque el ingreso a estos colegios siempre implica un proyecto familiar. Así sea papá, mamá, profesor particular, Instituto Silvina y Gustavo o cualquier otro.

 Desde 1986, Silvina Figueroa y Gustavo Glasserman prepararon a miles de alumnos para ingresar al Buenos Aires, Pellegrini e ILSE, y cuentan su experiencia  LA NACION

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