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Hacia una agenda acorde con nuestras urgencias y sostenible en el tiempo

Javier Milei prometió en varias oportunidades que, una vez concluida esta primera etapa de su gobierno, focalizada en la estabilización de la economía, pretende implementar “tres mil reformas estructurales”. Revisando la vasta literatura sobre esta cuestión, que se puso de moda en la década de 1980 y que generó una enorme cantidad de estudios de caso en los siguientes veinte años, no queda claro a qué se refiere el primer mandatario cuando utiliza este concepto. Las típicas reformas estructurales son la impositiva, la laboral, la jubilatoria, la comercial (apertura), la desregulación de áreas controladas o monopolizadas por el Estado, las privatizaciones (incluyendo las concesiones para mantener y modernizar la infraestructura física y mejorar la movilidad de bienes y personas), la monetaria, la financiera y bancaria y la de la administración pública (involucra temas cruciales, como tecnología de la información, política de contratación de personal y mecanismos de transparencia y control). Los gobiernos las plantean en una secuencia lógica en función de las urgencias, las posibilidades de la coyuntura y el ciclo político-electoral. Nunca son procesos sencillos, ligeros ni exentos de obstáculos. Por el contrario, surgen dificultades de todo tipo, hasta en el terreno legal. Es evidente que anunciar es más sencillo que llevar a cabo. Reformulando la máxima de Perón, mucho más difícil que decir es hacer y resulta muchísimo más fácil prometer que realizar.

Luego aparece una agenda de reformas de “segunda generación”: una vez que las cuestiones macro están más o menos resueltas o encaminadas, es necesario mejorar la calidad de bienes públicos esenciales, como la justicia, la educación, la salud y la seguridad ciudadana (abarca el servicio penitenciario). En esta etapa surgen debates sobre la pertinencia y la calidad de la regulación en cuestiones como defensa de la competencia o control de los servicios públicos privatizados o concesionados. Finalmente, en países federales es imperioso revisar los mecanismos de distribución de recursos y funciones entre la Nación y los estados subnacionales, así como los criterios de subsidiariedad que comprenden a los gobiernos locales. No suele ser simple influir en las agendas de los gobiernos provincia-les, caracterizados por ritmos, tendencias ideológicas y dinámicas políticas idiosincráticas propios.

Analizando la experiencia internacional, la implementación de esta agenda representa un desafío intergeneracional que debe atravesar varias décadas para consolidarse, demostrar resiliencia y resistir los intentos de reversión total o parcial de los éxitos iniciales. Un test fundamental es que sobrevivan y hasta se profundicen a pesar de la alternancia entre diferentes fuerzas políticas. Además, deben calibrarse todas las áreas de política pública mencionadas en función de una visión estratégica del desarrollo del país (en nuestro caso, todavía inexistente) consensuada entre los principales actores políticos y sociales y de los desafíos y amenazas (económicos, de seguridad, políticos, sociales y ambientales) provenientes de los conflictos reales en el sistema internacional.

¿Piensa el Presidente que este proceso de larga duración y que implica miles de decisiones administrativas puede ser planteado, debatido, aprobado e implementado en uno o dos mandatos? Más que ambicioso, parece utópico. Tómese el caso de la ex-AFIP, ahora ARCA. Más allá de un cambio parcial de autoridades (que implicó no pocas polémicas) y del retiro voluntario de unos cientos de trabajadores temerosos de perder algunos privilegios, nada cambió. Para ser justos, fueron desplazados los responsables de áreas sospechadas de corrupción, como la vinculada con la recaudación del impuesto al tabaco. El resto de la organización sigue intacta. No era necesario cambiarle el nombre para sacarse de encima algunas manzanas podridas. Aún no se conoce una hoja de ruta ni un plan de operaciones para definir los nuevos lineamientos de la flamante institución. Moraleja: el mismo gradualismo pragmático (“escenas de larretismo explícito”, bromeaba un agudo observador) que el gobierno demuestra en la salida del cepo, donde tiene una estrategia definida, o en las reformas micro que a diario anuncia Sturzenegger (aunque no quede claro cuáles son sus prioridades ni su lógica secuencial), predominará necesariamente en el resto de las áreas en las que se pretende implementar reformas.

Un viejo banquero de inversión europeo afirmó en una reunión privada: “Si no fuera por este loco, las cosas no se habrían ordenado tan rápido”. “Al ser extrapartidario, utiliza una caja de instrumentos y un criterio diferentes respecto de a lo que estamos acostumbrados”, admitió en el mismo entorno el titular de un fondo de cobertura. “No le importa pagar costos políticos de corto plazo, sino diferenciarse de sus predecesores y poner la economía en movimiento”, agregó. Esto nos lleva a reflexionar no solo sobre la agenda de reformas (los “qués”), sino también sobre los “cómos”. ¿Las decisiones del Poder Ejecutivo deben tomarse por consenso o imponiéndolas unilateralmente (“como sea”, “a como dé lugar”)? ¿Qué podemos aprender de la experiencia comparada? Nuestro país tiene fresco el ejemplo de la década de 1990. Dos leyes votadas a las apuradas al final del gobierno de Alfonsín (emergencia económica y reforma del Estado) fueron vitales para impulsar las reformas, implementadas luego mediante los polémicos DNU. Sin embargo, a partir de 2002 el país experimentó una reversión populista que implicó una insólita duplicación del tamaño del sector público. Con semejante precedente, es inevitable que la Argentina despierte dudas y desconfianza en el mercado.

Especialistas en política monetaria y cambiaria acuñaron una famosa disyuntiva para sintetizar los dilemas típicos de las autoridades de los bancos centrales: ¿conviene que tengan una regla clara (como la “tablita” o la “convertibilidad”) o es mejor otorgarles discrecionalidad para que sorprendan al mercado? Es muy interesante aplicar esta fórmula al analizar los métodos disponibles para implementar una agenda de reformas. Esta disyuntiva (consenso o unilateralidad) adquiere relevancia frente a la polémica designación por decreto de jueces de la Corte Suprema. Mauricio Macri lo intentó y debió ingresar los pliegos en el Senado. Puede que la medida sea legalmente válida, pero ¿es acaso legítima?

Más controversial aún resulta que Milei prefiera gobernar sin presupuesto. La “ley de leyes” es el punto de partida histórico de la democracia parlamentaria, creada justamente para definir las prioridades de los gobiernos y controlar su ejecución. No hacerlo implica un retroceso inexplicable en términos de calidad institucional, pues le otorga al “monarca” una arbitrariedad absoluta, que en este caso es más complicado por tratarse en un año electoral. Tendrá que rendir cuentas, es cierto, pero ex post. “Si hoy la oposición está fragmentada, el año próximo, sin presupuesto, directamente podría licuarse”, advirtió una especialista en financiamiento electoral. ¿Cuál hubiese sido la reacción de la política, la sociedad civil y de algunos medios de comunicación si el peronismo, y sobre todo el kirchnerismo, hubiese intentado semejante maniobra? Los gobiernos pasan, las personas también, pero quedan los antecedentes, que en el futuro pueden convertirse en un búmeran devastador para la democracia republicana.

Javier Milei prometió en varias oportunidades que, una vez concluida esta primera etapa de su gobierno, focalizada en la estabilización de la economía, pretende implementar “tres mil reformas estructurales”. Revisando la vasta literatura sobre esta cuestión, que se puso de moda en la década de 1980 y que generó una enorme cantidad de estudios de caso en los siguientes veinte años, no queda claro a qué se refiere el primer mandatario cuando utiliza este concepto. Las típicas reformas estructurales son la impositiva, la laboral, la jubilatoria, la comercial (apertura), la desregulación de áreas controladas o monopolizadas por el Estado, las privatizaciones (incluyendo las concesiones para mantener y modernizar la infraestructura física y mejorar la movilidad de bienes y personas), la monetaria, la financiera y bancaria y la de la administración pública (involucra temas cruciales, como tecnología de la información, política de contratación de personal y mecanismos de transparencia y control). Los gobiernos las plantean en una secuencia lógica en función de las urgencias, las posibilidades de la coyuntura y el ciclo político-electoral. Nunca son procesos sencillos, ligeros ni exentos de obstáculos. Por el contrario, surgen dificultades de todo tipo, hasta en el terreno legal. Es evidente que anunciar es más sencillo que llevar a cabo. Reformulando la máxima de Perón, mucho más difícil que decir es hacer y resulta muchísimo más fácil prometer que realizar.

Luego aparece una agenda de reformas de “segunda generación”: una vez que las cuestiones macro están más o menos resueltas o encaminadas, es necesario mejorar la calidad de bienes públicos esenciales, como la justicia, la educación, la salud y la seguridad ciudadana (abarca el servicio penitenciario). En esta etapa surgen debates sobre la pertinencia y la calidad de la regulación en cuestiones como defensa de la competencia o control de los servicios públicos privatizados o concesionados. Finalmente, en países federales es imperioso revisar los mecanismos de distribución de recursos y funciones entre la Nación y los estados subnacionales, así como los criterios de subsidiariedad que comprenden a los gobiernos locales. No suele ser simple influir en las agendas de los gobiernos provincia-les, caracterizados por ritmos, tendencias ideológicas y dinámicas políticas idiosincráticas propios.

Analizando la experiencia internacional, la implementación de esta agenda representa un desafío intergeneracional que debe atravesar varias décadas para consolidarse, demostrar resiliencia y resistir los intentos de reversión total o parcial de los éxitos iniciales. Un test fundamental es que sobrevivan y hasta se profundicen a pesar de la alternancia entre diferentes fuerzas políticas. Además, deben calibrarse todas las áreas de política pública mencionadas en función de una visión estratégica del desarrollo del país (en nuestro caso, todavía inexistente) consensuada entre los principales actores políticos y sociales y de los desafíos y amenazas (económicos, de seguridad, políticos, sociales y ambientales) provenientes de los conflictos reales en el sistema internacional.

¿Piensa el Presidente que este proceso de larga duración y que implica miles de decisiones administrativas puede ser planteado, debatido, aprobado e implementado en uno o dos mandatos? Más que ambicioso, parece utópico. Tómese el caso de la ex-AFIP, ahora ARCA. Más allá de un cambio parcial de autoridades (que implicó no pocas polémicas) y del retiro voluntario de unos cientos de trabajadores temerosos de perder algunos privilegios, nada cambió. Para ser justos, fueron desplazados los responsables de áreas sospechadas de corrupción, como la vinculada con la recaudación del impuesto al tabaco. El resto de la organización sigue intacta. No era necesario cambiarle el nombre para sacarse de encima algunas manzanas podridas. Aún no se conoce una hoja de ruta ni un plan de operaciones para definir los nuevos lineamientos de la flamante institución. Moraleja: el mismo gradualismo pragmático (“escenas de larretismo explícito”, bromeaba un agudo observador) que el gobierno demuestra en la salida del cepo, donde tiene una estrategia definida, o en las reformas micro que a diario anuncia Sturzenegger (aunque no quede claro cuáles son sus prioridades ni su lógica secuencial), predominará necesariamente en el resto de las áreas en las que se pretende implementar reformas.

Un viejo banquero de inversión europeo afirmó en una reunión privada: “Si no fuera por este loco, las cosas no se habrían ordenado tan rápido”. “Al ser extrapartidario, utiliza una caja de instrumentos y un criterio diferentes respecto de a lo que estamos acostumbrados”, admitió en el mismo entorno el titular de un fondo de cobertura. “No le importa pagar costos políticos de corto plazo, sino diferenciarse de sus predecesores y poner la economía en movimiento”, agregó. Esto nos lleva a reflexionar no solo sobre la agenda de reformas (los “qués”), sino también sobre los “cómos”. ¿Las decisiones del Poder Ejecutivo deben tomarse por consenso o imponiéndolas unilateralmente (“como sea”, “a como dé lugar”)? ¿Qué podemos aprender de la experiencia comparada? Nuestro país tiene fresco el ejemplo de la década de 1990. Dos leyes votadas a las apuradas al final del gobierno de Alfonsín (emergencia económica y reforma del Estado) fueron vitales para impulsar las reformas, implementadas luego mediante los polémicos DNU. Sin embargo, a partir de 2002 el país experimentó una reversión populista que implicó una insólita duplicación del tamaño del sector público. Con semejante precedente, es inevitable que la Argentina despierte dudas y desconfianza en el mercado.

Especialistas en política monetaria y cambiaria acuñaron una famosa disyuntiva para sintetizar los dilemas típicos de las autoridades de los bancos centrales: ¿conviene que tengan una regla clara (como la “tablita” o la “convertibilidad”) o es mejor otorgarles discrecionalidad para que sorprendan al mercado? Es muy interesante aplicar esta fórmula al analizar los métodos disponibles para implementar una agenda de reformas. Esta disyuntiva (consenso o unilateralidad) adquiere relevancia frente a la polémica designación por decreto de jueces de la Corte Suprema. Mauricio Macri lo intentó y debió ingresar los pliegos en el Senado. Puede que la medida sea legalmente válida, pero ¿es acaso legítima?

Más controversial aún resulta que Milei prefiera gobernar sin presupuesto. La “ley de leyes” es el punto de partida histórico de la democracia parlamentaria, creada justamente para definir las prioridades de los gobiernos y controlar su ejecución. No hacerlo implica un retroceso inexplicable en términos de calidad institucional, pues le otorga al “monarca” una arbitrariedad absoluta, que en este caso es más complicado por tratarse en un año electoral. Tendrá que rendir cuentas, es cierto, pero ex post. “Si hoy la oposición está fragmentada, el año próximo, sin presupuesto, directamente podría licuarse”, advirtió una especialista en financiamiento electoral. ¿Cuál hubiese sido la reacción de la política, la sociedad civil y de algunos medios de comunicación si el peronismo, y sobre todo el kirchnerismo, hubiese intentado semejante maniobra? Los gobiernos pasan, las personas también, pero quedan los antecedentes, que en el futuro pueden convertirse en un búmeran devastador para la democracia republicana.

 Reformas estructurales: se trata de un desafío intergeneracional que debe atravesar varias décadas para consolidarse, demostrar resiliencia y resistir los intentos de reversión total o parcial de los éxitos iniciales  LA NACION

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