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La violencia que modela el negocio narco

En los últimos diez meses, Rosario respiró con cierto alivio por el descenso de la cantidad de homicidios. En este período la baja de los asesinatos, según cifras del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe, fue del 64%, la más importante de los últimos diez años. Las estrategias que se implementaron desde el Ministerio de Seguridad de la Nación y desde el gobierno de Maximiliano Pullaro fueron efectivas, de acuerdo con este indicador, que tabula los niveles de violencia más extrema.

El plan para enfrentar este problema, que se estaba convirtiendo en un drama endémico, pasó por tres puntos esenciales: mayor control y restricción en las cárceles, donde los grupos criminales detenidos usaban las celdas como si fueran oficinas del crimen; un incremento de los patrullajes y de la presencia de la policía de Santa Fe, y cambios a nivel normativo, como la adhesión a la desfederalización de la lucha contra el narcomenudeo y la implementación de una nueva ley de ejecución penal.

El descenso en los niveles de violencia causó un respiro en una ciudad donde en marzo pasado cuatro asesinatos contra trabajadores elegidos al azar sembraron lo que el Gobierno definió como acciones de “narcoterrorismo”. En los últimos 15 años, los rosarinos cambiaron su forma de vivir ante este flagelo. Pero esta mejoría en los indicadores no implica la desaparición del problema.

El doble crimen de Andrés Bracamonte, jefe de la barra brava de Rosario Central, y su ladero Raúl Attardo, el sábado pasado, muestra de modo descarnado que la violencia permanece intacta como forma de modelar un negocio criminal.

Bracamonte era un personaje tan oscuro como emblemático, líder desde hace casi 30 años de una de las más temibles y pesadas hinchadas. Pillín, el sobrenombre con el que era conocido, construyó su poder a la vista de directivos que pasaron por el club y de las autoridades de los gobiernos que transitaron por Santa Fe y la Nación. Era una especie de intocable porque, según coincidían distintas fuentes, era “el mal menor”. Su figura garantizaba estabilidad en las tribunas e impedía que la banda de Los Monos copara ese club, como lo había hecho en Newell’s, donde las marcas de la conducción de este grupo criminal se traslucían en la cantidad de asesinatos: más de 20 en los últimos diez años. Sin embargo, Bracamonte tenía estrechos lazos con el temible clan Cantero. Se necesitaban y usaban mutuamente.

El jefe de la barra brava no solo había acumulado poder de mando, sino que abroqueló una fortaleza económica muy sólida a partir de los negocios que se tramaban a su alrededor, como tener bajo su control a decenas de jugadores de fútbol de las inferiores de Rosario Central, bajo representación encubierta de uno de sus hijos, y a distintos emprendimientos legales o teñidos de opacidad, como las maniobras extorsivas que habría urdido con la Unión Obrera de la Construcción, según investigó la Justicia.

Con el exinterventor del sindicato en La Plata, Carlos Vergara, que ocupó el lugar de Juan Pablo “Pata” Medina, proveían viandas y baños químicos a obras de construcción en distintas provincias. El que no quería contratar el servicio podía enfrentar la violencia de los matones de la barra. Esa conjugación de aprietes contribuyó a que Bracamonte se transformara en un hombre duro con una espalda económica millonaria, con inversiones inmobiliarias de grandes dimensiones, asociado con empresarios locales.

La Justicia santafesina abrió una investigación en 2020 por lavado de dinero, que lo llevó a la cárcel durante ocho meses, pero no se logró detectar la verdadera trama que se tejía detrás de este hombre, que confesó en una entrevista con LA NACION que lo habían intentado matar 29 veces.

El crimen de este barrabrava extremó otra vez la tensión en Rosario. Su historia y su desenlace también exponen complicidades que contribuyeron a que se transformara en una especie de celebridad intocable.

La comisaría N° 9, que tiene jurisdicción en el barrio de Arroyito y en la cancha de Rosario Central, estaba a cargo de Débora Cavani, quien ascendió a comisario en 2022. Su hermano Maximiliano Cavani era miembro de la barrabrava de ese club. El fiscal Alejandro Ferlazzo, a cargo de la investigación del doble asesinato de Bracamonte y Attardo, ordenó un allanamiento en la seccional, donde secuestraron celulares y documentación. La sospecha es que la propia barra tenía influencia en la designación de los jefes policiales de la zona. Una de las hipótesis es que pudo haber una zona liberada.

Luego del doble homicidio que sacudió y generó conmoción en Rosario retornó la incertidumbre sobre si la violencia se volverá a imponer como parte de la dinámica del negocio criminal del narcotráfico. En el imaginario social reapareció la antigua postal de la época en la que la banda de Los Monos inició una cacería, tras el crimen de Claudio Cantero el 26 de mayo de 2013. Ese raid de venganzas encendió la llamada “guerra narco”, que provocó que Rosario llegara a tener, en 2022, 24 homicidios cada 100.000 habitantes, una cifra que la emparentó con las ciudades más violentas del mundo.

El desafío de las autoridades es romper con ese esquema en el que la muerte moldea un negocio que tejió en la última década aceitadas complicidades con la Justicia y el poder político, que sostuvieron una plataforma que tuvo en el sector financiero informal un canal para lavar dinero.

En los últimos diez meses, Rosario respiró con cierto alivio por el descenso de la cantidad de homicidios. En este período la baja de los asesinatos, según cifras del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe, fue del 64%, la más importante de los últimos diez años. Las estrategias que se implementaron desde el Ministerio de Seguridad de la Nación y desde el gobierno de Maximiliano Pullaro fueron efectivas, de acuerdo con este indicador, que tabula los niveles de violencia más extrema.

El plan para enfrentar este problema, que se estaba convirtiendo en un drama endémico, pasó por tres puntos esenciales: mayor control y restricción en las cárceles, donde los grupos criminales detenidos usaban las celdas como si fueran oficinas del crimen; un incremento de los patrullajes y de la presencia de la policía de Santa Fe, y cambios a nivel normativo, como la adhesión a la desfederalización de la lucha contra el narcomenudeo y la implementación de una nueva ley de ejecución penal.

El descenso en los niveles de violencia causó un respiro en una ciudad donde en marzo pasado cuatro asesinatos contra trabajadores elegidos al azar sembraron lo que el Gobierno definió como acciones de “narcoterrorismo”. En los últimos 15 años, los rosarinos cambiaron su forma de vivir ante este flagelo. Pero esta mejoría en los indicadores no implica la desaparición del problema.

El doble crimen de Andrés Bracamonte, jefe de la barra brava de Rosario Central, y su ladero Raúl Attardo, el sábado pasado, muestra de modo descarnado que la violencia permanece intacta como forma de modelar un negocio criminal.

Bracamonte era un personaje tan oscuro como emblemático, líder desde hace casi 30 años de una de las más temibles y pesadas hinchadas. Pillín, el sobrenombre con el que era conocido, construyó su poder a la vista de directivos que pasaron por el club y de las autoridades de los gobiernos que transitaron por Santa Fe y la Nación. Era una especie de intocable porque, según coincidían distintas fuentes, era “el mal menor”. Su figura garantizaba estabilidad en las tribunas e impedía que la banda de Los Monos copara ese club, como lo había hecho en Newell’s, donde las marcas de la conducción de este grupo criminal se traslucían en la cantidad de asesinatos: más de 20 en los últimos diez años. Sin embargo, Bracamonte tenía estrechos lazos con el temible clan Cantero. Se necesitaban y usaban mutuamente.

El jefe de la barra brava no solo había acumulado poder de mando, sino que abroqueló una fortaleza económica muy sólida a partir de los negocios que se tramaban a su alrededor, como tener bajo su control a decenas de jugadores de fútbol de las inferiores de Rosario Central, bajo representación encubierta de uno de sus hijos, y a distintos emprendimientos legales o teñidos de opacidad, como las maniobras extorsivas que habría urdido con la Unión Obrera de la Construcción, según investigó la Justicia.

Con el exinterventor del sindicato en La Plata, Carlos Vergara, que ocupó el lugar de Juan Pablo “Pata” Medina, proveían viandas y baños químicos a obras de construcción en distintas provincias. El que no quería contratar el servicio podía enfrentar la violencia de los matones de la barra. Esa conjugación de aprietes contribuyó a que Bracamonte se transformara en un hombre duro con una espalda económica millonaria, con inversiones inmobiliarias de grandes dimensiones, asociado con empresarios locales.

La Justicia santafesina abrió una investigación en 2020 por lavado de dinero, que lo llevó a la cárcel durante ocho meses, pero no se logró detectar la verdadera trama que se tejía detrás de este hombre, que confesó en una entrevista con LA NACION que lo habían intentado matar 29 veces.

El crimen de este barrabrava extremó otra vez la tensión en Rosario. Su historia y su desenlace también exponen complicidades que contribuyeron a que se transformara en una especie de celebridad intocable.

La comisaría N° 9, que tiene jurisdicción en el barrio de Arroyito y en la cancha de Rosario Central, estaba a cargo de Débora Cavani, quien ascendió a comisario en 2022. Su hermano Maximiliano Cavani era miembro de la barrabrava de ese club. El fiscal Alejandro Ferlazzo, a cargo de la investigación del doble asesinato de Bracamonte y Attardo, ordenó un allanamiento en la seccional, donde secuestraron celulares y documentación. La sospecha es que la propia barra tenía influencia en la designación de los jefes policiales de la zona. Una de las hipótesis es que pudo haber una zona liberada.

Luego del doble homicidio que sacudió y generó conmoción en Rosario retornó la incertidumbre sobre si la violencia se volverá a imponer como parte de la dinámica del negocio criminal del narcotráfico. En el imaginario social reapareció la antigua postal de la época en la que la banda de Los Monos inició una cacería, tras el crimen de Claudio Cantero el 26 de mayo de 2013. Ese raid de venganzas encendió la llamada “guerra narco”, que provocó que Rosario llegara a tener, en 2022, 24 homicidios cada 100.000 habitantes, una cifra que la emparentó con las ciudades más violentas del mundo.

El desafío de las autoridades es romper con ese esquema en el que la muerte moldea un negocio que tejió en la última década aceitadas complicidades con la Justicia y el poder político, que sostuvieron una plataforma que tuvo en el sector financiero informal un canal para lavar dinero.

 El reciente doble crimen de Bracamonte y Attardo volvió a extremar la tensión en Rosario, luego de un importante descenso de los hechos criminales  LA NACION

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