La verdad ya importa poco
A veces se sinceran. En un reportaje publicado en El Mundo, Miguel Ángel García, portavoz del gobierno madrileño del PP, decía que hoy, en la política española, “prima la comunicación sobre la gestión”. Ximo Puig, expresidente socialista de la Comunidad Valenciana, aseguraba que, para ganar elecciones, lo esencial es “la instalación en el imaginario colectivo de tu relato”. Por su parte, Iván Redondo, exdirector del gabinete del presidente Sánchez, escribió que en nuestra política “no es fácil distinguir lo que es realidad de lo que es ficción”. Quien mejor lo dice es Gabriel Rufián: “La verdad ya importa poco”. En resumen: con la política reducida a una representación mediática y plagada de asesores de comunicación, nuestros políticos no dedican sus mejores energías a tratar de mejorar nuestras vidas, sino a intentar engañarnos. Es duro, pero es así.
Por supuesto, la política y la mentira siempre se han llevado muy bien. La razón es evidente: la mentira es la mejor herramienta de dominación conocida, y lo primero que busca el poder –cualquier poder– es dominar, porque esa es la forma de asegurar su perduración; igual que el dinero siempre quiere más dinero, el poder siempre quiere más poder: ese deseo insaciable define su naturaleza. Así que no es verdad que hoy se mienta más que nunca (aunque a veces lo parezca); lo que sí es verdad es que, gracias a internet y las redes sociales, la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. El poder político fue el primero en sacar partido de este hecho; la eclosión del nacionalpopulismo a raíz de la crisis de 2008 es su resultado más visible: los grandes hitos de esa ola reaccionaria –desde Trump hasta el Brexit, pasando por la crisis catalana de 2017– estuvieron precedidos o acompañados por inundaciones de mentiras. Y el resultado de ese resultado es el descrédito abrumador de la verdad: a mí todavía me sigue pareciendo increíble que un país genéticamente puritano como Estados Unidos, donde Bill Clinton a punto estuvo de dimitir a causa de una mentira (no de sus escarceos sexuales con una becaria), pueda elegir por segunda vez como presidente a un perturbado que, según el cómputo de The Washington Post, soltó 30.573 mentiras en su primer mandato. Pero hay más. Porque resulta que, en vista del éxito del populismo y sus mentirosos patológicos, los políticos tradicionales han empezado a mentir con un descaro y un cinismo inéditos, transformando el arte de la política en el arte de mentir y decretando que el mejor político es el que mejor miente o mejor engaña, o el que mejor disfraza la mentira de verdad. Dicho esto, admitamos que, frente a la política convertida en fábrica de mentiras, los ciudadanos nos hallamos de entrada indefensos; no porque seamos más tontos que los políticos, según creen la mayoría de los políticos, sino porque estamos demasiado ocupados en salir adelante a diario como para podernos tomar a diario el trabajo de desenmascarar las mentiras de quienes se dedican profesionalmente a elaborarlas. En realidad, frente a la política de la mentira solo tenemos un antídoto. No me refiero a los políticos de la verdad, porque, cuando la política de la mentira triunfa, todos los políticos se contagian de ella y todos invierten su tiempo en construir sus propias mentiras para combatir las del adversario, como si la mentira se pudiera derrotar con la mentira. Me refiero al periodismo independiente. El problema es que la expresión periodismo independiente, que es en rigor un pleonasmo (no hay periodismo de verdad que no sea independiente), amenaza con convertirse en un oxímoron: como cada vez es más difícil ganarse la vida con el periodismo, cada vez es más difícil un periodismo auténtico y cada vez más habitual un periodismo subordinado al poder. Pero todavía es posible; por eso –y por la cuenta que nos trae a todos– más nos vale apoyarlo.
“La verdad ya importa poco”, dice Rufián. Pero, si la verdad ya importa poco, la libertad ya importa poco. Y si la libertad ya importa poco, nos encaminamos hacia un lugar sucio, oscuro e insalubre, donde no apetece nada vivir.
A veces se sinceran. En un reportaje publicado en El Mundo, Miguel Ángel García, portavoz del gobierno madrileño del PP, decía que hoy, en la política española, “prima la comunicación sobre la gestión”. Ximo Puig, expresidente socialista de la Comunidad Valenciana, aseguraba que, para ganar elecciones, lo esencial es “la instalación en el imaginario colectivo de tu relato”. Por su parte, Iván Redondo, exdirector del gabinete del presidente Sánchez, escribió que en nuestra política “no es fácil distinguir lo que es realidad de lo que es ficción”. Quien mejor lo dice es Gabriel Rufián: “La verdad ya importa poco”. En resumen: con la política reducida a una representación mediática y plagada de asesores de comunicación, nuestros políticos no dedican sus mejores energías a tratar de mejorar nuestras vidas, sino a intentar engañarnos. Es duro, pero es así.
Por supuesto, la política y la mentira siempre se han llevado muy bien. La razón es evidente: la mentira es la mejor herramienta de dominación conocida, y lo primero que busca el poder –cualquier poder– es dominar, porque esa es la forma de asegurar su perduración; igual que el dinero siempre quiere más dinero, el poder siempre quiere más poder: ese deseo insaciable define su naturaleza. Así que no es verdad que hoy se mienta más que nunca (aunque a veces lo parezca); lo que sí es verdad es que, gracias a internet y las redes sociales, la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. El poder político fue el primero en sacar partido de este hecho; la eclosión del nacionalpopulismo a raíz de la crisis de 2008 es su resultado más visible: los grandes hitos de esa ola reaccionaria –desde Trump hasta el Brexit, pasando por la crisis catalana de 2017– estuvieron precedidos o acompañados por inundaciones de mentiras. Y el resultado de ese resultado es el descrédito abrumador de la verdad: a mí todavía me sigue pareciendo increíble que un país genéticamente puritano como Estados Unidos, donde Bill Clinton a punto estuvo de dimitir a causa de una mentira (no de sus escarceos sexuales con una becaria), pueda elegir por segunda vez como presidente a un perturbado que, según el cómputo de The Washington Post, soltó 30.573 mentiras en su primer mandato. Pero hay más. Porque resulta que, en vista del éxito del populismo y sus mentirosos patológicos, los políticos tradicionales han empezado a mentir con un descaro y un cinismo inéditos, transformando el arte de la política en el arte de mentir y decretando que el mejor político es el que mejor miente o mejor engaña, o el que mejor disfraza la mentira de verdad. Dicho esto, admitamos que, frente a la política convertida en fábrica de mentiras, los ciudadanos nos hallamos de entrada indefensos; no porque seamos más tontos que los políticos, según creen la mayoría de los políticos, sino porque estamos demasiado ocupados en salir adelante a diario como para podernos tomar a diario el trabajo de desenmascarar las mentiras de quienes se dedican profesionalmente a elaborarlas. En realidad, frente a la política de la mentira solo tenemos un antídoto. No me refiero a los políticos de la verdad, porque, cuando la política de la mentira triunfa, todos los políticos se contagian de ella y todos invierten su tiempo en construir sus propias mentiras para combatir las del adversario, como si la mentira se pudiera derrotar con la mentira. Me refiero al periodismo independiente. El problema es que la expresión periodismo independiente, que es en rigor un pleonasmo (no hay periodismo de verdad que no sea independiente), amenaza con convertirse en un oxímoron: como cada vez es más difícil ganarse la vida con el periodismo, cada vez es más difícil un periodismo auténtico y cada vez más habitual un periodismo subordinado al poder. Pero todavía es posible; por eso –y por la cuenta que nos trae a todos– más nos vale apoyarlo.
“La verdad ya importa poco”, dice Rufián. Pero, si la verdad ya importa poco, la libertad ya importa poco. Y si la libertad ya importa poco, nos encaminamos hacia un lugar sucio, oscuro e insalubre, donde no apetece nada vivir.
A veces se sinceran. En un reportaje publicado en El Mundo, Miguel Ángel García, portavoz del gobierno madrileño del PP, decía que hoy, en la política española, “prima la comunicación sobre la gestión”. Ximo Puig, expresidente socialista de la Comunidad Valenciana, aseguraba que, para ganar elecciones, lo esencial es “la instalación en el imaginario colectivo de tu relato”. Por su parte, Iván Redondo, exdirector del gabinete del presidente Sánchez, escribió que en nuestra política “no es fácil distinguir lo que es realidad de lo que es ficción”. Quien mejor lo dice es Gabriel Rufián: “La verdad ya importa poco”. En resumen: con la política reducida a una representación mediática y plagada de asesores de comunicación, nuestros políticos no dedican sus mejores energías a tratar de mejorar nuestras vidas, sino a intentar engañarnos. Es duro, pero es así.Por supuesto, la política y la mentira siempre se han llevado muy bien. La razón es evidente: la mentira es la mejor herramienta de dominación conocida, y lo primero que busca el poder –cualquier poder– es dominar, porque esa es la forma de asegurar su perduración; igual que el dinero siempre quiere más dinero, el poder siempre quiere más poder: ese deseo insaciable define su naturaleza. Así que no es verdad que hoy se mienta más que nunca (aunque a veces lo parezca); lo que sí es verdad es que, gracias a internet y las redes sociales, la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. El poder político fue el primero en sacar partido de este hecho; la eclosión del nacionalpopulismo a raíz de la crisis de 2008 es su resultado más visible: los grandes hitos de esa ola reaccionaria –desde Trump hasta el Brexit, pasando por la crisis catalana de 2017– estuvieron precedidos o acompañados por inundaciones de mentiras. Y el resultado de ese resultado es el descrédito abrumador de la verdad: a mí todavía me sigue pareciendo increíble que un país genéticamente puritano como Estados Unidos, donde Bill Clinton a punto estuvo de dimitir a causa de una mentira (no de sus escarceos sexuales con una becaria), pueda elegir por segunda vez como presidente a un perturbado que, según el cómputo de The Washington Post, soltó 30.573 mentiras en su primer mandato. Pero hay más. Porque resulta que, en vista del éxito del populismo y sus mentirosos patológicos, los políticos tradicionales han empezado a mentir con un descaro y un cinismo inéditos, transformando el arte de la política en el arte de mentir y decretando que el mejor político es el que mejor miente o mejor engaña, o el que mejor disfraza la mentira de verdad. Dicho esto, admitamos que, frente a la política convertida en fábrica de mentiras, los ciudadanos nos hallamos de entrada indefensos; no porque seamos más tontos que los políticos, según creen la mayoría de los políticos, sino porque estamos demasiado ocupados en salir adelante a diario como para podernos tomar a diario el trabajo de desenmascarar las mentiras de quienes se dedican profesionalmente a elaborarlas. En realidad, frente a la política de la mentira solo tenemos un antídoto. No me refiero a los políticos de la verdad, porque, cuando la política de la mentira triunfa, todos los políticos se contagian de ella y todos invierten su tiempo en construir sus propias mentiras para combatir las del adversario, como si la mentira se pudiera derrotar con la mentira. Me refiero al periodismo independiente. El problema es que la expresión periodismo independiente, que es en rigor un pleonasmo (no hay periodismo de verdad que no sea independiente), amenaza con convertirse en un oxímoron: como cada vez es más difícil ganarse la vida con el periodismo, cada vez es más difícil un periodismo auténtico y cada vez más habitual un periodismo subordinado al poder. Pero todavía es posible; por eso –y por la cuenta que nos trae a todos– más nos vale apoyarlo.“La verdad ya importa poco”, dice Rufián. Pero, si la verdad ya importa poco, la libertad ya importa poco. Y si la libertad ya importa poco, nos encaminamos hacia un lugar sucio, oscuro e insalubre, donde no apetece nada vivir. LA NACION