Dime qué ves y te diré cómo vistes: el cine y la moda, la simbiosis perfecta
La relación entre el cine y la moda trasciende la mera construcción de personajes memorables; el vestuario se convierte en un elemento narrativo fundamental, moldea la percepción de los usos y costumbres de una época a través de las ropas. Esta conexión no es superficial, va mucho más allá de las apariencias: el vestuario cuenta historias, refleja contextos sociales y culturales, es esencial en la construcción de las atmósferas que envuelven al público.
La moda ayuda a dar vida a todo tipo de personajes cinematográficos, pero también crea una estética. Eso es lo que hace que el asunto se sienta real. Cada película se convierte en un pequeño laboratorio de estilo que cruza la pantalla y es capaz de inspirar a colgar cosas nuevas en los armarios privados. La experiencia de sumergirse en una historia deja una huella que puede verse una vez que se abandona la sala de cine, se traslada a la vida cotidiana. La escena teatral también dispone fuertes referencias visuales que sedimentan gracias al vestuario, pero el cine es arte masivo y la proyección continua de imágenes crea un encantamiento único, especial.
En los albores de la industria hollywoodense, Cecil B. DeMille se encaramó en la lista de pioneros cinematográficos que consiguieron más de un éxito. El director de Cleopatra (1934) destinó generosos presupuestos a los vestuarios de cada una de sus producciones. Por ejemplo, en 1919 contrató al diseñador francés Paul Iribe para que se ocupara de la vestimenta que usaría Gloria Swanson en Male and female (película muda sobre el naufragio de un yate y la supervivencia en una isla); años más tarde, Iribe fue el Director de Arte de Los diez mandamientos (1923). Hablar de esta relación nos sirve para ilustrar la evolución del vestuario en el cine y marcar cómo la moda empezó a establecer un diálogo activo con la industria cinematográfica. Un cruce que influye en ambas direcciones: la estética de las películas y las tendencias de la moda.
Hay nombres que se asocian de inmediato entre quienes tienen memoria cinéfila. Hollywood logró que algunas actrices y determinadas marcas crearan un vínculo: Marlene Dietrich y Dior; Audrey Hepburn y Givenchy; Catherine Deneuve e Yves Saint Laurent son parejas que se fundieron para siempre en el imaginario del prêt-à-porter.
Entre 1940 y 1960, los años dorados, un desfile de estrellas partió las aguas de la moda a nivel mundial. Las actrices brillaban en la pantalla y marcaban tendencias, se convirtieron en referentes de estilo en una dimensión impensada: desbancaron a la aristocracia en el rol principal de embajadoras de la moda. “En la época de oro, la moda podía ser severa o desmesurada, como si la manera de vestir respondiera a la mirada que la sociedad tenía de la mujer: las chicas buenas y las otras. Pero… aun cuando el diseño estuviera logrado, el problema eran los peinados. Ningún equipo podía sobrevivir al flequillo tubular de Lana Turner. Por suerte, el cine contaba con Gilbert Adrian [el jefe de vestuario de la MGM], quien vestía a las estrellas como Joan Crawford, Katharine Hepburn y, sobre todo, a Greta Garbo [ella lo ponía como condición en los contratos] – aporta Cecilia Absatz, periodista, analista de la cultura popular y creadora del sitio viejosmoking.com.ar–. Adrian no solo tenía un gusto exquisito y un gran manejo de los trucos de la luz en las películas en blanco y negro, también era un especialista en resolver los ‘problemas’ que le presentaban algunos cuerpos. Norma Shearer, por ejemplo, tenía piernas regordetas y el talle largo. Greta Garbo andaba levemente encorvada y su pecho era chato. El caso de Joan Crawford era un verdadero desafío: ancha de hombros, ancha de caderas, piernas cortas y, lo peor, una cabeza enorme. La cámara es cruel, pero Adrian todo lo resolvía. Cuando Greta Garbo se retiró del cine Adrian renunció y se fue”.
Adrian fue el artífice del aire de misterio seductor que caracterizó a Greta Garbo, es cierto; pero William Travilla consolidó a Marilyn Monroe como un símbolo sexual.
¿Hay una mayor contribución al arte de la seducción en la historia del cine que la del diseñador de vestuario de ocho de las películas en las que actuó Marilyn? Nacido en Los Ángeles, Travilla se graduó de la Escuela Chouinard de Arte, en donde potenció su talento para la ilustración y el diseño de moda. Comenzó su carrera hollywoodense en Columbia Pictures, en 1941, donde fue asignado como diseñador de vestuario para películas clase B. Más tarde, entabló amistad con Ann Sheridan, quien se convirtió en admiradora suya y le propuso trabajar en el mismo rubro para Warner Bros. Allí ganó notoriedad como parte del equipo de El burlador de Castilla (Vincent Sherman, 1948) película que ganó el Oscar al Mejor Diseño de Vestuario.
El vestuario de un film debe ser tan bueno como para lograr pasar desapercibido. Esa perspectiva contradice un poco los rasgos descriptos en los párrafos anteriores, pero suele sostenerse en algunos equipos de producción y confirma la relevancia de la vestimenta a la hora de hacer creíble a un personaje. El poder transformador de un disfraz, entonces, se asemeja al que tienen los trajes que usan los superhéroes, se vuelve indispensable para poseer el espíritu del personaje. En esa línea, la actriz Bette Davis confesó: “Los actores podemos ensayar nuestros textos, movimientos y gestos, pero hasta que no nos ponemos la ropa, no nos convertimos en los personajes”, como parte de los testimonios que conforman el libro Edith Head’s Hollywood, de Paddy Calistro y la propia Head. Edith Head tuvo una carrera sobresaliente, que incluye ocho premios Oscar y cientos de colaboraciones cinematográficas. Entre las más destacadas se encuentran las que tuvo con Alfred Hitchcock. En Vértigo (1958), una de las muchas joyas del maestro del suspense, se demuestra cómo el diseño de vestuario puede ser crucial para contar una historia.
Edith Head hizo magia al convertir la ropa en un verdadero personaje, añadiendo capas de significado a la trama. Cada prenda impulsa la narrativa, hace que el vestuario se perciba tan esencial como cualesquiera de las tomas o de los diálogos. El vestuario que despliega Kim Novak para encarnar sus papeles de Madeleine y Judy, redefine su presencia: los zapatos de tacón y el traje sastre se vuelven fácilmente reconocibles, fetiches, para Scottie, el personaje interpretado por James Stewart.
Hitchcock ya había metido un éxito de ventas en las vitrinas de la moda. El personaje protagónico de Rebeca (1940) debía expresar cierta timidez, por lo que puede verse a Joan Fontaine vestir un cardigan de lana sin cuello. Gracias al cimbronazo que generó la película, la prenda pasó a conocerse como “chaqueta Rebeca” y fue furor durante un largo rato.
Un caso similar puede rastrearse en la década anterior, cuando los pareos y las mallas de estampados vibrantes fueron un boom en las playas norteamericanas al imitar el estilo que lucía Dorothy Lamour en The Jungle Princess (de Wilhelm Thiele, 1936).
Audrey Hepburn, al interpretar a la princesa Anne en Vacaciones en Roma (en Argentina se conoció con el título La princesa que quería vivir, de William Wyler, 1955), definió un estilo que mezclaba pantalones ajustados, chatitas y sacos entallados, creando una nueva tendencia entre las mujeres de la época. En Una cara de ángel, de Stanley Donen, 1957, Hepburn inspiró la emulación del vestuario que evocaba la bohemia francesa: atuendos negros y leggins combinados con zapatos bajos.
Los guantes que usó Rita Hayworth en Gilda (1946), film Charles Vidor se transformaron en un símbolo de elegancia; otro ejemplo, de la tendencia marcada desde la pantalla quedó reflejada en la boina y los pañuelos de seda que lució Faye Dunaway en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) que se popularizaron como accesorios de moda.
Es cierto, que Audrey Hepburn se convirtió en una leyenda del cine gracias a los primeros minutos de Desayuno en Tiffany’s (Blake Edwards, 1961) donde se la ve con una medialuna y café en mano frente a la vidriera de la reconocida joyería en la Quinta Avenida. El vestido negro confeccionado en satén italiano, ceñido al cuerpo, con escote recortado a la espalda y guantes largos de Hubert de Givenchy era el “protagonista” indiscutible de la escena. Holly Golightly, personaje de Audrey, no era consciente de que vestía así; era una chica común cuya utopía de convertirse en rica se suavizaba con el solitario acto de contemplar la vidriera de la joyería.
Hace unos semanas finalizó la primera edición de Feed Dog Argentina, un encuentro que celebra al cine documental sobre moda. Nacido en Barcelona –allí van por la octava edición–, se expandió a Ciudad de México, San Pablo, Brasilia, Madrid y viajó hasta Buenos Aires. El lema “Fashion on the Big Screen” es lo que enlaza a Feed Dog con esta nota, el festival aborda a la moda como “un fenómeno cultural vivo desde perspectivas históricas, sociológicas y estéticas”.
En la versión local, se presentó una selección de seis documentales que exploran lo fashion en modo multidisciplinar. Se destacó Quant (2021), de Sadie Frost, dedicado a la famosa diseñadora británica Mary Quant (Londres, 1930). Ella fue quien popularizó el uso del pelo corto y de la minifalda en la Inglaterra de los sesenta, cuando el Swinging London (el arte, la música y la moda como pilares de la naciente cultura pop) estaba en plena ebullición. Sadie Frost –además de dirigir este documental es actriz y desarrolló la marca Frost-French– cree que la visión innovadora de Quant no solo refleja un estilo, sino que también aborda temas clave como la individualidad y la sostenibilidad en la moda contemporánea. Cuando presentó el film, enfatizó: “En un mundo que busca autenticidad, es fundamental rescatar su legado y su impacto en la forma en que nos expresamos a través de la vestimenta. Las mujeres están más sexualizadas que nunca. La cirugía plástica se ha vuelto común, y esa visión no me interesa en absoluto (…) Lo que Mary quería expresar es que deberías poder ser vos misma. Espero que surja un movimiento que fomente la individualidad, la expresividad y la responsabilidad ambiental”.
A punto de estrenar su segunda película relacionada con el tema (la protagonista es la primera supermodelo: Twiggy), Frost reivindicó el concepto de herencia cultural: “Tuve una conversación con mi hija, ella estudia textiles en la universidad y no sabía quién era Mary Quant… Siento que hay toda una generación de creadores que, a menos que su legado sea documentado, correrán el riesgo de caer en el olvido”. Paul McCartney no dio entrevistas durante su última visita al país, pero podría haber contado detalles sobre la relación de Quant con The Beatles y algunos de sus looks (¡y sobre el padre de Frost: David Vaughan, artista y diseñador que también trabajó con los Fab Four!).
No deja de sorprender la influencia que generan los vestuarios de muchísimas películas y series en la moda callejera, su capacidad para difundir determinadas estéticas entre una gran masa de consumidores. En un principio, quienes actuaban no decidían ser imagen de las marcas o símbolos reconocibles de algunos diseñadores. Eran más bien los propios directores de cine los que elegían a ciertos creadores para diseñar todo el vestuario de sus películas. Luego, las asociaciones entre unos y otros crecieron hasta explotar en el hiperconsumo actual.
En la insoslayable Rebelde sin causa (1955), de Nicholas Ray, la figura del hombre moderno y rudo muestra matices sorprendentes para los modelos de la época: Jim Stark, interpretado por James Dean, tiene una mirada melancólica y su vestimenta desafía a los estereotipos de masculinidad, propone una narrativa en la que la vulnerabilidad se convierte en una fuerza poderosa.
Woody Allen eligió a Diane Keaton para que protagonizara Annie Hall (1977). La actriz llamó la atención del director no solo por su carácter alegre, sino también por su talento para diseñar su propio vestuario (lo que causó perplejidad en el departamento creado para eso) y su audacia para transformar un estilo reconocido habitualmente como varonil en una deslumbrante sutileza femenina. Keaton construyó con dedicación extrema un inesperado conjunto andrógino al combinar corbatas, sombreros, pantalones, camisas abotonadas hasta el cuello, chaquetas, abrigos, bufandas, zapatos y gafas. “Diane Keaton solo usa lo que quiere usar”, resumió Allen.
Parece una perogrullada, pero enfatiza el compromiso que algunos actores asumen cuando deciden involucrarse en la totalidad de la experiencia cinematográfica. Una lista arbitraria de actrices y actores que pueden discutir acerca de la propiedad del trono de estrellas del outfit contemporáneo puede abrirse con Meryl Streep, quien compuso a la impasible Miranda Priestly y desata una lluvia de majestuosos abrigos sobre un escritorio en una escena de El diablo viste a la moda (la traducción literal del título es El diablo usa Prada); ir desde Marcello Mastroianni y su Rubini en La Dolce Vita hasta los brillos que Ben Stiller lució como Derek Zoolander; pasar por la versión Mod de Sting en Quadrophenia y el aspecto pop del ladrón que encarnó Jean Paul Belmondo en Sin aliento; detenerse en la insoslayable camiseta rota que Jennifer Beals transformó en ícono ochentoso desde el poster de Flashdance o en el pasaje de la elegancia del traje negro a la remera con el logo deportivo de UC Santa Cruz que ejecuta John Travolta en Pulp Fiction; en la remera con la leyenda “I Told Ya” que Zendaya viralizó a partir de Challengers y la marca Loewe agotó pese a que costaba 250 euros.
El vestuario que Victoria Abril usó en Kika (1993), de Pedro Almodóvar, fue diseñado por Jean Paul Gaultier. Era de esperar ese cruce entre el malabarista con esquirlas de la movida madrileña y la alta costura: el director manchego necesitaba rematar la personalidad de la presentadora Andrea Caracortada y el ropaje sado que se vio en pantalla contó mucho más que sus parlamentos.
Hasta principios de este año, paseó por distintas ciudades españolas una muestra que se llamó “Cine y moda, por Jean-Paul Gaultier”. En la inauguración, el diseñador dejó está definición: “La moda y el cine muestran los cambios de una sociedad, el estallido de revoluciones, incluso las modificaciones en las relaciones interpersonales”.
La relación entre el cine y la moda trasciende la mera construcción de personajes memorables; el vestuario se convierte en un elemento narrativo fundamental, moldea la percepción de los usos y costumbres de una época a través de las ropas. Esta conexión no es superficial, va mucho más allá de las apariencias: el vestuario cuenta historias, refleja contextos sociales y culturales, es esencial en la construcción de las atmósferas que envuelven al público.
La moda ayuda a dar vida a todo tipo de personajes cinematográficos, pero también crea una estética. Eso es lo que hace que el asunto se sienta real. Cada película se convierte en un pequeño laboratorio de estilo que cruza la pantalla y es capaz de inspirar a colgar cosas nuevas en los armarios privados. La experiencia de sumergirse en una historia deja una huella que puede verse una vez que se abandona la sala de cine, se traslada a la vida cotidiana. La escena teatral también dispone fuertes referencias visuales que sedimentan gracias al vestuario, pero el cine es arte masivo y la proyección continua de imágenes crea un encantamiento único, especial.
En los albores de la industria hollywoodense, Cecil B. DeMille se encaramó en la lista de pioneros cinematográficos que consiguieron más de un éxito. El director de Cleopatra (1934) destinó generosos presupuestos a los vestuarios de cada una de sus producciones. Por ejemplo, en 1919 contrató al diseñador francés Paul Iribe para que se ocupara de la vestimenta que usaría Gloria Swanson en Male and female (película muda sobre el naufragio de un yate y la supervivencia en una isla); años más tarde, Iribe fue el Director de Arte de Los diez mandamientos (1923). Hablar de esta relación nos sirve para ilustrar la evolución del vestuario en el cine y marcar cómo la moda empezó a establecer un diálogo activo con la industria cinematográfica. Un cruce que influye en ambas direcciones: la estética de las películas y las tendencias de la moda.
Hay nombres que se asocian de inmediato entre quienes tienen memoria cinéfila. Hollywood logró que algunas actrices y determinadas marcas crearan un vínculo: Marlene Dietrich y Dior; Audrey Hepburn y Givenchy; Catherine Deneuve e Yves Saint Laurent son parejas que se fundieron para siempre en el imaginario del prêt-à-porter.
Entre 1940 y 1960, los años dorados, un desfile de estrellas partió las aguas de la moda a nivel mundial. Las actrices brillaban en la pantalla y marcaban tendencias, se convirtieron en referentes de estilo en una dimensión impensada: desbancaron a la aristocracia en el rol principal de embajadoras de la moda. “En la época de oro, la moda podía ser severa o desmesurada, como si la manera de vestir respondiera a la mirada que la sociedad tenía de la mujer: las chicas buenas y las otras. Pero… aun cuando el diseño estuviera logrado, el problema eran los peinados. Ningún equipo podía sobrevivir al flequillo tubular de Lana Turner. Por suerte, el cine contaba con Gilbert Adrian [el jefe de vestuario de la MGM], quien vestía a las estrellas como Joan Crawford, Katharine Hepburn y, sobre todo, a Greta Garbo [ella lo ponía como condición en los contratos] – aporta Cecilia Absatz, periodista, analista de la cultura popular y creadora del sitio viejosmoking.com.ar–. Adrian no solo tenía un gusto exquisito y un gran manejo de los trucos de la luz en las películas en blanco y negro, también era un especialista en resolver los ‘problemas’ que le presentaban algunos cuerpos. Norma Shearer, por ejemplo, tenía piernas regordetas y el talle largo. Greta Garbo andaba levemente encorvada y su pecho era chato. El caso de Joan Crawford era un verdadero desafío: ancha de hombros, ancha de caderas, piernas cortas y, lo peor, una cabeza enorme. La cámara es cruel, pero Adrian todo lo resolvía. Cuando Greta Garbo se retiró del cine Adrian renunció y se fue”.
Adrian fue el artífice del aire de misterio seductor que caracterizó a Greta Garbo, es cierto; pero William Travilla consolidó a Marilyn Monroe como un símbolo sexual.
¿Hay una mayor contribución al arte de la seducción en la historia del cine que la del diseñador de vestuario de ocho de las películas en las que actuó Marilyn? Nacido en Los Ángeles, Travilla se graduó de la Escuela Chouinard de Arte, en donde potenció su talento para la ilustración y el diseño de moda. Comenzó su carrera hollywoodense en Columbia Pictures, en 1941, donde fue asignado como diseñador de vestuario para películas clase B. Más tarde, entabló amistad con Ann Sheridan, quien se convirtió en admiradora suya y le propuso trabajar en el mismo rubro para Warner Bros. Allí ganó notoriedad como parte del equipo de El burlador de Castilla (Vincent Sherman, 1948) película que ganó el Oscar al Mejor Diseño de Vestuario.
El vestuario de un film debe ser tan bueno como para lograr pasar desapercibido. Esa perspectiva contradice un poco los rasgos descriptos en los párrafos anteriores, pero suele sostenerse en algunos equipos de producción y confirma la relevancia de la vestimenta a la hora de hacer creíble a un personaje. El poder transformador de un disfraz, entonces, se asemeja al que tienen los trajes que usan los superhéroes, se vuelve indispensable para poseer el espíritu del personaje. En esa línea, la actriz Bette Davis confesó: “Los actores podemos ensayar nuestros textos, movimientos y gestos, pero hasta que no nos ponemos la ropa, no nos convertimos en los personajes”, como parte de los testimonios que conforman el libro Edith Head’s Hollywood, de Paddy Calistro y la propia Head. Edith Head tuvo una carrera sobresaliente, que incluye ocho premios Oscar y cientos de colaboraciones cinematográficas. Entre las más destacadas se encuentran las que tuvo con Alfred Hitchcock. En Vértigo (1958), una de las muchas joyas del maestro del suspense, se demuestra cómo el diseño de vestuario puede ser crucial para contar una historia.
Edith Head hizo magia al convertir la ropa en un verdadero personaje, añadiendo capas de significado a la trama. Cada prenda impulsa la narrativa, hace que el vestuario se perciba tan esencial como cualesquiera de las tomas o de los diálogos. El vestuario que despliega Kim Novak para encarnar sus papeles de Madeleine y Judy, redefine su presencia: los zapatos de tacón y el traje sastre se vuelven fácilmente reconocibles, fetiches, para Scottie, el personaje interpretado por James Stewart.
Hitchcock ya había metido un éxito de ventas en las vitrinas de la moda. El personaje protagónico de Rebeca (1940) debía expresar cierta timidez, por lo que puede verse a Joan Fontaine vestir un cardigan de lana sin cuello. Gracias al cimbronazo que generó la película, la prenda pasó a conocerse como “chaqueta Rebeca” y fue furor durante un largo rato.
Un caso similar puede rastrearse en la década anterior, cuando los pareos y las mallas de estampados vibrantes fueron un boom en las playas norteamericanas al imitar el estilo que lucía Dorothy Lamour en The Jungle Princess (de Wilhelm Thiele, 1936).
Audrey Hepburn, al interpretar a la princesa Anne en Vacaciones en Roma (en Argentina se conoció con el título La princesa que quería vivir, de William Wyler, 1955), definió un estilo que mezclaba pantalones ajustados, chatitas y sacos entallados, creando una nueva tendencia entre las mujeres de la época. En Una cara de ángel, de Stanley Donen, 1957, Hepburn inspiró la emulación del vestuario que evocaba la bohemia francesa: atuendos negros y leggins combinados con zapatos bajos.
Los guantes que usó Rita Hayworth en Gilda (1946), film Charles Vidor se transformaron en un símbolo de elegancia; otro ejemplo, de la tendencia marcada desde la pantalla quedó reflejada en la boina y los pañuelos de seda que lució Faye Dunaway en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) que se popularizaron como accesorios de moda.
Es cierto, que Audrey Hepburn se convirtió en una leyenda del cine gracias a los primeros minutos de Desayuno en Tiffany’s (Blake Edwards, 1961) donde se la ve con una medialuna y café en mano frente a la vidriera de la reconocida joyería en la Quinta Avenida. El vestido negro confeccionado en satén italiano, ceñido al cuerpo, con escote recortado a la espalda y guantes largos de Hubert de Givenchy era el “protagonista” indiscutible de la escena. Holly Golightly, personaje de Audrey, no era consciente de que vestía así; era una chica común cuya utopía de convertirse en rica se suavizaba con el solitario acto de contemplar la vidriera de la joyería.
Hace unos semanas finalizó la primera edición de Feed Dog Argentina, un encuentro que celebra al cine documental sobre moda. Nacido en Barcelona –allí van por la octava edición–, se expandió a Ciudad de México, San Pablo, Brasilia, Madrid y viajó hasta Buenos Aires. El lema “Fashion on the Big Screen” es lo que enlaza a Feed Dog con esta nota, el festival aborda a la moda como “un fenómeno cultural vivo desde perspectivas históricas, sociológicas y estéticas”.
En la versión local, se presentó una selección de seis documentales que exploran lo fashion en modo multidisciplinar. Se destacó Quant (2021), de Sadie Frost, dedicado a la famosa diseñadora británica Mary Quant (Londres, 1930). Ella fue quien popularizó el uso del pelo corto y de la minifalda en la Inglaterra de los sesenta, cuando el Swinging London (el arte, la música y la moda como pilares de la naciente cultura pop) estaba en plena ebullición. Sadie Frost –además de dirigir este documental es actriz y desarrolló la marca Frost-French– cree que la visión innovadora de Quant no solo refleja un estilo, sino que también aborda temas clave como la individualidad y la sostenibilidad en la moda contemporánea. Cuando presentó el film, enfatizó: “En un mundo que busca autenticidad, es fundamental rescatar su legado y su impacto en la forma en que nos expresamos a través de la vestimenta. Las mujeres están más sexualizadas que nunca. La cirugía plástica se ha vuelto común, y esa visión no me interesa en absoluto (…) Lo que Mary quería expresar es que deberías poder ser vos misma. Espero que surja un movimiento que fomente la individualidad, la expresividad y la responsabilidad ambiental”.
A punto de estrenar su segunda película relacionada con el tema (la protagonista es la primera supermodelo: Twiggy), Frost reivindicó el concepto de herencia cultural: “Tuve una conversación con mi hija, ella estudia textiles en la universidad y no sabía quién era Mary Quant… Siento que hay toda una generación de creadores que, a menos que su legado sea documentado, correrán el riesgo de caer en el olvido”. Paul McCartney no dio entrevistas durante su última visita al país, pero podría haber contado detalles sobre la relación de Quant con The Beatles y algunos de sus looks (¡y sobre el padre de Frost: David Vaughan, artista y diseñador que también trabajó con los Fab Four!).
No deja de sorprender la influencia que generan los vestuarios de muchísimas películas y series en la moda callejera, su capacidad para difundir determinadas estéticas entre una gran masa de consumidores. En un principio, quienes actuaban no decidían ser imagen de las marcas o símbolos reconocibles de algunos diseñadores. Eran más bien los propios directores de cine los que elegían a ciertos creadores para diseñar todo el vestuario de sus películas. Luego, las asociaciones entre unos y otros crecieron hasta explotar en el hiperconsumo actual.
En la insoslayable Rebelde sin causa (1955), de Nicholas Ray, la figura del hombre moderno y rudo muestra matices sorprendentes para los modelos de la época: Jim Stark, interpretado por James Dean, tiene una mirada melancólica y su vestimenta desafía a los estereotipos de masculinidad, propone una narrativa en la que la vulnerabilidad se convierte en una fuerza poderosa.
Woody Allen eligió a Diane Keaton para que protagonizara Annie Hall (1977). La actriz llamó la atención del director no solo por su carácter alegre, sino también por su talento para diseñar su propio vestuario (lo que causó perplejidad en el departamento creado para eso) y su audacia para transformar un estilo reconocido habitualmente como varonil en una deslumbrante sutileza femenina. Keaton construyó con dedicación extrema un inesperado conjunto andrógino al combinar corbatas, sombreros, pantalones, camisas abotonadas hasta el cuello, chaquetas, abrigos, bufandas, zapatos y gafas. “Diane Keaton solo usa lo que quiere usar”, resumió Allen.
Parece una perogrullada, pero enfatiza el compromiso que algunos actores asumen cuando deciden involucrarse en la totalidad de la experiencia cinematográfica. Una lista arbitraria de actrices y actores que pueden discutir acerca de la propiedad del trono de estrellas del outfit contemporáneo puede abrirse con Meryl Streep, quien compuso a la impasible Miranda Priestly y desata una lluvia de majestuosos abrigos sobre un escritorio en una escena de El diablo viste a la moda (la traducción literal del título es El diablo usa Prada); ir desde Marcello Mastroianni y su Rubini en La Dolce Vita hasta los brillos que Ben Stiller lució como Derek Zoolander; pasar por la versión Mod de Sting en Quadrophenia y el aspecto pop del ladrón que encarnó Jean Paul Belmondo en Sin aliento; detenerse en la insoslayable camiseta rota que Jennifer Beals transformó en ícono ochentoso desde el poster de Flashdance o en el pasaje de la elegancia del traje negro a la remera con el logo deportivo de UC Santa Cruz que ejecuta John Travolta en Pulp Fiction; en la remera con la leyenda “I Told Ya” que Zendaya viralizó a partir de Challengers y la marca Loewe agotó pese a que costaba 250 euros.
El vestuario que Victoria Abril usó en Kika (1993), de Pedro Almodóvar, fue diseñado por Jean Paul Gaultier. Era de esperar ese cruce entre el malabarista con esquirlas de la movida madrileña y la alta costura: el director manchego necesitaba rematar la personalidad de la presentadora Andrea Caracortada y el ropaje sado que se vio en pantalla contó mucho más que sus parlamentos.
Hasta principios de este año, paseó por distintas ciudades españolas una muestra que se llamó “Cine y moda, por Jean-Paul Gaultier”. En la inauguración, el diseñador dejó está definición: “La moda y el cine muestran los cambios de una sociedad, el estallido de revoluciones, incluso las modificaciones en las relaciones interpersonales”.
Hollywood logró un vínculo que marcó para siempre el imaginario del prêt-à-porter.. Cada película se convierte en un pequeño laboratorio de estilo que cruza la pantalla LA NACION