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Reconocer la propiedad intelectual

Parece mentira que todavía deba debatirse en la Argentina que la innovación y la creatividad exigen talento, esfuerzo e inversiones, tantas veces notables por su magnitud, en las que corresponde reconocer el valor de la propiedad intelectual.

Digámoslo sin ambages. Que se haya prolongado en demasía en el tiempo la necesidad de insistir en argumentos en favor del derecho de propiedad, contemplado por la legislación argentina en concordancia con la Constitución nacional, es consecuencia de la mal llamada viveza criolla. Es la “viveza” que llevó a instancias del exsecretario de Comercio Guillermo Moreno en su tiempo a adulterar las estadísticas oficiales del país, o sea, las del Indec, y a que ahora se hagan contra el país en el extranjero reclamos por cientos de millones de dólares.

Ese desaguisado, sin contar otros de los que aquel fue violento protagonista, hubieran sido en otra parte suficientes para acabar con una modesta carrera política, pero por allí anda todavía el siniestro personaje, con la pretensión de escalar más posiciones de las que había conseguido en el pasado. O, en igual línea de actuación funesta para el interés general, cabe mencionar la desfachatez del actual gobernador de Buenos Aires de procurar ir, como suele decirse, “por más”, a pesar de haber enterrado parte de los bienes nacionales con decisiones como la que tomó en YPF con el resultado fatal para el país de terminar con juicios perdidosos por miles de millones de dólares.

Desaguisados como el protagonizado por el siniestro Guillermo Moreno con el Indec hubieran sido en otros países motivos suficientes como para terminar con una modesta carrera política

El campo, con cuya labor productiva este diario se ha vinculado por lazos profundos desde su primer día, hace 154 años, también tiene sus “vivos”. Son los que se niegan, con pobre fundamentación, a pagar por el mejoramiento de las semillas que utilizan en sus predios y por tecnologías que han acrecentado radicalmente la productividad en relación con el pasado.

Son los que resisten el aggiornamento de la vieja ley de semillas a fin de compensar a los obtentores por gastos y tiempos invertidos no solo en logros que benefician a todos, sino también en líneas de investigación que muchísimas veces terminan por no llegar a ninguna parte, como es propio de la azarosa investigación en los laboratorios científicos.

La Ley Bases, conocida como ley ómnibus, que el gobierno en ejercicio elevó al Congreso de la Nación tan pronto asumió, contemplaba la adhesión del país al acta aprobada en 1991 por la Unión Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales (UPOV), de la que somos miembros desde 1991. Entre los cientos de artículos que los legisladores rechazaron de esa vasta iniciativa se encontraba una propuesta que hubiera abierto la puerta en una dirección que no se puede dilatar por más tiempo en un país de la jerarquía agrícola de la Argentina.

Seguimos, pues, sin contar con una verdadera ley de propiedad intelectual y actuamos así de espaldas a una realidad que países como Estados Unidos, Brasil, Paraguay y Uruguay han entendido de manera diferente de nosotros. Hemos crecido notablemente desde la década de los ochenta en la producción agrícola. Lo hicimos merced a una conjunción de razones entre las que acreditan alta relevancia la siembra directa, la rotación de cultivos, el perfeccionamiento de la maquinaria agrícola, la agricultura de precisión –que no prescinde hoy ni de la utilización de drones–, pero en el siglo XXI nos hemos retrasado en relación con otros países. Respecto de Brasil, de modo particular, cuya producción de trigo en aumento, por mencionar apenas una de sus hazañas incuestionables, plantea serios interrogantes al campo argentino sobre el futuro.

Otro caso inexplicable es la desfachatez del gobernador Axel Kicillof, que pregona que “irá por más” en la búsqueda de ascenso político cuando nos ha dejado millonarias multas por pagar como consecuencia de juicios perdidos por su enorme impericia

La norma abatida en esta materia de la Ley Bases fue cuestionada por frases huecas del estilo de “la patria no se vende”, tan propia de quienes rifaron el patrimonio argentino en los años en que gobernaron en este siglo. El ministro de Desarrollo Agrario bonaerense, en típica modulación populista, salió en su momento al cruce de las previsiones de la Ley Bases, diciendo que si se aprobaba lo previsto por esa iniciativa gubernamental el país quedaría “rehén de una cadena sumamente concentrada en la que hay muy pocas empresas que dominan prácticamente todo el mercado”.

Ese tipo de ridículas manifestaciones obstaculizadoras del progreso se enancan en la ignorancia. Una empresa netamente nacional, como Don Mario, cubre solo con sus variedades de soja no menos del 40 por ciento de las tierras que se cultivan con esa oleaginosa en el mundo. Ha crecido fuertemente con estos y otros cultivos en Brasil, en los Estados Unidos y en una docena más de países cuyos productores aprecian las bondades de las innovaciones que introduce día tras día en los mercados agrícolas.

En cambio, Bayer ha discontinuado en la Argentina el negocio de semilla de soja y la biotecnología para su cultivo. No haga el campo lo que se ha imputado por años a laboratorios argentinos, tan propensos en algunos casos notorios a mecerse a la sombra del viejo Partido Comunista, pero reacios al pago de las regalías que constituyen el justo precio por el desarrollo obtenido por otros, como decíamos, a fuerza de talento, esfuerzo e inversiones a menudo de gigantes proporciones.

Ha hecho bien, pues, el presidente y gerente general de Bayer al reclamar recientemente por una ley de semillas capaz de atraer al país las inversiones que urgen. No nos engañemos: la producción agrícola se halla estancada desde años en más de un sentido. Si bien eso no es solo consecuencia de que los obtentores extranjeros se niegan a traer al país nuevos eventos presentes en otros mercados por la eterna discusión sobre las regalías, este conflicto constituye, de cualquier forma, una razón de primer orden para su renuencia.

Otra razón fundamental para la prolongación de este debate la expuso correctamente el diputado nacional Atilio Benedetti (UCR-Entre Ríos), presidente de la Comisión de Agricultura y Ganadería. A todo lo expuesto se suma, dijo, que la producción argentina, para poder incorporar el sano principio de la propiedad intelectual y el paquete tecnológico que está en principio a su disposición, tendría que ser liberada de la pesada carga de las retenciones.

La última contrariedad es la más reciente y, acaso, la más asombrosa. ¿Qué razones obran para dificultar entre las principales entidades agropecuarias una política más firme y, sobre todo, homogénea de requerimientos ante el actual gobierno contra todas las rémoras que dificultan la productividad?

No quisiéramos creer que en ese desentendimiento más o menos velado graviten causas ajenas al interés general de los productores y que pertenezcan, por extraño que parezca, a la categoría de las que no se explican más que por ocultas motivaciones personales.

Parece mentira que todavía deba debatirse en la Argentina que la innovación y la creatividad exigen talento, esfuerzo e inversiones, tantas veces notables por su magnitud, en las que corresponde reconocer el valor de la propiedad intelectual.

Digámoslo sin ambages. Que se haya prolongado en demasía en el tiempo la necesidad de insistir en argumentos en favor del derecho de propiedad, contemplado por la legislación argentina en concordancia con la Constitución nacional, es consecuencia de la mal llamada viveza criolla. Es la “viveza” que llevó a instancias del exsecretario de Comercio Guillermo Moreno en su tiempo a adulterar las estadísticas oficiales del país, o sea, las del Indec, y a que ahora se hagan contra el país en el extranjero reclamos por cientos de millones de dólares.

Ese desaguisado, sin contar otros de los que aquel fue violento protagonista, hubieran sido en otra parte suficientes para acabar con una modesta carrera política, pero por allí anda todavía el siniestro personaje, con la pretensión de escalar más posiciones de las que había conseguido en el pasado. O, en igual línea de actuación funesta para el interés general, cabe mencionar la desfachatez del actual gobernador de Buenos Aires de procurar ir, como suele decirse, “por más”, a pesar de haber enterrado parte de los bienes nacionales con decisiones como la que tomó en YPF con el resultado fatal para el país de terminar con juicios perdidosos por miles de millones de dólares.

Desaguisados como el protagonizado por el siniestro Guillermo Moreno con el Indec hubieran sido en otros países motivos suficientes como para terminar con una modesta carrera política

El campo, con cuya labor productiva este diario se ha vinculado por lazos profundos desde su primer día, hace 154 años, también tiene sus “vivos”. Son los que se niegan, con pobre fundamentación, a pagar por el mejoramiento de las semillas que utilizan en sus predios y por tecnologías que han acrecentado radicalmente la productividad en relación con el pasado.

Son los que resisten el aggiornamento de la vieja ley de semillas a fin de compensar a los obtentores por gastos y tiempos invertidos no solo en logros que benefician a todos, sino también en líneas de investigación que muchísimas veces terminan por no llegar a ninguna parte, como es propio de la azarosa investigación en los laboratorios científicos.

La Ley Bases, conocida como ley ómnibus, que el gobierno en ejercicio elevó al Congreso de la Nación tan pronto asumió, contemplaba la adhesión del país al acta aprobada en 1991 por la Unión Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales (UPOV), de la que somos miembros desde 1991. Entre los cientos de artículos que los legisladores rechazaron de esa vasta iniciativa se encontraba una propuesta que hubiera abierto la puerta en una dirección que no se puede dilatar por más tiempo en un país de la jerarquía agrícola de la Argentina.

Seguimos, pues, sin contar con una verdadera ley de propiedad intelectual y actuamos así de espaldas a una realidad que países como Estados Unidos, Brasil, Paraguay y Uruguay han entendido de manera diferente de nosotros. Hemos crecido notablemente desde la década de los ochenta en la producción agrícola. Lo hicimos merced a una conjunción de razones entre las que acreditan alta relevancia la siembra directa, la rotación de cultivos, el perfeccionamiento de la maquinaria agrícola, la agricultura de precisión –que no prescinde hoy ni de la utilización de drones–, pero en el siglo XXI nos hemos retrasado en relación con otros países. Respecto de Brasil, de modo particular, cuya producción de trigo en aumento, por mencionar apenas una de sus hazañas incuestionables, plantea serios interrogantes al campo argentino sobre el futuro.

Otro caso inexplicable es la desfachatez del gobernador Axel Kicillof, que pregona que “irá por más” en la búsqueda de ascenso político cuando nos ha dejado millonarias multas por pagar como consecuencia de juicios perdidos por su enorme impericia

La norma abatida en esta materia de la Ley Bases fue cuestionada por frases huecas del estilo de “la patria no se vende”, tan propia de quienes rifaron el patrimonio argentino en los años en que gobernaron en este siglo. El ministro de Desarrollo Agrario bonaerense, en típica modulación populista, salió en su momento al cruce de las previsiones de la Ley Bases, diciendo que si se aprobaba lo previsto por esa iniciativa gubernamental el país quedaría “rehén de una cadena sumamente concentrada en la que hay muy pocas empresas que dominan prácticamente todo el mercado”.

Ese tipo de ridículas manifestaciones obstaculizadoras del progreso se enancan en la ignorancia. Una empresa netamente nacional, como Don Mario, cubre solo con sus variedades de soja no menos del 40 por ciento de las tierras que se cultivan con esa oleaginosa en el mundo. Ha crecido fuertemente con estos y otros cultivos en Brasil, en los Estados Unidos y en una docena más de países cuyos productores aprecian las bondades de las innovaciones que introduce día tras día en los mercados agrícolas.

En cambio, Bayer ha discontinuado en la Argentina el negocio de semilla de soja y la biotecnología para su cultivo. No haga el campo lo que se ha imputado por años a laboratorios argentinos, tan propensos en algunos casos notorios a mecerse a la sombra del viejo Partido Comunista, pero reacios al pago de las regalías que constituyen el justo precio por el desarrollo obtenido por otros, como decíamos, a fuerza de talento, esfuerzo e inversiones a menudo de gigantes proporciones.

Ha hecho bien, pues, el presidente y gerente general de Bayer al reclamar recientemente por una ley de semillas capaz de atraer al país las inversiones que urgen. No nos engañemos: la producción agrícola se halla estancada desde años en más de un sentido. Si bien eso no es solo consecuencia de que los obtentores extranjeros se niegan a traer al país nuevos eventos presentes en otros mercados por la eterna discusión sobre las regalías, este conflicto constituye, de cualquier forma, una razón de primer orden para su renuencia.

Otra razón fundamental para la prolongación de este debate la expuso correctamente el diputado nacional Atilio Benedetti (UCR-Entre Ríos), presidente de la Comisión de Agricultura y Ganadería. A todo lo expuesto se suma, dijo, que la producción argentina, para poder incorporar el sano principio de la propiedad intelectual y el paquete tecnológico que está en principio a su disposición, tendría que ser liberada de la pesada carga de las retenciones.

La última contrariedad es la más reciente y, acaso, la más asombrosa. ¿Qué razones obran para dificultar entre las principales entidades agropecuarias una política más firme y, sobre todo, homogénea de requerimientos ante el actual gobierno contra todas las rémoras que dificultan la productividad?

No quisiéramos creer que en ese desentendimiento más o menos velado graviten causas ajenas al interés general de los productores y que pertenezcan, por extraño que parezca, a la categoría de las que no se explican más que por ocultas motivaciones personales.

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