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El mejor aperitivo y el útimo Martini

MADRID. –Cada uno tiene su bar en el mundo. El de esta cronista es el Richelieu. Al llegar a vivir aquí en los tempranos 2000, su principal atractivo resultó estar a la vuelta del departamento (perdón, “pisito con azotea”) donde desembarcó. Era en el barrio de Chamberí –”el más castizo de Madrid”, según insistían los vecinos, quizá por lo ligeramente inesperado que, con tanto acento argentino y tanta actitud de décadas en Nueva York, no se hubiese decantado por una zona más internacional.

Fue fácil, sin embargo, dejarse seducir por el “Richi”. Sí, el público era bastante mayor, los hombres con teba (un saco de dos botones y sin hombreras, originariamente para la caza), un suave aroma a spray en los peinados impecables de las mujeres. Mucho loden en invierno, tanto que parecía una marea verde en su terraza. Se tomaba vermut. Había un lustrabotas y se vendían billetes de lotería. Pero no había ninguna actitud forzada o demasiado insistente de que se era “auténtico”, aunque, obviamente, tampoco era un lugar “cool” a la usanza internacional. No había mozos con tatuajes y al muffin le decían “madalena”.

Según la edición local de Vanity Fair, por ejemplo, no solo “ya podría incendiarse Madrid que (a los mozos) no les temblaría el pulso con que preparan los Martinis”, sino que señalaron que en el Richelieu es donde puede verse, por excelencia, “que el aperitivo es la última liturgia que nos queda”

Terminó siendo el lugar de encuentro con una banda (perdón, pandilla) de íntimos amigos periodistas. Algunos considerablemente ligados progresismo, con lo cual tenía su ironía el estar reunidos en un establecimiento que recuerda al cardenal que consolidó a la monarquía en Francia. Pero la realidad es que ni siquiera se estaba siendo demasiado original. La gauche divine ya había adoptado al Richelieu varias décadas atrás y un ministro del interior socialista aclaró que “lo que pasa en el Richelieu queda en el Richelieu”. Esta cronista recién se enteró del colorido pasado del local en la actual visita a la ciudad, leyendo una llamativa cantidad de artículos que salieron en los últimos años. Porque parece que está de moda. O, al menos, que logró un recambio generacional ahora que las revistas le están dando un carácter icónico por su profesionalismo y falta de pretensión. Según la edición local de Vanity Fair, por ejemplo, no solo “ya podría incendiarse Madrid que (a los mozos) no les temblaría el pulso con que preparan los Martinis”, sino que señalaron que en el Richelieu es donde puede verse, por excelencia, “que el aperitivo es la última liturgia que nos queda”.

Efectivamente, los tragos son muy buenos –y sagrados–. Pero las historias que salieron a la luz, tanto más.

Sus inicios se remontan a 1969, cuando un grupo de arquitectos recurrieron nada menos que a Balenciaga para conseguir los fondos para construir el edificio en el Paseo de Eduardo Dato donde el bar ocuparía la planta baja. Tuvo un éxito inmediato entre la gente del barrio burgués, aunque también lo visitaban celebridades como Sara Montiel, que iba para fumar habanos. Su época de oro fue entre la muerte de Franco y finales de los 80.

Había un cliente que pedía que le escondiesen el whisky en el baño, y su mujer –que no quería que bebiese– se sorprendía de que tuviera que ir tantas veces “al aseo”

Luego se volvió un “bar de ligues”, pero los mozos (camareros, por supuesto) fueron un dechado de pragmatismo para volver a su espíritu original más tranquilo. Según confesaron a Vanity Fair, al público que no les interesaba simplemente dejaron de pasarle la bandeja de canapés gratis, y con eso lograron que eligieran mudarse. Otras situaciones complicadas que supieron resolver con sutileza fueron, asimismo, típicas de una era, y que hoy serían impensables. Por ejemplo, había un cliente que pedía que le escondiesen el whisky en el baño, y su mujer –que no quería que bebiese– se sorprendía de que tuviera que ir tantas veces “al aseo”. Pero también hay historias que levantan el espíritu. Se hacían exposiciones de arte y el lugar era muy de “chicas casaderas”, que conocían a sus futuros maridos allí. Por eso se ven varios matrimonios mayores que van a festejar sus aniversarios al Richelieu.

“Es la última sede de una estirpe de bares casi desaparecidos. Richelieu es el mejor aperitivo y el último Martini. Richelieu, entre otras muchas cosas, es Madrid”, sentenció El Mundo. Y esta cronista una vez más brindó por él. Con vermut, por supuesto.

MADRID. –Cada uno tiene su bar en el mundo. El de esta cronista es el Richelieu. Al llegar a vivir aquí en los tempranos 2000, su principal atractivo resultó estar a la vuelta del departamento (perdón, “pisito con azotea”) donde desembarcó. Era en el barrio de Chamberí –”el más castizo de Madrid”, según insistían los vecinos, quizá por lo ligeramente inesperado que, con tanto acento argentino y tanta actitud de décadas en Nueva York, no se hubiese decantado por una zona más internacional.

Fue fácil, sin embargo, dejarse seducir por el “Richi”. Sí, el público era bastante mayor, los hombres con teba (un saco de dos botones y sin hombreras, originariamente para la caza), un suave aroma a spray en los peinados impecables de las mujeres. Mucho loden en invierno, tanto que parecía una marea verde en su terraza. Se tomaba vermut. Había un lustrabotas y se vendían billetes de lotería. Pero no había ninguna actitud forzada o demasiado insistente de que se era “auténtico”, aunque, obviamente, tampoco era un lugar “cool” a la usanza internacional. No había mozos con tatuajes y al muffin le decían “madalena”.

Según la edición local de Vanity Fair, por ejemplo, no solo “ya podría incendiarse Madrid que (a los mozos) no les temblaría el pulso con que preparan los Martinis”, sino que señalaron que en el Richelieu es donde puede verse, por excelencia, “que el aperitivo es la última liturgia que nos queda”

Terminó siendo el lugar de encuentro con una banda (perdón, pandilla) de íntimos amigos periodistas. Algunos considerablemente ligados progresismo, con lo cual tenía su ironía el estar reunidos en un establecimiento que recuerda al cardenal que consolidó a la monarquía en Francia. Pero la realidad es que ni siquiera se estaba siendo demasiado original. La gauche divine ya había adoptado al Richelieu varias décadas atrás y un ministro del interior socialista aclaró que “lo que pasa en el Richelieu queda en el Richelieu”. Esta cronista recién se enteró del colorido pasado del local en la actual visita a la ciudad, leyendo una llamativa cantidad de artículos que salieron en los últimos años. Porque parece que está de moda. O, al menos, que logró un recambio generacional ahora que las revistas le están dando un carácter icónico por su profesionalismo y falta de pretensión. Según la edición local de Vanity Fair, por ejemplo, no solo “ya podría incendiarse Madrid que (a los mozos) no les temblaría el pulso con que preparan los Martinis”, sino que señalaron que en el Richelieu es donde puede verse, por excelencia, “que el aperitivo es la última liturgia que nos queda”.

Efectivamente, los tragos son muy buenos –y sagrados–. Pero las historias que salieron a la luz, tanto más.

Sus inicios se remontan a 1969, cuando un grupo de arquitectos recurrieron nada menos que a Balenciaga para conseguir los fondos para construir el edificio en el Paseo de Eduardo Dato donde el bar ocuparía la planta baja. Tuvo un éxito inmediato entre la gente del barrio burgués, aunque también lo visitaban celebridades como Sara Montiel, que iba para fumar habanos. Su época de oro fue entre la muerte de Franco y finales de los 80.

Había un cliente que pedía que le escondiesen el whisky en el baño, y su mujer –que no quería que bebiese– se sorprendía de que tuviera que ir tantas veces “al aseo”

Luego se volvió un “bar de ligues”, pero los mozos (camareros, por supuesto) fueron un dechado de pragmatismo para volver a su espíritu original más tranquilo. Según confesaron a Vanity Fair, al público que no les interesaba simplemente dejaron de pasarle la bandeja de canapés gratis, y con eso lograron que eligieran mudarse. Otras situaciones complicadas que supieron resolver con sutileza fueron, asimismo, típicas de una era, y que hoy serían impensables. Por ejemplo, había un cliente que pedía que le escondiesen el whisky en el baño, y su mujer –que no quería que bebiese– se sorprendía de que tuviera que ir tantas veces “al aseo”. Pero también hay historias que levantan el espíritu. Se hacían exposiciones de arte y el lugar era muy de “chicas casaderas”, que conocían a sus futuros maridos allí. Por eso se ven varios matrimonios mayores que van a festejar sus aniversarios al Richelieu.

“Es la última sede de una estirpe de bares casi desaparecidos. Richelieu es el mejor aperitivo y el último Martini. Richelieu, entre otras muchas cosas, es Madrid”, sentenció El Mundo. Y esta cronista una vez más brindó por él. Con vermut, por supuesto.

 Ubicado en el barrio Chamberí, el Richelieu es mucho más que un bar: atravesó épocas y cambios culturales, derrocha encanto y hace un culto del vermut digno de la estirpe madrileña  LA NACION

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