Messi, la electricidad del amor: centellas de una noche inmensamente feliz, que siempre puede ser la última
Todos simulan que es la última vez. Él, que se toma el asunto en serio, como si lo fuera. Lautaro Martínez, que le grita el gol en la cara, después de semejante gentileza. El árbitro, que le da explicaciones por las tarjetas que no saca, o tal vez no trajo desde Perú. El nene, que se abalanza sobre los hombros de su papá para verlo mejor por encima de la reja que divide la tribuna del campo. Un plateísta, que le grita a 20 metros de distancia en un instante de silencio y consigue lo inédito: ¡se da vuelta y le levanta la mano! Federico, que invirtió -no gastó- 339 mil pesos en tres tickets para que sus hijos lo vean por primera vez. ¿Porque quién sabe realmente cuál será la última? Entonces mejor hacer así, para eternizar cada momento. Los que denostan el fútbol deberían rendirse en noches como estas: este señor llamado Lionel Messi genera la electricidad del amor. El que le prodiga el mundo futbolero, representado en esta ocasión por los privilegiados que colmaron el estadio Monumental, entregados a su inconmensurable talento.
Carlos Bianchi dijo una vez que la mejor manera de respetar a un rival inferior es anotarle todos los goles que se puedan. El capitán argentino reversiona esa idea en los trancos finales de su carrera. ¿Cómo seguir rezando después de llegar a la Meca? ¿Cómo levantarse al otro día después de una noche intensa? ¿Cómo seguir jugando al fútbol, entonces, cuando ya no quedan medallas por colgarse? Será que se nutre de ese himno de Fito Páez y hace propios los versos de el amor después del amor. Cada vez que le preguntan, repite que no se pone plazos, que para el Mundial falta un montón, que mejor ir día a día, que el cuerpo le habla, que quién sabe…
Y entonces va y se regala un partido con un sinfín de gemas de su talento. Vale la pena repasar ese rush de los tres goles del primer tiempo, solo como una observación más de lo que todavía es capaz de hacer. Su recital arrancó con tres toques: uno para controlar el rebote en Lautaro Martínez, otro para ajustar el tiro y uno más para colocar la pelota pegada al palo de Viscarra, al que un rato después le permitirá lucirse con una atajada que les contará -y mostrará- a los nietos alguna vez. “Sí, yo le atajé un tiro libre al ángulo a Messi”, se golpeará el pecho. En el segundo gol sacó la carta de la grandeza: podía ser suyo, porque estaba bien perfilado para rematar, pero eligió dárselo a Lautaro, conciente de lo importante que es para un delantero hacer goles siempre que se pueda. Y el tercero lo devolvió al potrero de Grandoli, allá en Rosario, porque activó la zurda para sacar rápido un tiro libre aparentemente inofensivo -no más que la ingenua defensa visitante- y le sirvió la asistencia a Julián Álvarez, lo que completó la cuota goleadora del tridente que Scaloni utilizó de entrada por primera vez.
Once meses habían pasado desde su última vez en Argentina. Mucho tiempo, sobre todo si no hay tanto por delante. Estaba contento por volver a jugar ante su público, aceptó cuando terminó el partido en Venezuela y ya empezaba a imaginar lo que podía esperarle. Y esa felicidad compartida la mostró sin vergüenza en la escena final de su primer gol, incluso más que en los siguientes: los brazos abiertos tanto como el rictus de su cara, la mirada clavada en la tribuna en esos que eran felices con él. Y por él. Scaloni, que acompaña desde el costado su gira de despedida, lo dejó en el campo cuando llegó la hora de los cinco cambios. Quizás para disfrutar también él el bonus track de otra noche inolvidable: el quinto gol de Argentina, que también fue el número 100 que anotó con la camiseta 10 de la selección (y de derecha). Pero no era todo, porque había todavía espacio para que el estadio, otra vez, se tirara a la pileta de la emoción, cuando Messi recogió el pase generacional del debutante Nicolás Paz, amagó y llevó la pelota de zurda al fondo del arco de Bolivia. Paz y Messi como una transición, o dos puntas que se unen a través de un mismo código. Una unión poética que hizo incluso mejor ese flash en la noche. El chico de 20 años, como Viscarra, tampoco se olvidará su momento especial.
Recital de Messi: lo mejor de la goleada argentina
El partido podría haber terminado ahí mismo, pero los árbitros suelen ser reglamentaristas, así que hubo que esperar los seis minutos de rigor para que el 6-0 entrara definitivamente en la galería de sucesos que ocurren cuando juega Messi. Se pueden agregar datos estadísticos tan reales como incapaces de transmitir pasión: ahora suma 11 goles a Bolivia en 11 partidos -su mayor víctima- y 112 en 188 partidos con la selección mayor. Más que eso, lo que Messi tiene para siempre es ese amor que persiguió y tantas veces le negaron los que le señalaban que no cantaba el himno y sandeces por el estilo. Valga recordarlo ahora, cuando parece que aquello no existió y su apellido tatuado en camisetas y cuerpos fluye desbocado desde el Monumental y se esparce río abajo. Lo merece.
Todos simulan que es la última vez. Él, que se toma el asunto en serio, como si lo fuera. Lautaro Martínez, que le grita el gol en la cara, después de semejante gentileza. El árbitro, que le da explicaciones por las tarjetas que no saca, o tal vez no trajo desde Perú. El nene, que se abalanza sobre los hombros de su papá para verlo mejor por encima de la reja que divide la tribuna del campo. Un plateísta, que le grita a 20 metros de distancia en un instante de silencio y consigue lo inédito: ¡se da vuelta y le levanta la mano! Federico, que invirtió -no gastó- 339 mil pesos en tres tickets para que sus hijos lo vean por primera vez. ¿Porque quién sabe realmente cuál será la última? Entonces mejor hacer así, para eternizar cada momento. Los que denostan el fútbol deberían rendirse en noches como estas: este señor llamado Lionel Messi genera la electricidad del amor. El que le prodiga el mundo futbolero, representado en esta ocasión por los privilegiados que colmaron el estadio Monumental, entregados a su inconmensurable talento.
Carlos Bianchi dijo una vez que la mejor manera de respetar a un rival inferior es anotarle todos los goles que se puedan. El capitán argentino reversiona esa idea en los trancos finales de su carrera. ¿Cómo seguir rezando después de llegar a la Meca? ¿Cómo levantarse al otro día después de una noche intensa? ¿Cómo seguir jugando al fútbol, entonces, cuando ya no quedan medallas por colgarse? Será que se nutre de ese himno de Fito Páez y hace propios los versos de el amor después del amor. Cada vez que le preguntan, repite que no se pone plazos, que para el Mundial falta un montón, que mejor ir día a día, que el cuerpo le habla, que quién sabe…
Y entonces va y se regala un partido con un sinfín de gemas de su talento. Vale la pena repasar ese rush de los tres goles del primer tiempo, solo como una observación más de lo que todavía es capaz de hacer. Su recital arrancó con tres toques: uno para controlar el rebote en Lautaro Martínez, otro para ajustar el tiro y uno más para colocar la pelota pegada al palo de Viscarra, al que un rato después le permitirá lucirse con una atajada que les contará -y mostrará- a los nietos alguna vez. “Sí, yo le atajé un tiro libre al ángulo a Messi”, se golpeará el pecho. En el segundo gol sacó la carta de la grandeza: podía ser suyo, porque estaba bien perfilado para rematar, pero eligió dárselo a Lautaro, conciente de lo importante que es para un delantero hacer goles siempre que se pueda. Y el tercero lo devolvió al potrero de Grandoli, allá en Rosario, porque activó la zurda para sacar rápido un tiro libre aparentemente inofensivo -no más que la ingenua defensa visitante- y le sirvió la asistencia a Julián Álvarez, lo que completó la cuota goleadora del tridente que Scaloni utilizó de entrada por primera vez.
Once meses habían pasado desde su última vez en Argentina. Mucho tiempo, sobre todo si no hay tanto por delante. Estaba contento por volver a jugar ante su público, aceptó cuando terminó el partido en Venezuela y ya empezaba a imaginar lo que podía esperarle. Y esa felicidad compartida la mostró sin vergüenza en la escena final de su primer gol, incluso más que en los siguientes: los brazos abiertos tanto como el rictus de su cara, la mirada clavada en la tribuna en esos que eran felices con él. Y por él. Scaloni, que acompaña desde el costado su gira de despedida, lo dejó en el campo cuando llegó la hora de los cinco cambios. Quizás para disfrutar también él el bonus track de otra noche inolvidable: el quinto gol de Argentina, que también fue el número 100 que anotó con la camiseta 10 de la selección (y de derecha). Pero no era todo, porque había todavía espacio para que el estadio, otra vez, se tirara a la pileta de la emoción, cuando Messi recogió el pase generacional del debutante Nicolás Paz, amagó y llevó la pelota de zurda al fondo del arco de Bolivia. Paz y Messi como una transición, o dos puntas que se unen a través de un mismo código. Una unión poética que hizo incluso mejor ese flash en la noche. El chico de 20 años, como Viscarra, tampoco se olvidará su momento especial.
Recital de Messi: lo mejor de la goleada argentina
El partido podría haber terminado ahí mismo, pero los árbitros suelen ser reglamentaristas, así que hubo que esperar los seis minutos de rigor para que el 6-0 entrara definitivamente en la galería de sucesos que ocurren cuando juega Messi. Se pueden agregar datos estadísticos tan reales como incapaces de transmitir pasión: ahora suma 11 goles a Bolivia en 11 partidos -su mayor víctima- y 112 en 188 partidos con la selección mayor. Más que eso, lo que Messi tiene para siempre es ese amor que persiguió y tantas veces le negaron los que le señalaban que no cantaba el himno y sandeces por el estilo. Valga recordarlo ahora, cuando parece que aquello no existió y su apellido tatuado en camisetas y cuerpos fluye desbocado desde el Monumental y se esparce río abajo. Lo merece.
El capitán de la selección volvió a jugar en Argentina después de 11 meses y regaló un recital de fútbol y goles, que el público agradeció en el 6-0 a Bolivia en el Monumental LA NACION