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Veinte años en el Teatro Colón: toda una vida de experiencias y emociones fuertes en danza

El 6 de diciembre de 2004 el Teatro Colón hizo una audición internacional para incorporar bailarines a su compañía. Había cientos y cientos de postulantes en la vieja sala 9 de Julio del subsuelo. En la mesa del jurado estaban, entre otros, Victoria Simon (del New York City Ballet, experta en el repertorio de George Balanchine), una leyenda viva de la danza como Marcia Haydee (entonces directora en Chile), Michael Uthoff (que ese mismo año quedaría al frente del Estable) y Mario Galizzi (maestro y regente del Instituto Superior de Arte, ISA, de donde provenían varios postulantes, en calidad de veedor). También se hacía sentir la mirada de los miembros del ballet, que seguían los pasos del concurso desde unas gradas, a la espera de conocer quiénes conformarían la “nueva camada” de ingresantes. La mayoría de los aspirantes eran poco más que adolescentes: algunos estaban todavía formándose y otros, a pesar de su indisimulable juventud, ya traían consigo varias temporadas de experiencia como profesionales. Es sabido que los tiempos en la carrera del bailarín tienen otro reloj: comienza muy temprano y, necesariamente, termina antes.

Federico Fernández, Paula Cassano, Natalia Pelayo y Gerardo Wyss, que no cumplieron todavía los 40, son parte del grupo que está cumpliendo veinte años de trabajo en el Ballet Estable y, aun con sus momentos agridulces, el recorrido andado hasta acá los llena de orgullo. Este mediodía, en un alto de sus ensayos de Giselle, también llegan al encuentro con LA NACIÓN Luciana Barrirero y Natacha Bernabei –compañeras desde los 10 años: “Todavía me acuerdo cuando ella llegó de Santa Fe”, dice la segunda de la primera–, y Juan Pablo Ledo, que entró al elenco unos meses antes que los demás, después de integrar el Ballet Argentino de Julio Bocca y el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. De esa “tanda”, hay varios compañeros más en actividad que no aparecen en la foto grupal en el foyer y rumbo al Salón Dorado, pero que aportan desde la palabra una mirada clara y reflexiva: “Cuando miro atrás siento felicidad, gratitud y paz interior”, dice Matías Santos, sin desconocer que además de oportunidades inimaginables en esta etapa se atravesaron momentos difíciles. El grupo es más grande. Como Santos, Igor Vallone hará del Duque de Curland; como Bernabei, Constanza Colombo tendrá en otro reparto el papel de Bathilde; como Pelayo, Laura Domingo también será Zulma. Cada uno en su rol, subirá a escena a partir de este martes para contar la historia de amor, engaño y perdón por la que desde hace más de 180 años vive y muere la aldeana que le da nombre al título más representativo del repertorio romántico.

Es la quinta vez en dos décadas que interpretan en el Teatro Colón la obra que se estrenó en la Ópera de París el 28 de junio de 1841,con libreto de Théophile Gautier, con coreografía de Jean Coralli y Jules Perrot, y música de Adolphe Adam. Ni ellos ni Albrecht y Mirtha, ninguno de los personajes que interpretan, son los mismos hoy. Hubo en este largo transcurrir experiencias con maestros y coreógrafos de obras que les permitieron sumarle nuevas capas de profundidad, el paso por la compañía de ¡nueve directores! que tomaron mejores y peores decisiones, un Masterplan que los sacó de casa (con todas las vicisitudes de esas temporadas “extramuros”, como se solía decir), la pandemia que todos conocemos, con las particularidades del caso; debuts y despedidas –Nadia Muzyca, que se retiró con Giselle antes de cumplir los 42, en 2022, y Carla Vincelli, que dejó de bailar el año pasado, habían ingresado también en 2004-. La lista de etcéteras es larga. Los claroscuros hacen que también se sientan de alguna manera como “sobrevivientes”.

Reconstruir la audición de aquel diciembre, incluida una sorpresa del jurado que trajo aparejado un cambio de planes, hace que se superpongan las voces de todos. Luciana Barrirero, por ejemplo, destaca que se sintió gratamente evaluada por personas con coherencia; Matías Santos confiesa que se creía con desventaja, porque él había empezado a estudiar ballet tarde, casi cuando terminó el secundario, sin embargo, todavía contagia alegría al recordar cuando llamó a su familia a Entre Ríos para contarle que había quedado. “Yo fui totalmente inconsciente”, se sincera Federico Fernández. “¡Yo también!”, coincide Paula Cassano.

Fernández: -Audicioné porque me dijo él [señala a Gerardo Wyss]. Estábamos en La Plata, habíamos entrado contratados al Ballet del Teatro Argentino ese mismo año. Al principio no me dejaban presentarme porque no tengo el secundario completo, no hice el instituto, nada que me haya dado un título, pero me lo permitieron porque llevaba una carta firmada por Julio (había estudiado en la Fundación Julio Bocca). Esa fue mi única llave. Y entré. Digo que fui muy inconsciente porque no había ensayado la variación con la que me iba a presentar (El Cascanueces, segundo acto), pero cuando llegó el momento nos dijeron que no iba, que Vicky Simon iba a montar un fragmento de Symphony in C, de Balanchine. ¡Yo no había hecho nunca nada de Balanchine, tenía 18 años!

Pelayo: -Viéndolo ahora a la distancia, me parece interesante eso que hicieron de incomodar a los bailarines; no íbamos a hacer lo que teníamos preparado, de manera que podrían ver cuán rápidos o no éramos para incorporar un material nuevo, con la musicalidad, para resolver, cómo nos llevábamos con los nervios. De pronto cambió el aire. Todo era nuevo.

Fernández: -¡Te hablaban en inglés!

Bernabei: -Y teníamos que trabajar con un partenaire que no conocíamos.

Fernández: -Era el pas de deux del primer movimiento, me acuerdo; muchos años después lo bailé en el escenario. Muchos me dijeron que ese día se me notaba muy engreído. Cosa de adolescentes. La mayoría éramos chicos.

Bernabei: -Yo no. Había entrado al ballet de La Plata cuando tenía 16 así que en la audición ya había cumplido 25. Como allá era estable y vine para acá con un contrato, me tomé dos años de licencia hasta que tuve la seguridad de que nos fueran a pasar a la planta transitoria. Había vivido un concurso anterior en el Colón, el de 2002, y había quedado en una lista que me habilitó a presentarme en 2004, porque la convocatoria era hasta 23 años de edad.

-No todos se conocían antes de ese día de nervios, frente al jurado.

Cassano: -Yo llegué de Mar del Plata y entré en el Instituto en 5° año. Cuando fue el concurso estaba en séptimo, todavía me faltaba octavo. Para mí era ir a probarme, había cumplido los 18. Me acuerdo de que la directora del ISA de ese momento, que me había encontrado en el ascensor, me preguntó si me iba a presentar. Yo sabía que era una oportunidad, que no hay concursos todos los años y tal vez el tren no volviera a pasar. “Igual no vas a quedar”, me dijo.

Wyss: -Yo no entré. Esperaba los resultados, mi nombre no aparecía. Pero después, en febrero, mientras hacía un curso en el teatro, vino Uthoff a mirar las clases y me preguntó si yo estaba interesado, porque se había liberado un puesto. También me dijo que en los concursos, cuando hay tanta gente, no siempre se puede ver bien a todos. Pasé un verano de nervios, muy feo. ¡El año anterior en La Plata me había pasado lo mismo!

Ahora todos se ríen: aquella vieja audición es una anécdota.

Un mojón y muchas emociones

Si veinte años para cualquier persona puede significar una vida, para los bailarines, cuya “vida” en el escenario es corta comparada con otras profesiones -incluso artísticas-, es natural que este mojón en el recorrido los movilice. Gratitud, orgullo, tranquilidad, nervios, incertidumbre, miedos. Todas las emociones caben a la hora de pensar en la experiencia. Cassano, por ejemplo, que en estos días asumirá el rol de Mirtha por cuarta vez en su trayectoria, todavía escucha las campanadas y siente que le tiembla el cuerpo. “Siempre que tengo que revisitar un rol me lleno de dudas, ¿estaré a la altura? Pero cuando me subo al escenario es maravilloso”, dice, y es una alegría para el espectador que dos décadas después revalide su nivel en este rol que tan bien le queda. “Yo siento mucho la madurez –reflexiona Wyss-. Me acuerdo cuando estrené Albrecht en La Plata hace veinte años y estoy mejor que en esa época. Ahora salgo relajado porque tengo un montón de recursos a los cuales puedo apelar. Y también otras libertades. El cuerpo, la memoria, todo va. Eso lo conseguí hace poco, una cuestión mental que no te juegue en contra, porque es fatal no poder manejar la cabeza. En parte es gracias a la terapia, en parte por la madurez. Todos en algún momento de la carrera dijimos: ‘¿qué hago acá?’. Ahora se siente bien”.

Mirar atrás y ver lo que han logrado, disfrutado, también los hace reconocer aquello que los lastimó. Del cotejo entre la experiencia artística y las posibilidades físicas se advierten, en cada caso, resultados diferentes. “Después de 20 años siento que hay etapas cumplidas dentro del Colón; últimamente me tocan hacer roles más acordes a mi edad, tengo 42 años, y aunque me siento muy bien físicamente, pese a ciertas lesiones que uno trae de toda la carrera, hay cosas que uno puede hacer y otras que no”, comenta Matías Santos, que este año volvió a hacer el Adagietto, de Oscar Araiz, una obra que él disfruta mucho y que fue un verdadero deleite para el público.

El famoso problema de la jubilación en el Colón los pone cara a cara con una dificultad administrativa que cuando ingresaron al Ballet Estable no imaginaban que se perpetuara hasta hoy. A mediados de la década de 1990, el teatro dejó de aplicar lo que se conoce como la ley 20/40. Esta norma permite que, una vez alcanzados los veinte años de trabajo, a partir de los cuarenta un bailarín pueda retirarse. La norma sigue vigente, por ejemplo, en las compañías públicas de La Plata, Bahía Blanca o Córdoba, pero desde que Buenos Aires pasó a ser Ciudad Autónoma las cosas cambiaron y a los integrantes del Ballet Estable les caben las generales del régimen previsional, aun cuando sea de sentido común que los 60 y 65 años no son edades para retirar a un bailarín.

Julio Bocca se despidió a los 40, Paloma Herrera se retiró a los 40″, piensa en voz alta Juan Pablo Ledo, que ya va por los 42 y estrenará mañana la saga de funciones de Giselle, una vez más en el rol protagónico de Albrecht. Siente que el cuerpo todavía le está rindiendo. “Vemos también a un bailarín como Herman Cornejo en el American Ballet, a Marianela Núñez, en el Royal Ballet de Londres (que también tiene 42). De mi generación, varios seguimos porque le dimos duro al cuerpo y lo cuidamos. Me daría cuenta si me estuviera costando hacer la clase o ensayar. No es mi caso. Cuando uno es muy joven incurre en ciertas torpezas, como usar demasiada energía para ciertas cosas, énfasis o actitudes que no son tan trascendentes. Creo que, como cuando la fruta está madura, uno es un mejor administrador con la experiencia, como en la vida con las decisiones que va tomando. Por otra parte, disfruto de estar con gente joven y de compartir en un intercambio como el que viví cuando entré. Eso es muy sano para un ballet: si tenés toda gente muy joven sonaste, y si tenés toda gente muy grande sonaste también”.

El equilibrio virtuoso que menciona Ledo está en el corazón de la estabilidad. No hay grietas cuando, juntos o por separado, se les pregunta por este modelo, que con frecuencia termina en capilla por otras dos cuestiones subsidiarias: el ya mencionado “tapón” de la jubilación, que no permite que la compañía se renueve, y la falta de un sistema de revisión necesario para que una vez que un bailarín que ingresa en la compañía mantenga la excelencia. “Si algo no va bien, nos tienen que citar, llamarnos y decirnos, por ejemplo: ‘necesitamos que en dos, tres o seis meses llegues a esto’. Y si a la segunda o tercera vez eso no se alcanza, hay que ver cómo entra RRHH a resolver lo que está pasando con ese ‘agente’ (porque somos un agente, con número y ficha) que no está cumpliendo física o artísticamente lo que el director de turno necesita. Como en cualquier trabajo. Pero no nos llaman, tampoco para decirnos, ‘vas bien, seguí por ahí’. Es lo que ahora está de moda hablar del Estado: hay que tener una revisión correcta de las cosas. Todos tenemos derechos y obligaciones”, opina Fernández.

-¿Cómo se sienten emocional, física y artísticamente con la marca de los 20 años?

Fernández: -Depende del día. Hay una seguridad que te da los años, uno pisa distinto el escenario, estás más cómodo, un montón de cosas las llevás mejor con la experiencia. Es difícil 20 años acá adentro. Se sobrevive, esa es una cualidad del argentino, en cualquier lugar adonde vaya. Los que estamos acá hace 20 años, por ejemplo, pasamos por una cantidad de direcciones que no es común.

De Michael Uthoff (2005) a la actual de Mario Galizzi (2022), se sucedieron al frente del Ballet Estable del Teatro Colón Oscar Araiz (2006), Raúl Candal (2007), Guido De Benedetti (2008), Olga Ferri en dupla con Jorge Amarante (2008), Lidia Segni (2009), Maximiliano Guerra (2016) y Paloma Herrera (2017).

Pelayo: -También tuvimos la experiencia del Masterplan. Somos una generación bisagra, pudimos ver un viejo teatro, con un montón de artistas, y la llegada de la nueva generación; algo en esa transición no fue tan orgánico o tan cuidado, entonces también fuimos testigos de mucho maltrato, tangible y no tangible. A la vez, renovamos las ganas y no dejamos de creer en nuestra pasión, que somos bailarines del más importante de América Latina, privilegiados en la Argentina, donde vivimos de esto. Siempre hay un constante acto de revalorizar. Pienso que la mayoría tenemos crisis personales y profesionales, porque vas viviendo la vida acá, en la institución, y uno no es el mismo a los 20, a los 30 y ahora, si sos madre o no lo sos, si te lesionaste mucho o poco. Lo linkeo con lo que decía Federico: salís al escenario con un cacho de vida vivida, que no te pasó por un costado. Los bailarines somos heterogéneos, no se puede comparar a uno con otro, por más que nos reúna este lugar, nos unifiquen el tipo de trabajo, los horarios, el esfuerzo, pero después la carrera de cada uno tiene sus subidas y bajadas. Y tienen que ver también los cambios de direcciones y lo que se programa, que define el año de un bailarín.

Con el tema del repertorio, que en esta compañía tiene mayoría de clásicos, pero también piezas neoclásicas y contemporáneas, surge la mención a títulos y maestros que definitivamente los grabaron. De Agneta y Victor Valcu, dos repositores ejemplares, aprendieron Onegin, una obra que todos adoran bailar. También recuerdan la experiencia de Rodin, de Boris Eifman, en 2014, que develó un potencial escondido en muchos artistas. “Fue impresionante, un antes y un después, como pasó este año con Bolero”, admite Fernández, incluso cuando él no participó en ninguna de las dos obras. “Veías a tus compañeros bailando en Rodin y decías: ‘Wow, no sabía que tenía eso para dar’. Ojalá también yo haya sorprendido a mis compañeros haciendo algo, para salir de ese mito de la competencia feroz, que existe, pero en el que yo no creo”, completa Pelayo.

La conversación se encauza sobre el carácter “colectivo” de una compañía de ballet y llega hasta la importancia de valorizar al cuerpo de baile.

Bernabei: -Pensá en lo que sería El lago de los cisnes solamente con la pareja principal. A mí me han tocado roles, pero me parece mucho más satisfactorio bailar en el cuerpo de baile. Cuando todas somos una, sentís que respirás con tu compañera.

Cassano: -Las mujeres, sobre todo, vivimos una etapa de la vieja escuela, en la que las más grandes te agarraban y te guiaban.

Bernabei: – Ahora no pasa. No se le da lugar a la gente con experiencia en el cuerpo de baile. Tampoco es lo mismo un maestro en nuestra época, que te podía decir cualquier tipo de cosa, que no estaba bien, con lo que es ahora, que te tiene que tratar con respeto y cierto cuidado.

Pelayo: -Con el cambio generacional, a mí me gusta que haya más horizontalidad, menos hipocresía, o esa cuestión que una bailarina de veinte se anime a decirme: “Me ayudás con algo”. Pero, a la vez, antes estaba bueno el respeto, no me refiero a un respeto con solemnidad, sino a reconocer: “Esta persona tiene historia y me va a poder ayudar”. Que vas a aprender porque la data la tiene el que ya lo experimentó. Y eso es intransferible si no pasa de generación en generación. Tengo la sensación que, como pasó socialmente exaltando el individualismo, acá se va perdiendo la mirada de lo colectivo, que le da más sentido a lo que hacemos. Si pudiéramos conservar cierta humanidad, reconocer que compartimos un tiempo que no vuelve, que luego vendrán otros y que no es una disputa de los que se van y los que vienen, sino un cruce más amoroso… No depende nosotros.

Fernández: -Ese cruce más amoroso viene de la mano de una jubilación, no solo con el criterio artístico y humano, sino administrativo y político. Podemos no hablar, hacernos los tontos, mirar para otro lado, pero esto existe. Se nos cayó encima: ¿te acordás que decíamos: “Esto a nosotros no nos va a pasar, en veinte años cuando nos toque va a estar solucionado?”

-A algunos de ustedes todavía les faltan uno o dos años. ¿Se imaginan saliendo a los 40?

Fernández: -Sí, pero es una cuestión muy personal. Yo no empecé a bailar profesionalmente acá: mi primer trabajo fue a los 14, salía de gira con el Ballet Argentino, y llevo unos cuantos años con una responsabilidad en el escenario, así sea el último de fila o el primer bailarín. También está relacionado con lo que uno cree que puede aportar desde otro lugar y yo creo que a partir de los 40 puedo aportar otra cosa.

-Los cambios en la dirección del teatro vienen con una nueva conducción para el ballet. ¿Piensan que puede resolverse este proceso administrativo? ¿Cuáles son las expectativas con la llegada de Julio Bocca?

Fernández: -: Yo creía que él podía, creo que Julio Bocca puede solucionar el problema jubilatorio. ¿Por qué? Porque es “el” nombre de la danza, el que mira el Ministerio de Cultura cuando habla de “el nuevo teatro”, de los “cambios de organigrama”. Creo que con Julio se pueden lograr un montón de cosas que con otro director no: las giras, la cantidad de funciones, la jubilación. Pero si eso no sucede, a mí no me quedan esperanzas de que esto cambie. Si Julio no puede, ¡¿a quién van a escuchar!?

Pelayo: -Mi miedo es qué pasa con la gente si no la querés convocar porque tiene más de 40 y no la podés jubilar. Si lo que viene es una sobrepoblación de contratos… La excelencia artística se puede dar perfectamente con la estabilidad si hay jubilación, el tema es que se hagan las revisiones.

Cassano: -La revisión se ve ahí arriba [señala el escenario], todas las noches. Yo cada vez que tuve expectativas me sentí muy defraudada, pero siento que si Julio hace de esta compañía un lugar más justo… Sí, eso es lo que desearía.

Fernández: -Cualquiera de nosotros, los que estamos acá, podríamos haber hecho una carrera en el exterior. Le di mis mejores años al Colón y el Colón me dio un montón de cosas. Haber decidido quedarnos creo que tiene un valor. A mí me gustaría que quien venga lo tuviera en cuenta, porque podemos ayudar muchísimo. Y si hay que modificar y traer gente, hará sus concursos, sus audiciones. Pero dándole valor a los que han decidido quedarse. Si el nivel no es el que desea, hay que trabajar para que mejore. Se empuja a que uno sea mejor bailarín.

El tema no se agota. Brota. Se oye ansiedad, perplejidad, ilusión. Julio Bocca recién llegará en noviembre y, mientras corren ya varias semanas desde el anuncio de su nombramiento, van apareciendo comentarios y versiones. “Nos han dicho que no vayamos a creer que él va a apretar un botón y se va a solucionar todo”, “Que el año que viene tendremos igual cincuenta funciones”, comentan. “Nuestra camada comenzó a bailar por la inspiración que nos generó Julio Bocca, era como nuestro héroe. Eso genera mucha expectativa. Parte de esa expectativa se hace carne escuchando lo que pasó en Uruguay bajo su dirección y la de [Gerardo] Grieco –comenta Barrirero-. Hay muchísima incertidumbre. Solamente espero que el héroe siga ahí”.

Para agendar

Giselle, por el Ballet Estable del Teatro Colón, con dirección de Mario Galizzi. En versión de Gustavo Mollajoli, con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. La supervisión artística estuvo a cargo de Élisabeth Platel, directora de la Escuela de Ballet de la Ópera de París. Con funciones del 15 al 25 de octubre: los días martes 15 y 22 de octubre, miércoles 16 y 23, jueves 17, viernes 18 y 25 y sábado 19, a las 20; el domingo 20, a las 17. Entradas y más información, https://teatrocolon.org.ar/produccion/giselle/

El 6 de diciembre de 2004 el Teatro Colón hizo una audición internacional para incorporar bailarines a su compañía. Había cientos y cientos de postulantes en la vieja sala 9 de Julio del subsuelo. En la mesa del jurado estaban, entre otros, Victoria Simon (del New York City Ballet, experta en el repertorio de George Balanchine), una leyenda viva de la danza como Marcia Haydee (entonces directora en Chile), Michael Uthoff (que ese mismo año quedaría al frente del Estable) y Mario Galizzi (maestro y regente del Instituto Superior de Arte, ISA, de donde provenían varios postulantes, en calidad de veedor). También se hacía sentir la mirada de los miembros del ballet, que seguían los pasos del concurso desde unas gradas, a la espera de conocer quiénes conformarían la “nueva camada” de ingresantes. La mayoría de los aspirantes eran poco más que adolescentes: algunos estaban todavía formándose y otros, a pesar de su indisimulable juventud, ya traían consigo varias temporadas de experiencia como profesionales. Es sabido que los tiempos en la carrera del bailarín tienen otro reloj: comienza muy temprano y, necesariamente, termina antes.

Federico Fernández, Paula Cassano, Natalia Pelayo y Gerardo Wyss, que no cumplieron todavía los 40, son parte del grupo que está cumpliendo veinte años de trabajo en el Ballet Estable y, aun con sus momentos agridulces, el recorrido andado hasta acá los llena de orgullo. Este mediodía, en un alto de sus ensayos de Giselle, también llegan al encuentro con LA NACIÓN Luciana Barrirero y Natacha Bernabei –compañeras desde los 10 años: “Todavía me acuerdo cuando ella llegó de Santa Fe”, dice la segunda de la primera–, y Juan Pablo Ledo, que entró al elenco unos meses antes que los demás, después de integrar el Ballet Argentino de Julio Bocca y el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. De esa “tanda”, hay varios compañeros más en actividad que no aparecen en la foto grupal en el foyer y rumbo al Salón Dorado, pero que aportan desde la palabra una mirada clara y reflexiva: “Cuando miro atrás siento felicidad, gratitud y paz interior”, dice Matías Santos, sin desconocer que además de oportunidades inimaginables en esta etapa se atravesaron momentos difíciles. El grupo es más grande. Como Santos, Igor Vallone hará del Duque de Curland; como Bernabei, Constanza Colombo tendrá en otro reparto el papel de Bathilde; como Pelayo, Laura Domingo también será Zulma. Cada uno en su rol, subirá a escena a partir de este martes para contar la historia de amor, engaño y perdón por la que desde hace más de 180 años vive y muere la aldeana que le da nombre al título más representativo del repertorio romántico.

Es la quinta vez en dos décadas que interpretan en el Teatro Colón la obra que se estrenó en la Ópera de París el 28 de junio de 1841,con libreto de Théophile Gautier, con coreografía de Jean Coralli y Jules Perrot, y música de Adolphe Adam. Ni ellos ni Albrecht y Mirtha, ninguno de los personajes que interpretan, son los mismos hoy. Hubo en este largo transcurrir experiencias con maestros y coreógrafos de obras que les permitieron sumarle nuevas capas de profundidad, el paso por la compañía de ¡nueve directores! que tomaron mejores y peores decisiones, un Masterplan que los sacó de casa (con todas las vicisitudes de esas temporadas “extramuros”, como se solía decir), la pandemia que todos conocemos, con las particularidades del caso; debuts y despedidas –Nadia Muzyca, que se retiró con Giselle antes de cumplir los 42, en 2022, y Carla Vincelli, que dejó de bailar el año pasado, habían ingresado también en 2004-. La lista de etcéteras es larga. Los claroscuros hacen que también se sientan de alguna manera como “sobrevivientes”.

Reconstruir la audición de aquel diciembre, incluida una sorpresa del jurado que trajo aparejado un cambio de planes, hace que se superpongan las voces de todos. Luciana Barrirero, por ejemplo, destaca que se sintió gratamente evaluada por personas con coherencia; Matías Santos confiesa que se creía con desventaja, porque él había empezado a estudiar ballet tarde, casi cuando terminó el secundario, sin embargo, todavía contagia alegría al recordar cuando llamó a su familia a Entre Ríos para contarle que había quedado. “Yo fui totalmente inconsciente”, se sincera Federico Fernández. “¡Yo también!”, coincide Paula Cassano.

Fernández: -Audicioné porque me dijo él [señala a Gerardo Wyss]. Estábamos en La Plata, habíamos entrado contratados al Ballet del Teatro Argentino ese mismo año. Al principio no me dejaban presentarme porque no tengo el secundario completo, no hice el instituto, nada que me haya dado un título, pero me lo permitieron porque llevaba una carta firmada por Julio (había estudiado en la Fundación Julio Bocca). Esa fue mi única llave. Y entré. Digo que fui muy inconsciente porque no había ensayado la variación con la que me iba a presentar (El Cascanueces, segundo acto), pero cuando llegó el momento nos dijeron que no iba, que Vicky Simon iba a montar un fragmento de Symphony in C, de Balanchine. ¡Yo no había hecho nunca nada de Balanchine, tenía 18 años!

Pelayo: -Viéndolo ahora a la distancia, me parece interesante eso que hicieron de incomodar a los bailarines; no íbamos a hacer lo que teníamos preparado, de manera que podrían ver cuán rápidos o no éramos para incorporar un material nuevo, con la musicalidad, para resolver, cómo nos llevábamos con los nervios. De pronto cambió el aire. Todo era nuevo.

Fernández: -¡Te hablaban en inglés!

Bernabei: -Y teníamos que trabajar con un partenaire que no conocíamos.

Fernández: -Era el pas de deux del primer movimiento, me acuerdo; muchos años después lo bailé en el escenario. Muchos me dijeron que ese día se me notaba muy engreído. Cosa de adolescentes. La mayoría éramos chicos.

Bernabei: -Yo no. Había entrado al ballet de La Plata cuando tenía 16 así que en la audición ya había cumplido 25. Como allá era estable y vine para acá con un contrato, me tomé dos años de licencia hasta que tuve la seguridad de que nos fueran a pasar a la planta transitoria. Había vivido un concurso anterior en el Colón, el de 2002, y había quedado en una lista que me habilitó a presentarme en 2004, porque la convocatoria era hasta 23 años de edad.

-No todos se conocían antes de ese día de nervios, frente al jurado.

Cassano: -Yo llegué de Mar del Plata y entré en el Instituto en 5° año. Cuando fue el concurso estaba en séptimo, todavía me faltaba octavo. Para mí era ir a probarme, había cumplido los 18. Me acuerdo de que la directora del ISA de ese momento, que me había encontrado en el ascensor, me preguntó si me iba a presentar. Yo sabía que era una oportunidad, que no hay concursos todos los años y tal vez el tren no volviera a pasar. “Igual no vas a quedar”, me dijo.

Wyss: -Yo no entré. Esperaba los resultados, mi nombre no aparecía. Pero después, en febrero, mientras hacía un curso en el teatro, vino Uthoff a mirar las clases y me preguntó si yo estaba interesado, porque se había liberado un puesto. También me dijo que en los concursos, cuando hay tanta gente, no siempre se puede ver bien a todos. Pasé un verano de nervios, muy feo. ¡El año anterior en La Plata me había pasado lo mismo!

Ahora todos se ríen: aquella vieja audición es una anécdota.

Un mojón y muchas emociones

Si veinte años para cualquier persona puede significar una vida, para los bailarines, cuya “vida” en el escenario es corta comparada con otras profesiones -incluso artísticas-, es natural que este mojón en el recorrido los movilice. Gratitud, orgullo, tranquilidad, nervios, incertidumbre, miedos. Todas las emociones caben a la hora de pensar en la experiencia. Cassano, por ejemplo, que en estos días asumirá el rol de Mirtha por cuarta vez en su trayectoria, todavía escucha las campanadas y siente que le tiembla el cuerpo. “Siempre que tengo que revisitar un rol me lleno de dudas, ¿estaré a la altura? Pero cuando me subo al escenario es maravilloso”, dice, y es una alegría para el espectador que dos décadas después revalide su nivel en este rol que tan bien le queda. “Yo siento mucho la madurez –reflexiona Wyss-. Me acuerdo cuando estrené Albrecht en La Plata hace veinte años y estoy mejor que en esa época. Ahora salgo relajado porque tengo un montón de recursos a los cuales puedo apelar. Y también otras libertades. El cuerpo, la memoria, todo va. Eso lo conseguí hace poco, una cuestión mental que no te juegue en contra, porque es fatal no poder manejar la cabeza. En parte es gracias a la terapia, en parte por la madurez. Todos en algún momento de la carrera dijimos: ‘¿qué hago acá?’. Ahora se siente bien”.

Mirar atrás y ver lo que han logrado, disfrutado, también los hace reconocer aquello que los lastimó. Del cotejo entre la experiencia artística y las posibilidades físicas se advierten, en cada caso, resultados diferentes. “Después de 20 años siento que hay etapas cumplidas dentro del Colón; últimamente me tocan hacer roles más acordes a mi edad, tengo 42 años, y aunque me siento muy bien físicamente, pese a ciertas lesiones que uno trae de toda la carrera, hay cosas que uno puede hacer y otras que no”, comenta Matías Santos, que este año volvió a hacer el Adagietto, de Oscar Araiz, una obra que él disfruta mucho y que fue un verdadero deleite para el público.

El famoso problema de la jubilación en el Colón los pone cara a cara con una dificultad administrativa que cuando ingresaron al Ballet Estable no imaginaban que se perpetuara hasta hoy. A mediados de la década de 1990, el teatro dejó de aplicar lo que se conoce como la ley 20/40. Esta norma permite que, una vez alcanzados los veinte años de trabajo, a partir de los cuarenta un bailarín pueda retirarse. La norma sigue vigente, por ejemplo, en las compañías públicas de La Plata, Bahía Blanca o Córdoba, pero desde que Buenos Aires pasó a ser Ciudad Autónoma las cosas cambiaron y a los integrantes del Ballet Estable les caben las generales del régimen previsional, aun cuando sea de sentido común que los 60 y 65 años no son edades para retirar a un bailarín.

Julio Bocca se despidió a los 40, Paloma Herrera se retiró a los 40″, piensa en voz alta Juan Pablo Ledo, que ya va por los 42 y estrenará mañana la saga de funciones de Giselle, una vez más en el rol protagónico de Albrecht. Siente que el cuerpo todavía le está rindiendo. “Vemos también a un bailarín como Herman Cornejo en el American Ballet, a Marianela Núñez, en el Royal Ballet de Londres (que también tiene 42). De mi generación, varios seguimos porque le dimos duro al cuerpo y lo cuidamos. Me daría cuenta si me estuviera costando hacer la clase o ensayar. No es mi caso. Cuando uno es muy joven incurre en ciertas torpezas, como usar demasiada energía para ciertas cosas, énfasis o actitudes que no son tan trascendentes. Creo que, como cuando la fruta está madura, uno es un mejor administrador con la experiencia, como en la vida con las decisiones que va tomando. Por otra parte, disfruto de estar con gente joven y de compartir en un intercambio como el que viví cuando entré. Eso es muy sano para un ballet: si tenés toda gente muy joven sonaste, y si tenés toda gente muy grande sonaste también”.

El equilibrio virtuoso que menciona Ledo está en el corazón de la estabilidad. No hay grietas cuando, juntos o por separado, se les pregunta por este modelo, que con frecuencia termina en capilla por otras dos cuestiones subsidiarias: el ya mencionado “tapón” de la jubilación, que no permite que la compañía se renueve, y la falta de un sistema de revisión necesario para que una vez que un bailarín que ingresa en la compañía mantenga la excelencia. “Si algo no va bien, nos tienen que citar, llamarnos y decirnos, por ejemplo: ‘necesitamos que en dos, tres o seis meses llegues a esto’. Y si a la segunda o tercera vez eso no se alcanza, hay que ver cómo entra RRHH a resolver lo que está pasando con ese ‘agente’ (porque somos un agente, con número y ficha) que no está cumpliendo física o artísticamente lo que el director de turno necesita. Como en cualquier trabajo. Pero no nos llaman, tampoco para decirnos, ‘vas bien, seguí por ahí’. Es lo que ahora está de moda hablar del Estado: hay que tener una revisión correcta de las cosas. Todos tenemos derechos y obligaciones”, opina Fernández.

-¿Cómo se sienten emocional, física y artísticamente con la marca de los 20 años?

Fernández: -Depende del día. Hay una seguridad que te da los años, uno pisa distinto el escenario, estás más cómodo, un montón de cosas las llevás mejor con la experiencia. Es difícil 20 años acá adentro. Se sobrevive, esa es una cualidad del argentino, en cualquier lugar adonde vaya. Los que estamos acá hace 20 años, por ejemplo, pasamos por una cantidad de direcciones que no es común.

De Michael Uthoff (2005) a la actual de Mario Galizzi (2022), se sucedieron al frente del Ballet Estable del Teatro Colón Oscar Araiz (2006), Raúl Candal (2007), Guido De Benedetti (2008), Olga Ferri en dupla con Jorge Amarante (2008), Lidia Segni (2009), Maximiliano Guerra (2016) y Paloma Herrera (2017).

Pelayo: -También tuvimos la experiencia del Masterplan. Somos una generación bisagra, pudimos ver un viejo teatro, con un montón de artistas, y la llegada de la nueva generación; algo en esa transición no fue tan orgánico o tan cuidado, entonces también fuimos testigos de mucho maltrato, tangible y no tangible. A la vez, renovamos las ganas y no dejamos de creer en nuestra pasión, que somos bailarines del más importante de América Latina, privilegiados en la Argentina, donde vivimos de esto. Siempre hay un constante acto de revalorizar. Pienso que la mayoría tenemos crisis personales y profesionales, porque vas viviendo la vida acá, en la institución, y uno no es el mismo a los 20, a los 30 y ahora, si sos madre o no lo sos, si te lesionaste mucho o poco. Lo linkeo con lo que decía Federico: salís al escenario con un cacho de vida vivida, que no te pasó por un costado. Los bailarines somos heterogéneos, no se puede comparar a uno con otro, por más que nos reúna este lugar, nos unifiquen el tipo de trabajo, los horarios, el esfuerzo, pero después la carrera de cada uno tiene sus subidas y bajadas. Y tienen que ver también los cambios de direcciones y lo que se programa, que define el año de un bailarín.

Con el tema del repertorio, que en esta compañía tiene mayoría de clásicos, pero también piezas neoclásicas y contemporáneas, surge la mención a títulos y maestros que definitivamente los grabaron. De Agneta y Victor Valcu, dos repositores ejemplares, aprendieron Onegin, una obra que todos adoran bailar. También recuerdan la experiencia de Rodin, de Boris Eifman, en 2014, que develó un potencial escondido en muchos artistas. “Fue impresionante, un antes y un después, como pasó este año con Bolero”, admite Fernández, incluso cuando él no participó en ninguna de las dos obras. “Veías a tus compañeros bailando en Rodin y decías: ‘Wow, no sabía que tenía eso para dar’. Ojalá también yo haya sorprendido a mis compañeros haciendo algo, para salir de ese mito de la competencia feroz, que existe, pero en el que yo no creo”, completa Pelayo.

La conversación se encauza sobre el carácter “colectivo” de una compañía de ballet y llega hasta la importancia de valorizar al cuerpo de baile.

Bernabei: -Pensá en lo que sería El lago de los cisnes solamente con la pareja principal. A mí me han tocado roles, pero me parece mucho más satisfactorio bailar en el cuerpo de baile. Cuando todas somos una, sentís que respirás con tu compañera.

Cassano: -Las mujeres, sobre todo, vivimos una etapa de la vieja escuela, en la que las más grandes te agarraban y te guiaban.

Bernabei: – Ahora no pasa. No se le da lugar a la gente con experiencia en el cuerpo de baile. Tampoco es lo mismo un maestro en nuestra época, que te podía decir cualquier tipo de cosa, que no estaba bien, con lo que es ahora, que te tiene que tratar con respeto y cierto cuidado.

Pelayo: -Con el cambio generacional, a mí me gusta que haya más horizontalidad, menos hipocresía, o esa cuestión que una bailarina de veinte se anime a decirme: “Me ayudás con algo”. Pero, a la vez, antes estaba bueno el respeto, no me refiero a un respeto con solemnidad, sino a reconocer: “Esta persona tiene historia y me va a poder ayudar”. Que vas a aprender porque la data la tiene el que ya lo experimentó. Y eso es intransferible si no pasa de generación en generación. Tengo la sensación que, como pasó socialmente exaltando el individualismo, acá se va perdiendo la mirada de lo colectivo, que le da más sentido a lo que hacemos. Si pudiéramos conservar cierta humanidad, reconocer que compartimos un tiempo que no vuelve, que luego vendrán otros y que no es una disputa de los que se van y los que vienen, sino un cruce más amoroso… No depende nosotros.

Fernández: -Ese cruce más amoroso viene de la mano de una jubilación, no solo con el criterio artístico y humano, sino administrativo y político. Podemos no hablar, hacernos los tontos, mirar para otro lado, pero esto existe. Se nos cayó encima: ¿te acordás que decíamos: “Esto a nosotros no nos va a pasar, en veinte años cuando nos toque va a estar solucionado?”

-A algunos de ustedes todavía les faltan uno o dos años. ¿Se imaginan saliendo a los 40?

Fernández: -Sí, pero es una cuestión muy personal. Yo no empecé a bailar profesionalmente acá: mi primer trabajo fue a los 14, salía de gira con el Ballet Argentino, y llevo unos cuantos años con una responsabilidad en el escenario, así sea el último de fila o el primer bailarín. También está relacionado con lo que uno cree que puede aportar desde otro lugar y yo creo que a partir de los 40 puedo aportar otra cosa.

-Los cambios en la dirección del teatro vienen con una nueva conducción para el ballet. ¿Piensan que puede resolverse este proceso administrativo? ¿Cuáles son las expectativas con la llegada de Julio Bocca?

Fernández: -: Yo creía que él podía, creo que Julio Bocca puede solucionar el problema jubilatorio. ¿Por qué? Porque es “el” nombre de la danza, el que mira el Ministerio de Cultura cuando habla de “el nuevo teatro”, de los “cambios de organigrama”. Creo que con Julio se pueden lograr un montón de cosas que con otro director no: las giras, la cantidad de funciones, la jubilación. Pero si eso no sucede, a mí no me quedan esperanzas de que esto cambie. Si Julio no puede, ¡¿a quién van a escuchar!?

Pelayo: -Mi miedo es qué pasa con la gente si no la querés convocar porque tiene más de 40 y no la podés jubilar. Si lo que viene es una sobrepoblación de contratos… La excelencia artística se puede dar perfectamente con la estabilidad si hay jubilación, el tema es que se hagan las revisiones.

Cassano: -La revisión se ve ahí arriba [señala el escenario], todas las noches. Yo cada vez que tuve expectativas me sentí muy defraudada, pero siento que si Julio hace de esta compañía un lugar más justo… Sí, eso es lo que desearía.

Fernández: -Cualquiera de nosotros, los que estamos acá, podríamos haber hecho una carrera en el exterior. Le di mis mejores años al Colón y el Colón me dio un montón de cosas. Haber decidido quedarnos creo que tiene un valor. A mí me gustaría que quien venga lo tuviera en cuenta, porque podemos ayudar muchísimo. Y si hay que modificar y traer gente, hará sus concursos, sus audiciones. Pero dándole valor a los que han decidido quedarse. Si el nivel no es el que desea, hay que trabajar para que mejore. Se empuja a que uno sea mejor bailarín.

El tema no se agota. Brota. Se oye ansiedad, perplejidad, ilusión. Julio Bocca recién llegará en noviembre y, mientras corren ya varias semanas desde el anuncio de su nombramiento, van apareciendo comentarios y versiones. “Nos han dicho que no vayamos a creer que él va a apretar un botón y se va a solucionar todo”, “Que el año que viene tendremos igual cincuenta funciones”, comentan. “Nuestra camada comenzó a bailar por la inspiración que nos generó Julio Bocca, era como nuestro héroe. Eso genera mucha expectativa. Parte de esa expectativa se hace carne escuchando lo que pasó en Uruguay bajo su dirección y la de [Gerardo] Grieco –comenta Barrirero-. Hay muchísima incertidumbre. Solamente espero que el héroe siga ahí”.

Para agendar

Giselle, por el Ballet Estable del Teatro Colón, con dirección de Mario Galizzi. En versión de Gustavo Mollajoli, con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. La supervisión artística estuvo a cargo de Élisabeth Platel, directora de la Escuela de Ballet de la Ópera de París. Con funciones del 15 al 25 de octubre: los días martes 15 y 22 de octubre, miércoles 16 y 23, jueves 17, viernes 18 y 25 y sábado 19, a las 20; el domingo 20, a las 17. Entradas y más información, https://teatrocolon.org.ar/produccion/giselle/

 Gratitud, orgullo, nervios, miedos e incertidumbre: todos los sentimientos atraviesan la historia, el presente y el futuro de una camada de bailarines que cumple dos décadas en el Ballet Estable; en la mira, un nuevo estreno de “Giselle” y la expectativa por la llegada de Julio Bocca a la dirección  LA NACION

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