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Pedro Luis Barcia: “Los argentinos, como Sísifo, repetimos siempre lo mismo sin sacar provecho”

Doctor en letras, lingüista, investigador universitario y autor de más de cien libros, Pedro Luis Barcia se define como un animal docente. Toda la vida le ha preocupado, dice, transmitir a sus alumnos las riquezas que obtiene de la lectura. Y lo que tiene para dar es mucho, porque se trata de un lector voraz. “Mi primer trabajo, cuando estaba en primer año de la facultad, fue de portero de un colegio, el San Vicente de Paul, aquí en La Plata –cuenta–. Después fui bedel de ese colegio y más tarde, profesor. Empecé desde abajo hasta llegar al aula y desde entonces mi obsesión ha sido esa, dar clase”.

Al enseñar se echa a la tierra una semilla que a veces brota después, sin que el maestro se entere. Hace poco, a Barcia se le rompió el televisor. Cuando le quiso pagar al técnico que se la había arreglado, la respuesta lo sorprendió: “¿Cómo le voy a cobrar, profesor, si gracias al mio Cid salvé mi matrimonio?”. En sus clases de castellano, Barcia pasaba de las letras de tango al Cantar del Mio Cid, del que rescataba la capacidad del héroe para levantar la cabeza y superar los obstáculos. “Al oír eso se me cayeron las medias”, dice Barcia. “Uno no sabe en qué termina lo que dice en clase”.

Con su libro más reciente, La identidad de los argentinos, Barcia también apuesta a sembrar una semilla. Más bien, lo que ofrece son manojos llenos de posibles brotes: se trata de una recopilación crítica de más de setecientas páginas de aquello que grandes ensayistas, de aquí y del extranjero, han escrito en el intento de dar con los elementos constitutivos del carácter argentino. Su intención fue reunir y ordenar la enorme masa de información dispersa dejada por los muchos que han encarado la tarea imposible, por lo escurridiza, de perfilar el retrato del argentino. “Quise ofrecer al lector lo que se ha escrito sobre nosotros para que vea si se encuentra reflejado en alguno de esos elementos y hasta dónde se constituye en él una identidad argentina”, cuenta Barcia.

También, claro, apuntó a la escuela. Le gustaría que en ámbitos educativos su libro pueda servir de punto de partida para hablar de cómo somos. Sería, dice Barcia, una forma de promover el diálogo y el debate.

Pero, ¿existe tal cosa como una identidad argentina? ¿Hay un carácter nacional hecho de rasgos que permanecen en el tiempo? “Lo que hay es la persistencia de ciertos datos identitarios que, al repetirse desde la Colonia, indican una cierta marca en el gen argentino”, señala Barcia.

Cuando vino al país, Anatole France preguntó qué tenía que hacer para interesar a los argentinos, y le dijeron: ‘Hable de nosotros, diga que somos buenos’

De cualquier modo, al final del fascinante recorrido que propone el libro quedan cinco o seis características que, a fuerza de ser recurrentes, no hay más remedio que reconocer como propias, por mucho que duela. Después de tanto leer, escribir y pensar sobre el asunto, Barcia tiene su propio identikit del prototipo argentino. Vea entonces el lector si entra en la conversación y se ve reflejado.

–José Luis Romero dice que la identidad argentina es inasible y proteica. Borges dice somos esa cosa que nadie puede definir, argentinos. ¿Será que no tenemos idea de quiénes somos y por eso siempre volvemos a esa pregunta?

–Tenemos la producción más grande de ensayos sobre la propia identidad de toda América del Sur. Veo en esto tres razones. En primer lugar, cierto narcisismo. Nos gusta mirarnos en el espejo, siempre que sea favorable. Cuando vino al país, Anatole France preguntó qué tenía que hacer para interesar a los argentinos, y le dijeron: “Hable de nosotros, diga que somos buenos”. La segunda razón es la inseguridad. Al no saber bien cómo somos, tenemos una actitud defensiva, que es lo que descubrió Ortega en su famoso ensayo “El hombre a la defensiva”. El argentino tiene temor al ridículo, a salirse de la posición en la que está y quedar orsai. Esa inseguridad genera reacciones agresivas. En tercer lugar, somos ignorantes. No sabemos bien quiénes somos y entonces honestamente nos preguntamos por los rasgos que nos definen.

–Ya que mencionó Ortega y Gasset, él dice que el argentino, por ese temor, no se posee a sí mismo, no es auténtico, y por no ser auténtico no vive su destino.

–Sí, eso es parte de lo que Ortega definió. Pero hay que recordar algo. Mi coterráneo Juan Álvarez descubrió que Ortega aplicó a la pampa los mismos rasgos que quince años antes había dado a la meseta castellana. Había un poco de guitarra allí, más allá de que los rasgos de la meseta sean comunes. En ese ensayo Ortega muestra cómo la ignorancia y la inseguridad condicionan a este hombre, proclive a tomar actitudes de rechazo frente a quien lo juzga. Cuando se siente mirado, el hombre argentino se pone incómodo.

–Esta mezcla de narcisismo e inseguridad parece contradictoria.

–Son rasgos que revelan una condición adolescente. Tanto el narcisismo como la inseguridad, así como la ignorancia de sí mismo y de los límites de uno, son parte de la adolescencia. Genaro Bevioni, un italiano que visitó la Argentina del Centenario y cuya descripción de nuestros vicios tiene una actualidad que sobrecoge, señala que somos un pueblo adolescente. Tesis que con el tiempo retomará Marco Denevi en su libro La república de Trapalanda, donde desarrolla los rasgos adolescentes del argentino.

–Somos adolescentes que no aprenden de la experiencia y de sus errores, además. Y por eso, acaso condenados a permanecer en esa condición.

–Ya en 1837, en el salón de Marcos Sastre, Esteban Echeverría dice en una conferencia que no tenemos capacidad de generar experiencia. Repetimos los mismos actos sin aprender. Eso es lo que llamo sisifismo, por el mito de aquel gigante que empujaba la piedra por la ladera, se le caía cuando llegaba arriba y debía volver a empezar. Esta repetición de los mismos actos es propia incluso de nuestros gobiernos. Los precios máximos, por ejemplo, fueron probados diez veces sin resultado. Porque además de encarnar a Sísifo, también somos un poco Procusto, aquel personaje mitológico que acostaba al visitante en una cama de hierro y si le quedaba afuera parte de la pierna, se la cortaba. El argentino suele creer que la realidad se tiene que adaptar a una concepción previa suya.

–Américo Castro decía que la historia es expresión del sujeto colectivo. ¿El carácter de un pueblo forja su destino? ¿Nos pasa lo que nos pasa por cómo somos?

–Así es. Fíjese que Joaquín V. González, en El juicio del siglo, habla de la tendencia argentina a la violencia y el enfrentamiento que después será ratificada por otros. González dice por ejemplo que con la muerte de Dorrego entra la Pampa a Buenos Aires. Con esto, señala una penetración de la violencia en la ciudad que va a ser permanente a través de todo el siglo XIX. Una fuerza natural o bárbara que entra en la urbe y genera un nuevo espacio particular que es el suburbio, donde se gesta esta articulación entre la Pampa, con su fuerza y su cuchillo, y la ciudad.

–Nuestra historia está sembrada de divisiones. Y quizá la dicotomía madre es civilización y barbarie, o puerto e interior, muy presente entre nuestros ensayistas. Por un lado, un nacionalismo que reivindica el catolicismo y la herencia española, ligado al interior, y por el otro la vertiente liberal, abierta a los principios de la Ilustración y la influencia europea, que prevalece en Buenos Aires. ¿Por qué persiste esta dicotomía?

–Yo distingo dos tipos de ensayistas de indagación nacional. Están los que tratan de distinguir los rasgos que nos definen y los de tendencia nacionalista, que tienen otra actitud. Por ejemplo, Fermín Chávez o Ernesto Palacio. Ellos señalan que la Argentina rompió con la herencia hispánica a partir de 1810 e incorporó concepciones ajenas a su realidad. Palacio decía que no sabíamos quiénes éramos porque habíamos cortado el hilo que nos conectaba con nuestra herencia española. Estos ensayistas no indagan en rasgos peculiares de los argentinos, sino que marcan un quiebre, una ruptura. Hablan, sí, del ser nacional, como también lo hace toda una izquierda, pero no definen un solo rasgo. Como si la identidad nacional hubiera quedado desvirtuada.

–El nacionalismo se inclina por visiones conspirativas. Es decir, somos lo que otros han hecho de nosotros. ¿No define eso parte de nuestro carácter, en el sentido de que tendemos a depositar afuera la responsabilidad por nuestros males?

–Sí, efectivamente. La culpa la tiene la masonería, el FMI, la sinarquía internacional. Es una posición muy cómoda, que le quita a usted toda responsabilidad. Los aciertos de un gobierno populista siempre son propios, mientras que los desaciertos son generados por los extraños.

–¿Cómo jugó el flujo inmigratorio de fines del siglo XIX y principios del XX en nuestra identidad nacional?

–Julio Mafud habla del desarraigo. Del desarraigo del indio y del español, primero, y también del gaucho, que es desplazado de la Pampa. Y luego, claro, del desarraigo del inmigrante, que deja atrás su vida anterior; ese sentimiento lo lleva a enquistarse entre los suyos. Funda sus propios periódicos en italiano, enseña en sus colegios su idioma. Ante esto, Sarmiento, con la ley 1420, obliga a que los hijos de los inmigrantes vayan a una escuela donde se les enseñe geografía e historia nacional, el respeto a los signos patrios, la lengua. Quiere conformar una identidad argentina. En este sentido, Luis Alberto Romero dice que la identidad es un constructo. Pero los inmigrantes, observa Mafud, se quedan con una sensación de fracaso al no poder llevar a su tierra lo que han logrado aquí. Y esa sensación se proyecta en otros. De este lado, la llegada de la inmigración provocó una actitud defensiva en el argentino. El inmigrante avanzaba y quizá lograba lo que él no había alcanzado en su propia tierra.

Hemos tenido tres reduccionismos serios. El primero fue el porteñismo, que reduce la Argentina a Buenos Aires y borra el resto del país

–Otro ensayista que habló del desarraigo es Víctor Massuh, que dice que esta falta de raíces no permite que nos sintamos parte de un proyecto común.

–Lo que han escrito Mafud y Massuh sobre este asunto se complementan. Uno señala el desarraigo generalizado, y el otro, las consecuencias de ese desarraigo. Massuh dice que ese sentimiento de desarraigo conspira contra la cohesión social, algo que han señalado varios autores, incluido Borges.

–Ahora vamos a Borges. Pero antes, ya que hablamos de desarraigo, me gustaría preguntarle por lo que dijo Sabato en relación al sentimiento de nostalgia y tristeza que se expresa en el tango, una suerte de emblema de lo argentino.

–Es cierto. La nostalgia de lo que se perdió, de lo que se dejó atrás, se refleja en el tango. Un ubi sunt: ¿dónde están los muchachos de la barra, donde está mi viejita? Pero hay que advertir una cosa. El tango es un fenómeno porteño, no es un fenómeno argentino. Cuando yo era chico, en mis pagos, no bailaba tango. Pero lo que Sabato dice es cierto. Retoma lo que antes dijo Discépolo: el tango es un pensamiento triste que se baila. Hay allí una actitud metafísica frente al dolor de la vida. Sabato dice que nosotros no necesitamos leer a los existencialistas para reflexionar sobre nuestra realidad, porque nuestra realidad nos confronta con ese pathos.

–El tango nos representa mundialmente tal vez porque condensa el carácter argentino pero al mismo tiempo refleja esa angustia existencial universal, ¿no?

–Sí, es cierto. Sabato desarrolla ideas que antes había abordado Raúl Scalabrini Ortiz en El hombre que está solo y espera, un libro muy reductivo, en mi opinión. Fíjese que reduce a una esquina de Buenos Aires, Corrientes y Esmeralda, este sentimiento del argentino. Pero Scalabrini dice “siento, luego existo”. Es la inversión de lo cartesiano. Está diciendo que en el argentino domina el sentimiento, no la razón intelectual. Por eso adhiere a hombres, no a ideas. Se aferra al líder, pero no reflexiona. Eso lo repiten muchos de nuestros ensayistas.

–En su libro usted previene sobre los reduccionismos, es decir, tomar la parte por el todo.

–Para fanfarronear y parecer culto, hablo de sinécdoque. Creo que hemos tenido tres reduccionismos serios. El primero fue el porteñismo, que reduce la Argentina a Buenos Aires y borra el resto del país. El segundo es el arrabalismo, que antes de Borges practicaron Enrique Banchs y Carriego. La visión del arrabal argentino está impulsada por dos cosas, el tango y el lunfardo. Y luego está el pampismo, reducir el país a la Pampa y el gaucho. Los viajeros del siglo XIX se dividieron en dos tipos, los que se quedaban en Buenos Aires y los que incursionaron a la Pampa. Pero los tres elementos, la ciudad, el arrabal y la Pampa constituyen a la Argentina.

–Ortega define con lucidez la idiosincracia argentina en su ensayo “La Pampa… promesas”. Y Ezequiel Martínez Estrada titula su célebre ensayo Radiografía de la Pampa.

–Martínez Estrada le suma al pampismo algo grave, que es el pesimismo absoluto. No parece haber salida para el país. Pero su trabajo más significativo sobre la identidad argentina son las dos conferencias que llamó “Los invariantes históricos en el Facundo”. Martínez Estrada desarrolla allí los rasgos, siempre reductivos, siempre tremendos, siempre pesimistas, de la Argentina. Su estilo es tan notable que usted se deja llevar y no advierte que está aceptando arbitrariedades. Por ejemplo, que los conquistadores españoles sembraron resentimiento por no encontrar aquí los metales preciosos que vinieron a buscar. Macanas, si cantidad de ellos fundaron ciudades, exploraron, se establecieron. Entre los invariantes, Martínez Estrada menciona el miedo y la soledad, pero señala cuestiones de índole política como la anomia, es decir, el irrespeto a las normas, que más acá retomará Carlos Nino. Martínez lo ve como un callejón sin salida.

Darwin vio la hospitalidad del argentino. Ese rasgo es reconocido por todos los viajeros del siglo XX y está vinculado con nuestro sentido de la amistad

–¿Hay modo de lograr una síntesis de esa antinomía aparentemente inconciliable entre civilización y barbarie que todavía hoy, de distintas formas, sigue vigente?

–En primer lugar, la dicotomía planteada por Sarmiento es oscilante. A veces él habla de civilización o barbarie, como opción de fierro, y en otros dice civilización y barbarie. A lo mejor las dos condiciones conviven en los argentinos. No lo dice así, pero lo sugiere. Por eso, cuando Rodolfo Kusch retoma el pensamiento de Sarmiento rehabilita la barbarie, cierto primitivismo elemental, y dice que Sarmiento tuvo la nobleza de aceptar que ambas caras de la antinomia convivían en equilibrio en el país. Las dos caras de Jano. Volvemos al arrabal, que es un ámbito de convivencia de estos polos. También aparecen claramente en el campo de la política, donde se pasa de una actitud de convivencia a una confrontación agresiva, sanguínea. Una cierta dosis de barbarie, desde el punto de vista de la civilización, puede ser saludable en tanto revitalice una cultura achatada. Lo que es injusto es que por aquello de los caudillos se identifique a la barbarie con el interior, donde hay manifestaciones de una fineza notable. Más que con una cuestión geográfica, esta dicotomía tiene que ver con la doble cara de la condición humana.

–Borges, que tanto transitó el arrabal, dijo que los argentinos somos europeos en el exilio, y reivindicó para él toda la cultura occidental.

–El caso de Borges es interesante porque, fíjese, allá por los años 20 dice que nuestra tradición es la cultura occidental. Cinco años después dice que en verdad nos pertenece toda la cultura universal. Y luego hace un prólogo a un libro del sociólogo norteamericano Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa, donde señala que los argentinos, al estar conformados por una mezcla de culturas, somos personas de cierta flexibilidad. Eso nos permite sentirnos herederos de la cultura universal. Borges señala una característica positiva del argentino, que no suelen abundar en los escritos de nuestros ensayistas, más inclinados a describir los rasgos negativos.

–Otra cosa que dice Borges, de mucha vigencia, es que el argentino es un individuo, pero no un ciudadano.

–Es verdad, el argentino no se integra. Eso lo dice Borges en un ensayo que se llama “Nuestro pobre individualismo”, donde describe la falta de civilidad del argentino. El calificativo que le coloca al título es clarísimo. Está descalificando esta característica nuestra. No se trata de un individualismo creador, como podría resultar el de un escritor romántico, sino que es empobrecedor. En ese mismo ensayo dice que el argentino no se identifica con el Estado. Por eso, dirá después, no siente el robo al Estado como delito.

– En su libro usted rescata el pensamiento de Abel Posse, que dijo que el argentino tiene gran inteligencia individual, pero nula inteligencia colectiva.

–Fíjese usted de qué manera coincide, desde otra óptica, con lo que ha dicho Borges. Lo de Borges apunta a la escasa participación política, pero tiene otra frase que va en sintonía con la de Posse e indica paradójicamente una característica positiva. Somos buenos migrantes, dice Borges. Somos capaces de ir a otro país y salir adelante destacándonos. Y es verdad. Cuando uno viaja por distintos lugares del mundo siempre encuentra un argentino en algún puesto notable.

La vivacidad y la rapidez del argentino se destacan en el extranjero, pero esa característica positiva puede degenerarse en la viveza criolla

–Quien rescató una cualidad positiva de nosotros fue Darwin, durante su travesía con el Beagle en 1832. Señala la haraganería, pero destaca la hospitalidad. Algo en lo que coincidieron muchos viajeros ilustres a lo largo del tiempo, ¿no?

–Sí, Darwin vio la hospitalidad del argentino. Y ese rasgo es reconocido por todos los viajeros del siglo XIX, sin excepción. Algunos incluso han contado como, en su incursión en la Pampa, han parado en un rancho inmundo y la familia que los recibe mata a la gallinita que tiene o faenan al animal para darles de comer. Esta hospitalidad ha sido reconocida en forma absoluta. Y está vinculada con la amistad, otro rasgo nuestro, otro sentimiento muy positivo argentino, que se solidifica cuando uno viaja afuera, y que ha sido exaltado por muchos ensayistas. Pero fíjese que el mismo Borges observa que muchas veces entre nosotros la amistad deriva en amiguismo. Es decir, pedir la gauchada fuera de la ley o el puestito para el hijo.

–Tenemos un talento especial para convertir las virtudes en vicios, ¿no?

–Tenemos el don del rey Midas, pero al revés. Le doy otro ejemplo. La vivacidad y rapidez del argentino, que es muy fuerte, también se destaca en el extranjero. Pero esa forma rápida de pescar las cosas, esa vitalidad, puede degenerarse en la viveza criolla.

–¿Qué autores analizaron la viveza criolla, ya sea argentinos o extranjeros?

–El libro más orgánico sobre este tema es de Mafud, Psicología de la viveza criolla. Allí señala que se trata de un rasgo defensivo, que revela inseguridad. El argentino es oportunista porque teme que otros le ganen de mano y le quiten aquello que desea. Mafud distingue entre el pícaro y el vivo. El pícaro es ocasional, incurre en la picardía para sobrevivir. El vivo busca siempre que haya un público que festeje y aplauda su actitud. Hay en el fondo un complejo de inferioridad de quien necesita ser celebrado y ratificado.

–Julián Marías, discípulo de Ortega, nos definió con gracia y malicia.

–Dice que los argentinos son italianos que hablan español, pretenden sueldos norteamericanos y vivir como ingleses; dicen discursos franceses y votan como senegaleses; admiran el orden suizo y tienen un desorden tunecino. Es tremendo eso, pero suena muy cierto. Julián Marías, que en sus viajes previos al país no acertó a decir nada interesante, cifró en ese artículo las contradicciones que tenemos.

Le dediqué el libro al juez Diego Luciani porque es un hombre que se expuso de manera amplísima a todos los peligros que puede correr quien asume una gran responsabilidad

–Julián Marías dice también que los argentinos no renuncian a sus ilusiones ni aprenden de sus desilusiones.

–Volvemos a lo que dijo Echeverría. No tenemos capacidad de generar experiencia. El argentino confunde la repetición de los hechos con creación de experiencia.

–Otros autores señalaron que nos falta una vivencia espiritual profunda.

–Uno de ellos fue Leonardo Castellani, crítico del liberalismo, que no escribió ningún ensayo orgánico, pero sí tiene frases muy filosas. Dijo por ejemplo que los argentinos tienen dos vicios opuestos, la rebeldía y el servilismo. También Héctor Murena señala una carencia espiritual en el argentino, y antes, Manuel Gálvez. Al no tener sentido religioso, su óptica se reduce a lo mundano, a lo inmediato, y eso lo vuelve demasiado materialista. Murena dice que la Argentina no tiene poetas religiosos y macanea, porque escribió esto cuando estaban publicando sus obras Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal, por ejemplo. Pero creo que estos autores acertaban cuando hablaban de una cierta carencia espiritual, porque esa vivencia se alimenta con dos cosas, lectura y meditación, y en medio de las urgencias del día a día, en la supervivencia en la selva, no hay tiempo para eso en esta Argentina de hoy.

–Después de haber hecho semejante antología, ¿cuáles serían para usted los rasgos que definen el carácter argentino? Empecemos por los negativos.

–Entre los negativos yo pondría el sisifismo en primer lugar, es decir, la repetición permanente de lo mismo sin sacar provecho. En segundo lugar, la anomia, que hace estragos entre nosotros. Luego, el verbalismo arrogante. Por ejemplo, “¿entendés lo que te digo, Guyot?”. Esa muletilla es muy argentina y deja al destinatario como una especie de estúpido incapaz de comprender. Entonces, el verbalismo no es solo la sarasa, aunque también. Una vez me propuse recopilar y publicar las sanatas de Fidel Pintos. Hubiera sido muy pedagógico. Mostrar un hombre que habla 15 minutos sin decir nada y después a un diputado que hace lo mismo. Siguiendo con la lista, mencionaría también el predominio de lo sentimental sobre lo racional y, por último, nuestra perpetua condición adolescente.

–¿Y entre los rasgos positivos, cuáles destacaría?

–La hospitalidad, sin duda. También la vivacidad expresiva, esa manera que tenemos de comunicar a través de los gestos, inclusive de las posturas del cuerpo, nuestra actitud y nuestra disposición. Otro rasgo positivo es la plasticidad. Tenemos cintura. De allí aquellos que dicen que somos buenos migrantes.

–¿Cuál de estas características sería más necesaria hoy para salir del pozo en el que estamos?

–Yo diría que la plasticidad. Es decir, la flexibilidad frente a las situaciones y los obstáculos. Y elijo esta porque es la que podría disponer al diálogo, que es lo que nos anda faltando. El diálogo es lo que mata la oposición extrema e introduce en la conversación humana lo que Goethe llamaba “la sabiduría de lo gris”. Es decir, aceptar matices. “Sí, usted tiene razón en esto, pero no en esto otro”. Esta discriminación inteligente surge a través de la conversación flexible, plástica, entre la gente. Y eso llevaría a su vez a actitudes plásticas. No digo acomodaticias, sino plásticas, para saber salir de situaciones muy difíciles. Los gobiernos, y hablo de la actualidad, tienen dificultad con esto. Les está faltando cintura, elasticidad, que no significa renunciar a lo propio, sino reconsiderar lo ajeno y no rechazarlo en su totalidad cuando vale la pena.

–Una práctica que no abunda en la Argentina actual.

–Es una cuestión de educación. Hoy la educación no enseña a través del diálogo, no ayuda a elastizar, sino que tiende a dogmatizar. Y esto se ve también en la vida política. No hay enseñanza del diálogo en la escuela primaria y tampoco en la escuela inicial, que es la base de todo, porque allí se generan las actitudes de las personas. Nos está faltando una educación inicial efectiva. Mi intención al escribir el libro fue también ofrecer un material a la escuela y a otros ámbitos educativos para que se hable de cómo somos y así iniciar una suerte de debate o diálogo.

–Le hago la última. ¿Por qué le dedicó el libro al juez Diego Luciani?

–Porque estimo que es un hombre que se expuso de una manera amplísima a todos los peligros que puede correr quien asume una gran responsabilidad. Por eso yo lo llamo héroe civil. Otros hubieran sacado el cuerpo o hubieran sido más tibios. Y él se aplicó durante mucho tiempo a fundamentar su alegato, que fue la razón por la cual castigaron a quien tenía que ser castigado. Diego Luciani demostró una valentía infrecuente entre nosotros y por eso la dedicatoria del libro.

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PERFIL: Pedro Luis Barcia

■ Pedro Luis Barcia nació en Gualeguaychú, Entre Ríos, en 1939. Es doctor en Letras por la Universidad Nacional de la Plata, donde fue profesor de Literatura Argentina y de Literatura Medieval. Su especialidad es la cultura hispanoamericana.

■ Fue presidente de la Academia Nacional de Educación y de la Academia Argentina de Letras. Y es miembro correspondiente de la Real Academia Española, de la Academia Norteamericana de la Lengua Española; de la de Letras del Uruguay y de la Dominicana de la Lengua.

■ Es doctor honoris causa por las Universidades Ricardo Palma, Lima, Perú; Nacional de Tucumán, Nacional de Salta; de Concepción del Uruguay y Universidad de Morón.

■ Es profesor emérito de la Universidad Austral y profesor honorario de la Universidad de Montevideo, Uruguay. Enseña en la Diplomatura en Cultura Argentina del Cudes.

■ Es autor de un centenar de libros, entre ellos Ideario de Sarmiento, Escritos dispersos de Darío, Pedro Henríquez Ureña y la Argentina, La narrativa policial argentina, Refranero de uso argentino y La comprensión lectora.

■ Coordinó El resurgir de la Argentina, con propuestas de intelectuales, en 2023. Y acaba de publicar La identidad de los argentinos (Dunken).

■ Es Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y recibió numerosos premios.

Doctor en letras, lingüista, investigador universitario y autor de más de cien libros, Pedro Luis Barcia se define como un animal docente. Toda la vida le ha preocupado, dice, transmitir a sus alumnos las riquezas que obtiene de la lectura. Y lo que tiene para dar es mucho, porque se trata de un lector voraz. “Mi primer trabajo, cuando estaba en primer año de la facultad, fue de portero de un colegio, el San Vicente de Paul, aquí en La Plata –cuenta–. Después fui bedel de ese colegio y más tarde, profesor. Empecé desde abajo hasta llegar al aula y desde entonces mi obsesión ha sido esa, dar clase”.

Al enseñar se echa a la tierra una semilla que a veces brota después, sin que el maestro se entere. Hace poco, a Barcia se le rompió el televisor. Cuando le quiso pagar al técnico que se la había arreglado, la respuesta lo sorprendió: “¿Cómo le voy a cobrar, profesor, si gracias al mio Cid salvé mi matrimonio?”. En sus clases de castellano, Barcia pasaba de las letras de tango al Cantar del Mio Cid, del que rescataba la capacidad del héroe para levantar la cabeza y superar los obstáculos. “Al oír eso se me cayeron las medias”, dice Barcia. “Uno no sabe en qué termina lo que dice en clase”.

Con su libro más reciente, La identidad de los argentinos, Barcia también apuesta a sembrar una semilla. Más bien, lo que ofrece son manojos llenos de posibles brotes: se trata de una recopilación crítica de más de setecientas páginas de aquello que grandes ensayistas, de aquí y del extranjero, han escrito en el intento de dar con los elementos constitutivos del carácter argentino. Su intención fue reunir y ordenar la enorme masa de información dispersa dejada por los muchos que han encarado la tarea imposible, por lo escurridiza, de perfilar el retrato del argentino. “Quise ofrecer al lector lo que se ha escrito sobre nosotros para que vea si se encuentra reflejado en alguno de esos elementos y hasta dónde se constituye en él una identidad argentina”, cuenta Barcia.

También, claro, apuntó a la escuela. Le gustaría que en ámbitos educativos su libro pueda servir de punto de partida para hablar de cómo somos. Sería, dice Barcia, una forma de promover el diálogo y el debate.

Pero, ¿existe tal cosa como una identidad argentina? ¿Hay un carácter nacional hecho de rasgos que permanecen en el tiempo? “Lo que hay es la persistencia de ciertos datos identitarios que, al repetirse desde la Colonia, indican una cierta marca en el gen argentino”, señala Barcia.

Cuando vino al país, Anatole France preguntó qué tenía que hacer para interesar a los argentinos, y le dijeron: ‘Hable de nosotros, diga que somos buenos’

De cualquier modo, al final del fascinante recorrido que propone el libro quedan cinco o seis características que, a fuerza de ser recurrentes, no hay más remedio que reconocer como propias, por mucho que duela. Después de tanto leer, escribir y pensar sobre el asunto, Barcia tiene su propio identikit del prototipo argentino. Vea entonces el lector si entra en la conversación y se ve reflejado.

–José Luis Romero dice que la identidad argentina es inasible y proteica. Borges dice somos esa cosa que nadie puede definir, argentinos. ¿Será que no tenemos idea de quiénes somos y por eso siempre volvemos a esa pregunta?

–Tenemos la producción más grande de ensayos sobre la propia identidad de toda América del Sur. Veo en esto tres razones. En primer lugar, cierto narcisismo. Nos gusta mirarnos en el espejo, siempre que sea favorable. Cuando vino al país, Anatole France preguntó qué tenía que hacer para interesar a los argentinos, y le dijeron: “Hable de nosotros, diga que somos buenos”. La segunda razón es la inseguridad. Al no saber bien cómo somos, tenemos una actitud defensiva, que es lo que descubrió Ortega en su famoso ensayo “El hombre a la defensiva”. El argentino tiene temor al ridículo, a salirse de la posición en la que está y quedar orsai. Esa inseguridad genera reacciones agresivas. En tercer lugar, somos ignorantes. No sabemos bien quiénes somos y entonces honestamente nos preguntamos por los rasgos que nos definen.

–Ya que mencionó Ortega y Gasset, él dice que el argentino, por ese temor, no se posee a sí mismo, no es auténtico, y por no ser auténtico no vive su destino.

–Sí, eso es parte de lo que Ortega definió. Pero hay que recordar algo. Mi coterráneo Juan Álvarez descubrió que Ortega aplicó a la pampa los mismos rasgos que quince años antes había dado a la meseta castellana. Había un poco de guitarra allí, más allá de que los rasgos de la meseta sean comunes. En ese ensayo Ortega muestra cómo la ignorancia y la inseguridad condicionan a este hombre, proclive a tomar actitudes de rechazo frente a quien lo juzga. Cuando se siente mirado, el hombre argentino se pone incómodo.

–Esta mezcla de narcisismo e inseguridad parece contradictoria.

–Son rasgos que revelan una condición adolescente. Tanto el narcisismo como la inseguridad, así como la ignorancia de sí mismo y de los límites de uno, son parte de la adolescencia. Genaro Bevioni, un italiano que visitó la Argentina del Centenario y cuya descripción de nuestros vicios tiene una actualidad que sobrecoge, señala que somos un pueblo adolescente. Tesis que con el tiempo retomará Marco Denevi en su libro La república de Trapalanda, donde desarrolla los rasgos adolescentes del argentino.

–Somos adolescentes que no aprenden de la experiencia y de sus errores, además. Y por eso, acaso condenados a permanecer en esa condición.

–Ya en 1837, en el salón de Marcos Sastre, Esteban Echeverría dice en una conferencia que no tenemos capacidad de generar experiencia. Repetimos los mismos actos sin aprender. Eso es lo que llamo sisifismo, por el mito de aquel gigante que empujaba la piedra por la ladera, se le caía cuando llegaba arriba y debía volver a empezar. Esta repetición de los mismos actos es propia incluso de nuestros gobiernos. Los precios máximos, por ejemplo, fueron probados diez veces sin resultado. Porque además de encarnar a Sísifo, también somos un poco Procusto, aquel personaje mitológico que acostaba al visitante en una cama de hierro y si le quedaba afuera parte de la pierna, se la cortaba. El argentino suele creer que la realidad se tiene que adaptar a una concepción previa suya.

–Américo Castro decía que la historia es expresión del sujeto colectivo. ¿El carácter de un pueblo forja su destino? ¿Nos pasa lo que nos pasa por cómo somos?

–Así es. Fíjese que Joaquín V. González, en El juicio del siglo, habla de la tendencia argentina a la violencia y el enfrentamiento que después será ratificada por otros. González dice por ejemplo que con la muerte de Dorrego entra la Pampa a Buenos Aires. Con esto, señala una penetración de la violencia en la ciudad que va a ser permanente a través de todo el siglo XIX. Una fuerza natural o bárbara que entra en la urbe y genera un nuevo espacio particular que es el suburbio, donde se gesta esta articulación entre la Pampa, con su fuerza y su cuchillo, y la ciudad.

–Nuestra historia está sembrada de divisiones. Y quizá la dicotomía madre es civilización y barbarie, o puerto e interior, muy presente entre nuestros ensayistas. Por un lado, un nacionalismo que reivindica el catolicismo y la herencia española, ligado al interior, y por el otro la vertiente liberal, abierta a los principios de la Ilustración y la influencia europea, que prevalece en Buenos Aires. ¿Por qué persiste esta dicotomía?

–Yo distingo dos tipos de ensayistas de indagación nacional. Están los que tratan de distinguir los rasgos que nos definen y los de tendencia nacionalista, que tienen otra actitud. Por ejemplo, Fermín Chávez o Ernesto Palacio. Ellos señalan que la Argentina rompió con la herencia hispánica a partir de 1810 e incorporó concepciones ajenas a su realidad. Palacio decía que no sabíamos quiénes éramos porque habíamos cortado el hilo que nos conectaba con nuestra herencia española. Estos ensayistas no indagan en rasgos peculiares de los argentinos, sino que marcan un quiebre, una ruptura. Hablan, sí, del ser nacional, como también lo hace toda una izquierda, pero no definen un solo rasgo. Como si la identidad nacional hubiera quedado desvirtuada.

–El nacionalismo se inclina por visiones conspirativas. Es decir, somos lo que otros han hecho de nosotros. ¿No define eso parte de nuestro carácter, en el sentido de que tendemos a depositar afuera la responsabilidad por nuestros males?

–Sí, efectivamente. La culpa la tiene la masonería, el FMI, la sinarquía internacional. Es una posición muy cómoda, que le quita a usted toda responsabilidad. Los aciertos de un gobierno populista siempre son propios, mientras que los desaciertos son generados por los extraños.

–¿Cómo jugó el flujo inmigratorio de fines del siglo XIX y principios del XX en nuestra identidad nacional?

–Julio Mafud habla del desarraigo. Del desarraigo del indio y del español, primero, y también del gaucho, que es desplazado de la Pampa. Y luego, claro, del desarraigo del inmigrante, que deja atrás su vida anterior; ese sentimiento lo lleva a enquistarse entre los suyos. Funda sus propios periódicos en italiano, enseña en sus colegios su idioma. Ante esto, Sarmiento, con la ley 1420, obliga a que los hijos de los inmigrantes vayan a una escuela donde se les enseñe geografía e historia nacional, el respeto a los signos patrios, la lengua. Quiere conformar una identidad argentina. En este sentido, Luis Alberto Romero dice que la identidad es un constructo. Pero los inmigrantes, observa Mafud, se quedan con una sensación de fracaso al no poder llevar a su tierra lo que han logrado aquí. Y esa sensación se proyecta en otros. De este lado, la llegada de la inmigración provocó una actitud defensiva en el argentino. El inmigrante avanzaba y quizá lograba lo que él no había alcanzado en su propia tierra.

Hemos tenido tres reduccionismos serios. El primero fue el porteñismo, que reduce la Argentina a Buenos Aires y borra el resto del país

–Otro ensayista que habló del desarraigo es Víctor Massuh, que dice que esta falta de raíces no permite que nos sintamos parte de un proyecto común.

–Lo que han escrito Mafud y Massuh sobre este asunto se complementan. Uno señala el desarraigo generalizado, y el otro, las consecuencias de ese desarraigo. Massuh dice que ese sentimiento de desarraigo conspira contra la cohesión social, algo que han señalado varios autores, incluido Borges.

–Ahora vamos a Borges. Pero antes, ya que hablamos de desarraigo, me gustaría preguntarle por lo que dijo Sabato en relación al sentimiento de nostalgia y tristeza que se expresa en el tango, una suerte de emblema de lo argentino.

–Es cierto. La nostalgia de lo que se perdió, de lo que se dejó atrás, se refleja en el tango. Un ubi sunt: ¿dónde están los muchachos de la barra, donde está mi viejita? Pero hay que advertir una cosa. El tango es un fenómeno porteño, no es un fenómeno argentino. Cuando yo era chico, en mis pagos, no bailaba tango. Pero lo que Sabato dice es cierto. Retoma lo que antes dijo Discépolo: el tango es un pensamiento triste que se baila. Hay allí una actitud metafísica frente al dolor de la vida. Sabato dice que nosotros no necesitamos leer a los existencialistas para reflexionar sobre nuestra realidad, porque nuestra realidad nos confronta con ese pathos.

–El tango nos representa mundialmente tal vez porque condensa el carácter argentino pero al mismo tiempo refleja esa angustia existencial universal, ¿no?

–Sí, es cierto. Sabato desarrolla ideas que antes había abordado Raúl Scalabrini Ortiz en El hombre que está solo y espera, un libro muy reductivo, en mi opinión. Fíjese que reduce a una esquina de Buenos Aires, Corrientes y Esmeralda, este sentimiento del argentino. Pero Scalabrini dice “siento, luego existo”. Es la inversión de lo cartesiano. Está diciendo que en el argentino domina el sentimiento, no la razón intelectual. Por eso adhiere a hombres, no a ideas. Se aferra al líder, pero no reflexiona. Eso lo repiten muchos de nuestros ensayistas.

–En su libro usted previene sobre los reduccionismos, es decir, tomar la parte por el todo.

–Para fanfarronear y parecer culto, hablo de sinécdoque. Creo que hemos tenido tres reduccionismos serios. El primero fue el porteñismo, que reduce la Argentina a Buenos Aires y borra el resto del país. El segundo es el arrabalismo, que antes de Borges practicaron Enrique Banchs y Carriego. La visión del arrabal argentino está impulsada por dos cosas, el tango y el lunfardo. Y luego está el pampismo, reducir el país a la Pampa y el gaucho. Los viajeros del siglo XIX se dividieron en dos tipos, los que se quedaban en Buenos Aires y los que incursionaron a la Pampa. Pero los tres elementos, la ciudad, el arrabal y la Pampa constituyen a la Argentina.

–Ortega define con lucidez la idiosincracia argentina en su ensayo “La Pampa… promesas”. Y Ezequiel Martínez Estrada titula su célebre ensayo Radiografía de la Pampa.

–Martínez Estrada le suma al pampismo algo grave, que es el pesimismo absoluto. No parece haber salida para el país. Pero su trabajo más significativo sobre la identidad argentina son las dos conferencias que llamó “Los invariantes históricos en el Facundo”. Martínez Estrada desarrolla allí los rasgos, siempre reductivos, siempre tremendos, siempre pesimistas, de la Argentina. Su estilo es tan notable que usted se deja llevar y no advierte que está aceptando arbitrariedades. Por ejemplo, que los conquistadores españoles sembraron resentimiento por no encontrar aquí los metales preciosos que vinieron a buscar. Macanas, si cantidad de ellos fundaron ciudades, exploraron, se establecieron. Entre los invariantes, Martínez Estrada menciona el miedo y la soledad, pero señala cuestiones de índole política como la anomia, es decir, el irrespeto a las normas, que más acá retomará Carlos Nino. Martínez lo ve como un callejón sin salida.

Darwin vio la hospitalidad del argentino. Ese rasgo es reconocido por todos los viajeros del siglo XX y está vinculado con nuestro sentido de la amistad

–¿Hay modo de lograr una síntesis de esa antinomía aparentemente inconciliable entre civilización y barbarie que todavía hoy, de distintas formas, sigue vigente?

–En primer lugar, la dicotomía planteada por Sarmiento es oscilante. A veces él habla de civilización o barbarie, como opción de fierro, y en otros dice civilización y barbarie. A lo mejor las dos condiciones conviven en los argentinos. No lo dice así, pero lo sugiere. Por eso, cuando Rodolfo Kusch retoma el pensamiento de Sarmiento rehabilita la barbarie, cierto primitivismo elemental, y dice que Sarmiento tuvo la nobleza de aceptar que ambas caras de la antinomia convivían en equilibrio en el país. Las dos caras de Jano. Volvemos al arrabal, que es un ámbito de convivencia de estos polos. También aparecen claramente en el campo de la política, donde se pasa de una actitud de convivencia a una confrontación agresiva, sanguínea. Una cierta dosis de barbarie, desde el punto de vista de la civilización, puede ser saludable en tanto revitalice una cultura achatada. Lo que es injusto es que por aquello de los caudillos se identifique a la barbarie con el interior, donde hay manifestaciones de una fineza notable. Más que con una cuestión geográfica, esta dicotomía tiene que ver con la doble cara de la condición humana.

–Borges, que tanto transitó el arrabal, dijo que los argentinos somos europeos en el exilio, y reivindicó para él toda la cultura occidental.

–El caso de Borges es interesante porque, fíjese, allá por los años 20 dice que nuestra tradición es la cultura occidental. Cinco años después dice que en verdad nos pertenece toda la cultura universal. Y luego hace un prólogo a un libro del sociólogo norteamericano Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa, donde señala que los argentinos, al estar conformados por una mezcla de culturas, somos personas de cierta flexibilidad. Eso nos permite sentirnos herederos de la cultura universal. Borges señala una característica positiva del argentino, que no suelen abundar en los escritos de nuestros ensayistas, más inclinados a describir los rasgos negativos.

–Otra cosa que dice Borges, de mucha vigencia, es que el argentino es un individuo, pero no un ciudadano.

–Es verdad, el argentino no se integra. Eso lo dice Borges en un ensayo que se llama “Nuestro pobre individualismo”, donde describe la falta de civilidad del argentino. El calificativo que le coloca al título es clarísimo. Está descalificando esta característica nuestra. No se trata de un individualismo creador, como podría resultar el de un escritor romántico, sino que es empobrecedor. En ese mismo ensayo dice que el argentino no se identifica con el Estado. Por eso, dirá después, no siente el robo al Estado como delito.

– En su libro usted rescata el pensamiento de Abel Posse, que dijo que el argentino tiene gran inteligencia individual, pero nula inteligencia colectiva.

–Fíjese usted de qué manera coincide, desde otra óptica, con lo que ha dicho Borges. Lo de Borges apunta a la escasa participación política, pero tiene otra frase que va en sintonía con la de Posse e indica paradójicamente una característica positiva. Somos buenos migrantes, dice Borges. Somos capaces de ir a otro país y salir adelante destacándonos. Y es verdad. Cuando uno viaja por distintos lugares del mundo siempre encuentra un argentino en algún puesto notable.

La vivacidad y la rapidez del argentino se destacan en el extranjero, pero esa característica positiva puede degenerarse en la viveza criolla

–Quien rescató una cualidad positiva de nosotros fue Darwin, durante su travesía con el Beagle en 1832. Señala la haraganería, pero destaca la hospitalidad. Algo en lo que coincidieron muchos viajeros ilustres a lo largo del tiempo, ¿no?

–Sí, Darwin vio la hospitalidad del argentino. Y ese rasgo es reconocido por todos los viajeros del siglo XIX, sin excepción. Algunos incluso han contado como, en su incursión en la Pampa, han parado en un rancho inmundo y la familia que los recibe mata a la gallinita que tiene o faenan al animal para darles de comer. Esta hospitalidad ha sido reconocida en forma absoluta. Y está vinculada con la amistad, otro rasgo nuestro, otro sentimiento muy positivo argentino, que se solidifica cuando uno viaja afuera, y que ha sido exaltado por muchos ensayistas. Pero fíjese que el mismo Borges observa que muchas veces entre nosotros la amistad deriva en amiguismo. Es decir, pedir la gauchada fuera de la ley o el puestito para el hijo.

–Tenemos un talento especial para convertir las virtudes en vicios, ¿no?

–Tenemos el don del rey Midas, pero al revés. Le doy otro ejemplo. La vivacidad y rapidez del argentino, que es muy fuerte, también se destaca en el extranjero. Pero esa forma rápida de pescar las cosas, esa vitalidad, puede degenerarse en la viveza criolla.

–¿Qué autores analizaron la viveza criolla, ya sea argentinos o extranjeros?

–El libro más orgánico sobre este tema es de Mafud, Psicología de la viveza criolla. Allí señala que se trata de un rasgo defensivo, que revela inseguridad. El argentino es oportunista porque teme que otros le ganen de mano y le quiten aquello que desea. Mafud distingue entre el pícaro y el vivo. El pícaro es ocasional, incurre en la picardía para sobrevivir. El vivo busca siempre que haya un público que festeje y aplauda su actitud. Hay en el fondo un complejo de inferioridad de quien necesita ser celebrado y ratificado.

–Julián Marías, discípulo de Ortega, nos definió con gracia y malicia.

–Dice que los argentinos son italianos que hablan español, pretenden sueldos norteamericanos y vivir como ingleses; dicen discursos franceses y votan como senegaleses; admiran el orden suizo y tienen un desorden tunecino. Es tremendo eso, pero suena muy cierto. Julián Marías, que en sus viajes previos al país no acertó a decir nada interesante, cifró en ese artículo las contradicciones que tenemos.

Le dediqué el libro al juez Diego Luciani porque es un hombre que se expuso de manera amplísima a todos los peligros que puede correr quien asume una gran responsabilidad

–Julián Marías dice también que los argentinos no renuncian a sus ilusiones ni aprenden de sus desilusiones.

–Volvemos a lo que dijo Echeverría. No tenemos capacidad de generar experiencia. El argentino confunde la repetición de los hechos con creación de experiencia.

–Otros autores señalaron que nos falta una vivencia espiritual profunda.

–Uno de ellos fue Leonardo Castellani, crítico del liberalismo, que no escribió ningún ensayo orgánico, pero sí tiene frases muy filosas. Dijo por ejemplo que los argentinos tienen dos vicios opuestos, la rebeldía y el servilismo. También Héctor Murena señala una carencia espiritual en el argentino, y antes, Manuel Gálvez. Al no tener sentido religioso, su óptica se reduce a lo mundano, a lo inmediato, y eso lo vuelve demasiado materialista. Murena dice que la Argentina no tiene poetas religiosos y macanea, porque escribió esto cuando estaban publicando sus obras Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal, por ejemplo. Pero creo que estos autores acertaban cuando hablaban de una cierta carencia espiritual, porque esa vivencia se alimenta con dos cosas, lectura y meditación, y en medio de las urgencias del día a día, en la supervivencia en la selva, no hay tiempo para eso en esta Argentina de hoy.

–Después de haber hecho semejante antología, ¿cuáles serían para usted los rasgos que definen el carácter argentino? Empecemos por los negativos.

–Entre los negativos yo pondría el sisifismo en primer lugar, es decir, la repetición permanente de lo mismo sin sacar provecho. En segundo lugar, la anomia, que hace estragos entre nosotros. Luego, el verbalismo arrogante. Por ejemplo, “¿entendés lo que te digo, Guyot?”. Esa muletilla es muy argentina y deja al destinatario como una especie de estúpido incapaz de comprender. Entonces, el verbalismo no es solo la sarasa, aunque también. Una vez me propuse recopilar y publicar las sanatas de Fidel Pintos. Hubiera sido muy pedagógico. Mostrar un hombre que habla 15 minutos sin decir nada y después a un diputado que hace lo mismo. Siguiendo con la lista, mencionaría también el predominio de lo sentimental sobre lo racional y, por último, nuestra perpetua condición adolescente.

–¿Y entre los rasgos positivos, cuáles destacaría?

–La hospitalidad, sin duda. También la vivacidad expresiva, esa manera que tenemos de comunicar a través de los gestos, inclusive de las posturas del cuerpo, nuestra actitud y nuestra disposición. Otro rasgo positivo es la plasticidad. Tenemos cintura. De allí aquellos que dicen que somos buenos migrantes.

–¿Cuál de estas características sería más necesaria hoy para salir del pozo en el que estamos?

–Yo diría que la plasticidad. Es decir, la flexibilidad frente a las situaciones y los obstáculos. Y elijo esta porque es la que podría disponer al diálogo, que es lo que nos anda faltando. El diálogo es lo que mata la oposición extrema e introduce en la conversación humana lo que Goethe llamaba “la sabiduría de lo gris”. Es decir, aceptar matices. “Sí, usted tiene razón en esto, pero no en esto otro”. Esta discriminación inteligente surge a través de la conversación flexible, plástica, entre la gente. Y eso llevaría a su vez a actitudes plásticas. No digo acomodaticias, sino plásticas, para saber salir de situaciones muy difíciles. Los gobiernos, y hablo de la actualidad, tienen dificultad con esto. Les está faltando cintura, elasticidad, que no significa renunciar a lo propio, sino reconsiderar lo ajeno y no rechazarlo en su totalidad cuando vale la pena.

–Una práctica que no abunda en la Argentina actual.

–Es una cuestión de educación. Hoy la educación no enseña a través del diálogo, no ayuda a elastizar, sino que tiende a dogmatizar. Y esto se ve también en la vida política. No hay enseñanza del diálogo en la escuela primaria y tampoco en la escuela inicial, que es la base de todo, porque allí se generan las actitudes de las personas. Nos está faltando una educación inicial efectiva. Mi intención al escribir el libro fue también ofrecer un material a la escuela y a otros ámbitos educativos para que se hable de cómo somos y así iniciar una suerte de debate o diálogo.

–Le hago la última. ¿Por qué le dedicó el libro al juez Diego Luciani?

–Porque estimo que es un hombre que se expuso de una manera amplísima a todos los peligros que puede correr quien asume una gran responsabilidad. Por eso yo lo llamo héroe civil. Otros hubieran sacado el cuerpo o hubieran sido más tibios. Y él se aplicó durante mucho tiempo a fundamentar su alegato, que fue la razón por la cual castigaron a quien tenía que ser castigado. Diego Luciani demostró una valentía infrecuente entre nosotros y por eso la dedicatoria del libro.

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PERFIL: Pedro Luis Barcia

■ Pedro Luis Barcia nació en Gualeguaychú, Entre Ríos, en 1939. Es doctor en Letras por la Universidad Nacional de la Plata, donde fue profesor de Literatura Argentina y de Literatura Medieval. Su especialidad es la cultura hispanoamericana.

■ Fue presidente de la Academia Nacional de Educación y de la Academia Argentina de Letras. Y es miembro correspondiente de la Real Academia Española, de la Academia Norteamericana de la Lengua Española; de la de Letras del Uruguay y de la Dominicana de la Lengua.

■ Es doctor honoris causa por las Universidades Ricardo Palma, Lima, Perú; Nacional de Tucumán, Nacional de Salta; de Concepción del Uruguay y Universidad de Morón.

■ Es profesor emérito de la Universidad Austral y profesor honorario de la Universidad de Montevideo, Uruguay. Enseña en la Diplomatura en Cultura Argentina del Cudes.

■ Es autor de un centenar de libros, entre ellos Ideario de Sarmiento, Escritos dispersos de Darío, Pedro Henríquez Ureña y la Argentina, La narrativa policial argentina, Refranero de uso argentino y La comprensión lectora.

■ Coordinó El resurgir de la Argentina, con propuestas de intelectuales, en 2023. Y acaba de publicar La identidad de los argentinos (Dunken).

■ Es Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y recibió numerosos premios.

 Reincidimos en los errores sin aprender, dice el académico y profesor, que acaba de publicar La identidad de los argentinos, libro en el que reúne y ordena lo que grandes ensayistas han escrito sobre el ADN nacional  LA NACION

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