Carlos Somigliana: del Juicio a las Juntas al trabajo de identificar a los caídos en Malvinas
Carlos ‘Maco’ Somigliana es un renombrado antropólogo e investigador argentino. En 1985, con tan solo 24 años, formó parte del equipo del fiscal Julio César Strassera durante el Juicio a las Juntas Militares; puntapié para la creación del Equipo Argentino de Antropología Forense –que tuvo y tiene un rol fundamental en la identificación de los cuerpos de los desaparecidos durante la última dictadura militar– y de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad del Ministerio Público Fiscal de la Nación. También participó en la identificación de los conscriptos argentinos caídos en la guerra de Malvinas, aquellos enterrados en tumbas anónimas que rezaban “Soldado argentino solo conocido por Dios”. De los procesos y la satisfacción de comunicar la confirmación de una identificación, charló con Alejandro Horvat en una nueva entrevista para el ciclo Conversaciones.
– ¿Qué te trajo hasta acá?
– Si uno lo piensa en términos acumulativos, hubo un encuentro con un tema, una fascinación por ese tema y una necesidad de trabajar en ese tema y de resolverlo cuando se puede. Ese impulso es el que hoy me trajo hasta acá.
– ¿Qué edad tenías cuando empezaste a colaborar en el equipo de Strassera?
– 24 años.
– ¿Qué rol tuviste dentro de ese equipo? ¿Cómo te marcó esa experiencia?
– Yo hablo desde mi lugar, pero formaba parte de un equipo. Hay que ser muy cuidadoso para no acaparar, y mantener siempre la perspectiva de que era un grupo de gente que se complementaba, que trabajaba uno al lado del otro sin jerarquías, y que llevamos adelante un trabajo fenomenal en el que no había personajes. Éramos todos iguales. Básicamente, lo que hicimos en ese grupo fue la producción de las audiencias. Ir a entrevistar a los testigos, explicarles cómo iba a ser este juicio, cuál iba a ser la dinámica. Abrir la puerta para que esa gente pudiera decir lo que le había pasado.
Ese fue el trabajo que nos encomendaron, incluido el hecho de tramitar los pasajes para que vengan de las distintas provincias, se acerquen a la fiscalía, se les explique en dónde iban a estar parados… cosas que parecen medio obvias, pero que en ese momento no lo eran. Sobre todo para mucha gente, muchos de ellos sobrevivientes de los centros clandestinos que tenían una enorme dificultad para poder contar eso, porque la sombra de lo que habían pasado era todavía muy fuerte y muy reciente.
– Generar confianza para que crear un clima donde ellos pudieran hablar sin temor…
– Un poco eso, y también que supieran que, en el momento de la audiencia, en el pupitre de la fiscalía iba a haber alguien que los iba a defender. Ese es un rol, entre otros, que yo rescato mucho, y que Strassera cumplió de una manera descomunal. La situación en sí, obviamente, era muy traumática, muy impresionante, y Julio, entre otras cosas, logró transmitir la idea de “Hay alguien que me cuida”. Que el testigo sintiera que había una persona que no iba a dejar que le pasara nada malo. Eso era fundamental, y nosotros éramos el escalón previo.
– ¿Cuáles fueron tus sensaciones durante el juicio?
– Yo era muy joven y, por ahí, no era demasiado consciente de lo trascendental de lo que estaba sucediendo. O lo era de una manera, te diría, muy urgente, porque todo el tiempo estaban pasando cosas.
Yo la pasé maravillosamente bien, era muy interesante cumplir ese rol, personal y grupalmente. No era un rol que se viera, porque en la audiencia, en definitiva, lo importante era lo que el testigo dijera; pero, de alguna manera, éramos lo que facilitábamos que el testigo llegara a estar en el lugar que tenía que estar y a decir lo que tuviera que decir.
– ¿Cuál fue el origen del Equipo Argentino de Antropología Forense?
– En 1984 –el primer año de democracia– pasaron muchísimas cosas. Una de ellas fue el trabajo fundamental de la CONADEP y de Graciela Fernández Meijide. Como parte de ese trabajo se vio qué se podía hacer con algunos temas básicos de deudas democráticas. Un tema eran los nietos y el otro tema eran los desaparecidos. Se recurrió a una entidad (Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia) y ellos mandaron a varias personas, pero fundamentalmente a dos: Mary-Claire King, que estaba empezando a trabajar en genética para poder establecer abuelidad, y Clyde Snow, un antropólogo forense de Oklahoma que trató de establecer si algún elemento documental que el propio estado generaba, podía estar reflejando la actividad que el estado, al mismo tiempo, estaba llevando adelante en términos de represión clandestina. En el umbral más obvio, los certificados de defunción.
La forma era recurrir al trabajo arqueológico para hacer la recuperación como corresponde; estudiar ese esqueleto para ver su características a ver si había coincidencias genéricas con la persona que se estaba buscando y, por último, ver si había algunos rasgos físicos de la persona que estabas buscando que se advertían en la persona que habías encontrado, de manera tal de establecer esa vinculación que se llama identidad. Ese fue el inicio del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Yo ya estaba estudiando antropología en ese momento y conocía a algunos de los integrantes del equipo, en realidad, todos ellos eran estudiantes porque cuando Clyde hace la convocatoria a antropólogos para que lo ayuden en su trabajo, hubo miedos, reticencias, suspicacias. Sería muy largo enumerar todas las cosas que hicieron que los que ya estaban graduados no quisieran o no pudieran comprometerse, y que tuviera que recurrir a estudiantes.
– ¿Cómo fue el ingreso del Equipo Argentino de Antropología Forense en la investigación de los soldados de Malvinas?
– Geoffrey Cardozo fue fundamental. Una persona maravillosa que hizo un trabajo increíble, pero la búsqueda de la identidad de las personas que cayeron en Malvinas, en realidad, es una búsqueda de todos sus compañeros, que llevaron como reivindicación desde el principio, desde que volvieron de Malvinas.
Geoffrey llegó a Malvinas después de la guerra porque era especialista en estrés postraumático. Él llega para hacerse cargo del estrés postraumático de las tropas británicas, pero se dan cuenta que hay otro tipo de estrés mucho más complejo. Lo que hace, básicamente, es recolectar los cuerpos de los soldados argentinos que estaban diseminados en distintas fosas relacionadas con las batallas –algunos habían sido llevados a Puerto Argentino donde había un cementerio, otros habían sido enterrados en una fosa muy grande en Darwin donde fue la primera batalla–, y fijarse entre sus pertenencias para establecer la identidad. Hizo un gran trabajo, fue muy prolijo, se documentó muy bien y consiguió darle la identidad a prácticamente la mitad de esos soldados. Lo cual significa que la otra mitad estaba sin identidad.
A medida que nosotros conseguimos diseñar una herramienta de identificación mucho más eficiente, con la incorporación del ADN, ese viejo problema de Malvinas empezó a ser un problema soluble. Se podía hacer un proceso de identificación en Malvinas de una manera eficiente, corta, satisfaciendo muchos de los problemas de política internacional que esto traía aparejado.
Finalmente, en el año 2017 se pudo hacer el viaje. Lo que se hizo fue hacer exhumaciones e inhumaciones diarias. Se sacaba, se revisaba, se documentaba, se sacaba una pequeña muestra de hueso y se volvía a poner en el mismo sitio. Esto involucró exclusivamente a los soldados que no habían sido identificados por Geoffrey, esos soldados cuyas cruces rezaban “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Se sacaron 123 muestras de personas y hoy quedan cuatro por identificar.
Yo dejé para el final el trabajo que, desde nuestro punto de vista, fue el más hermoso, que fue el ir a las casas de las familias de Malvinas –en la mayoría, sino en todas, había un altar por el soldado que no estaba–, tomar muestras a esas familias, completar el documento que exigía la Cruz Roja Internacional como parámetro y, finalmente, en diciembre del año 2017 se dieron las primeras identificaciones, algo así como 104 o 105. Y la comunicación de esas identificaciones, volviendo a las casas, muchas veces concentrando en Buenos Aires, en Resistencia, en Tucumán, en los distintos lugares donde había familiares, para dar rápidamente la noticia.
– ¿Te tocó ir a contarle a algún familiar de un caído en Malvinas que habían identificado el cuerpo de su hijo, de su hermano?
– Muchas veces. Esa parte del trabajo es lo más hermoso que hay. Es llegar con una respuesta como un cartero; llegar con una respuesta que esa familia está esperando hace mucho, muchísimo tiempo, y cómo en la mayoría de los casos, sino en todos, porque es complejo simplificar, lo que ves es una necesidad de duelo.
– ¿Con quién te gustaría tener una charla y por qué?
– Tengo muchas. Voy a ser muy obvio. Si yo tuviera la posibilidad de decir “Quiero hablar con esta persona”, yo querría hablar con mi viejo.
– ¿Por qué?
– Porque murió cuando yo era muy joven y me encantaría comentarle las cosas que pasaron. Tuvimos la enorme fortuna de trabajar juntos en el juicio ese año, en 1985. Él falleció un par de años después, y hay muchas cosas que en ese momento recién se estaban empezando a manifestar o ni siquiera se habían manifestado, y que después aparecieron. Me encantaría poder hablar de eso.
– ¿Qué creés que te diría sobre tu trabajo?
– Yo tuve la suerte de tener una muy buena relación con él, y me hubiera ayudado mucho mantener ese diálogo. No pudo ser. No sé qué me diría, pero seguro que me ayudaría.
– ¿Un libro o una película que te marcó para siempre?
– Un libro, El idiota de Fiódor Dostoievski. Me encantaba la lectura cuando era adolescente, me sigue encantando ahora que soy viejo, pero como todos los lectores, tuve una época enfermiza adolescente y esa novela me fascinó. También un libro que leí mucho después y que me pareció apasionante en términos históricos es Diario de una temporada en el quinto piso de Juan Carlos Torre. Pero tengo muchos.
Carlos ‘Maco’ Somigliana es un renombrado antropólogo e investigador argentino. En 1985, con tan solo 24 años, formó parte del equipo del fiscal Julio César Strassera durante el Juicio a las Juntas Militares; puntapié para la creación del Equipo Argentino de Antropología Forense –que tuvo y tiene un rol fundamental en la identificación de los cuerpos de los desaparecidos durante la última dictadura militar– y de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad del Ministerio Público Fiscal de la Nación. También participó en la identificación de los conscriptos argentinos caídos en la guerra de Malvinas, aquellos enterrados en tumbas anónimas que rezaban “Soldado argentino solo conocido por Dios”. De los procesos y la satisfacción de comunicar la confirmación de una identificación, charló con Alejandro Horvat en una nueva entrevista para el ciclo Conversaciones.
– ¿Qué te trajo hasta acá?
– Si uno lo piensa en términos acumulativos, hubo un encuentro con un tema, una fascinación por ese tema y una necesidad de trabajar en ese tema y de resolverlo cuando se puede. Ese impulso es el que hoy me trajo hasta acá.
– ¿Qué edad tenías cuando empezaste a colaborar en el equipo de Strassera?
– 24 años.
– ¿Qué rol tuviste dentro de ese equipo? ¿Cómo te marcó esa experiencia?
– Yo hablo desde mi lugar, pero formaba parte de un equipo. Hay que ser muy cuidadoso para no acaparar, y mantener siempre la perspectiva de que era un grupo de gente que se complementaba, que trabajaba uno al lado del otro sin jerarquías, y que llevamos adelante un trabajo fenomenal en el que no había personajes. Éramos todos iguales. Básicamente, lo que hicimos en ese grupo fue la producción de las audiencias. Ir a entrevistar a los testigos, explicarles cómo iba a ser este juicio, cuál iba a ser la dinámica. Abrir la puerta para que esa gente pudiera decir lo que le había pasado.
Ese fue el trabajo que nos encomendaron, incluido el hecho de tramitar los pasajes para que vengan de las distintas provincias, se acerquen a la fiscalía, se les explique en dónde iban a estar parados… cosas que parecen medio obvias, pero que en ese momento no lo eran. Sobre todo para mucha gente, muchos de ellos sobrevivientes de los centros clandestinos que tenían una enorme dificultad para poder contar eso, porque la sombra de lo que habían pasado era todavía muy fuerte y muy reciente.
– Generar confianza para que crear un clima donde ellos pudieran hablar sin temor…
– Un poco eso, y también que supieran que, en el momento de la audiencia, en el pupitre de la fiscalía iba a haber alguien que los iba a defender. Ese es un rol, entre otros, que yo rescato mucho, y que Strassera cumplió de una manera descomunal. La situación en sí, obviamente, era muy traumática, muy impresionante, y Julio, entre otras cosas, logró transmitir la idea de “Hay alguien que me cuida”. Que el testigo sintiera que había una persona que no iba a dejar que le pasara nada malo. Eso era fundamental, y nosotros éramos el escalón previo.
– ¿Cuáles fueron tus sensaciones durante el juicio?
– Yo era muy joven y, por ahí, no era demasiado consciente de lo trascendental de lo que estaba sucediendo. O lo era de una manera, te diría, muy urgente, porque todo el tiempo estaban pasando cosas.
Yo la pasé maravillosamente bien, era muy interesante cumplir ese rol, personal y grupalmente. No era un rol que se viera, porque en la audiencia, en definitiva, lo importante era lo que el testigo dijera; pero, de alguna manera, éramos lo que facilitábamos que el testigo llegara a estar en el lugar que tenía que estar y a decir lo que tuviera que decir.
– ¿Cuál fue el origen del Equipo Argentino de Antropología Forense?
– En 1984 –el primer año de democracia– pasaron muchísimas cosas. Una de ellas fue el trabajo fundamental de la CONADEP y de Graciela Fernández Meijide. Como parte de ese trabajo se vio qué se podía hacer con algunos temas básicos de deudas democráticas. Un tema eran los nietos y el otro tema eran los desaparecidos. Se recurrió a una entidad (Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia) y ellos mandaron a varias personas, pero fundamentalmente a dos: Mary-Claire King, que estaba empezando a trabajar en genética para poder establecer abuelidad, y Clyde Snow, un antropólogo forense de Oklahoma que trató de establecer si algún elemento documental que el propio estado generaba, podía estar reflejando la actividad que el estado, al mismo tiempo, estaba llevando adelante en términos de represión clandestina. En el umbral más obvio, los certificados de defunción.
La forma era recurrir al trabajo arqueológico para hacer la recuperación como corresponde; estudiar ese esqueleto para ver su características a ver si había coincidencias genéricas con la persona que se estaba buscando y, por último, ver si había algunos rasgos físicos de la persona que estabas buscando que se advertían en la persona que habías encontrado, de manera tal de establecer esa vinculación que se llama identidad. Ese fue el inicio del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Yo ya estaba estudiando antropología en ese momento y conocía a algunos de los integrantes del equipo, en realidad, todos ellos eran estudiantes porque cuando Clyde hace la convocatoria a antropólogos para que lo ayuden en su trabajo, hubo miedos, reticencias, suspicacias. Sería muy largo enumerar todas las cosas que hicieron que los que ya estaban graduados no quisieran o no pudieran comprometerse, y que tuviera que recurrir a estudiantes.
– ¿Cómo fue el ingreso del Equipo Argentino de Antropología Forense en la investigación de los soldados de Malvinas?
– Geoffrey Cardozo fue fundamental. Una persona maravillosa que hizo un trabajo increíble, pero la búsqueda de la identidad de las personas que cayeron en Malvinas, en realidad, es una búsqueda de todos sus compañeros, que llevaron como reivindicación desde el principio, desde que volvieron de Malvinas.
Geoffrey llegó a Malvinas después de la guerra porque era especialista en estrés postraumático. Él llega para hacerse cargo del estrés postraumático de las tropas británicas, pero se dan cuenta que hay otro tipo de estrés mucho más complejo. Lo que hace, básicamente, es recolectar los cuerpos de los soldados argentinos que estaban diseminados en distintas fosas relacionadas con las batallas –algunos habían sido llevados a Puerto Argentino donde había un cementerio, otros habían sido enterrados en una fosa muy grande en Darwin donde fue la primera batalla–, y fijarse entre sus pertenencias para establecer la identidad. Hizo un gran trabajo, fue muy prolijo, se documentó muy bien y consiguió darle la identidad a prácticamente la mitad de esos soldados. Lo cual significa que la otra mitad estaba sin identidad.
A medida que nosotros conseguimos diseñar una herramienta de identificación mucho más eficiente, con la incorporación del ADN, ese viejo problema de Malvinas empezó a ser un problema soluble. Se podía hacer un proceso de identificación en Malvinas de una manera eficiente, corta, satisfaciendo muchos de los problemas de política internacional que esto traía aparejado.
Finalmente, en el año 2017 se pudo hacer el viaje. Lo que se hizo fue hacer exhumaciones e inhumaciones diarias. Se sacaba, se revisaba, se documentaba, se sacaba una pequeña muestra de hueso y se volvía a poner en el mismo sitio. Esto involucró exclusivamente a los soldados que no habían sido identificados por Geoffrey, esos soldados cuyas cruces rezaban “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Se sacaron 123 muestras de personas y hoy quedan cuatro por identificar.
Yo dejé para el final el trabajo que, desde nuestro punto de vista, fue el más hermoso, que fue el ir a las casas de las familias de Malvinas –en la mayoría, sino en todas, había un altar por el soldado que no estaba–, tomar muestras a esas familias, completar el documento que exigía la Cruz Roja Internacional como parámetro y, finalmente, en diciembre del año 2017 se dieron las primeras identificaciones, algo así como 104 o 105. Y la comunicación de esas identificaciones, volviendo a las casas, muchas veces concentrando en Buenos Aires, en Resistencia, en Tucumán, en los distintos lugares donde había familiares, para dar rápidamente la noticia.
– ¿Te tocó ir a contarle a algún familiar de un caído en Malvinas que habían identificado el cuerpo de su hijo, de su hermano?
– Muchas veces. Esa parte del trabajo es lo más hermoso que hay. Es llegar con una respuesta como un cartero; llegar con una respuesta que esa familia está esperando hace mucho, muchísimo tiempo, y cómo en la mayoría de los casos, sino en todos, porque es complejo simplificar, lo que ves es una necesidad de duelo.
– ¿Con quién te gustaría tener una charla y por qué?
– Tengo muchas. Voy a ser muy obvio. Si yo tuviera la posibilidad de decir “Quiero hablar con esta persona”, yo querría hablar con mi viejo.
– ¿Por qué?
– Porque murió cuando yo era muy joven y me encantaría comentarle las cosas que pasaron. Tuvimos la enorme fortuna de trabajar juntos en el juicio ese año, en 1985. Él falleció un par de años después, y hay muchas cosas que en ese momento recién se estaban empezando a manifestar o ni siquiera se habían manifestado, y que después aparecieron. Me encantaría poder hablar de eso.
– ¿Qué creés que te diría sobre tu trabajo?
– Yo tuve la suerte de tener una muy buena relación con él, y me hubiera ayudado mucho mantener ese diálogo. No pudo ser. No sé qué me diría, pero seguro que me ayudaría.
– ¿Un libro o una película que te marcó para siempre?
– Un libro, El idiota de Fiódor Dostoievski. Me encantaba la lectura cuando era adolescente, me sigue encantando ahora que soy viejo, pero como todos los lectores, tuve una época enfermiza adolescente y esa novela me fascinó. También un libro que leí mucho después y que me pareció apasionante en términos históricos es Diario de una temporada en el quinto piso de Juan Carlos Torre. Pero tengo muchos.
Fue uno de los impulsores del Equipo Argentino de Antropología Forense, participó del Juicio a las Juntas y trabajó en la identificación de soldados enterrados como NN en Malvinas LA NACION