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Los fortines, cicatrices que todavía cobija la llanura pampeana

La llanura pampeana cobija sus cicatrices. Muchos campos poseen, vecinos a un arroyo o a una laguna, los restos casi invisibles de su presencia; el dibujo apenas esbozado de un foso o la pequeña lomada en donde antiguamente hubo un rancho de “chorizo”, pomposamente denominado: “la comandancia”. Los hubo, siempre con el corral para la caballada agazapado a su vera, de todas las formas posibles: cuadrados, redondos, triangulares, trapezoidales… fueron construidos con variedad de materiales: algunos, los menos, de piedra, los más de corral de palo a pique o pared de panes de adobe. Sus dotaciones conformaron enclaves que albergaron desde cientos de efectivos, a las liliputienses de cuatro soldados y un oficial.

Contrabando: decomisaron 57.600 huevos que no tenían respaldo sanitario

El trazo imborrable de su recuerdo está presente en el imaginario simbólico de la región pampeana, la mayoría de los partidos de la provincia de Buenos Aires cuentan con varios de ellos, y por si esto fuera poco, numerosos centros tradicionalistas y cantidad de establecimientos rurales llevan su nombre: fortín tal o fortín cual.

Hace ya 33 años (otro número simbólico si los hay, “diga treinta y tres” dice el médico; 33 era la edad de Cristo; treinta y tres fueron los famosos Orientales y 33 es el punto máximo del envido en el Truco, que más de un gaucho- soldado habrá jugado, tirando las cartas sobre una carona) que comenzamos con Mariano Ramos a investigar en los restos del Fortín Miñana, en el partido de Azul, provincia de Buenos Aires. Era este un fortín del año 1860, con dotación de veinte soldados desguarnecidos en la infinitud de la llanura. Ese fue el puntapié inicial en la arqueología argentina, les siguieron muchos, estudiados por diversos equipos de arqueólogos en Buenos Aires, La Pampa y el sur de Córdoba.

Estudios

En la actualidad, gracias a estos estudios sabemos bastante acerca de la vida de los fortineros y las fortineras, porque ellas también existieron y malvivieron en esas emblemáticas estructuras militares de campaña. Hace ya algunos años, publiqué en este mismo espacio un par de artículos acerca de los afanes de estas valientes mujeres en la “Conquista del Desierto”, remito a estos, al lector interesado. Centenares de metros cuadrados excavados científicamente en los fortines, nos hicieron comprender mucho mejor la existencia de estas sufridas guarniciones. Sabemos que su dieta alimentaria era fundamentalmente de carne de vaca y oveja, pero también de cerdo y bagre, y de mucho animal de caza, como el ñandú, la vizcacha, la mulita, el peludo y hasta el zorro. Que tomaban ginebra holandesa de marcas como “Hoyteman & co”, cerveza que venía en porrones de grés- cerámico, popularmente conocidos como “de barro”, licores y vinos importados y nacionales; y que usaban vajilla inglesa muchas veces decorada con bordes azules, esas, que habían pasado de moda en la lejana ciudad de Buenos Aires.

El recuerdo de los fortines, en la localidad de Navarro

Sus armas más habituales eran la paciencia y el abnegado sacrificio para soportar las privaciones. El frío glacial del invierno los congelaba y para combatirlo no tenían leña disponible, recuerden que la llanura pampeana carecía de árboles, entonces los fortineros debían juntar bosta y cardo secos para encender unos fuegos mínimos, de llamitas enclenques y azulinas, en donde calentar la sempiterna pava del mate. El estío y sus calcinantes calores traían consigo la sed de las patrullas de exploración, las moscas que agusanaban las heridas de la caballada, y el fuego líquido del sol que caía a plomo derritiendo los sesos del pobre milico estaqueado o preso del susurro sin tiempo del cepo.

Tenían sin embargo, otras armas, pero estas eran escasas y obsoletas. Por ejemplo, el ejército de la Frontera Sud en 1861 poseía, para 938 efectivos desparramados en cantones y fortines, tan sólo 219 sables y 144 armas de fuego, es decir un sable para cuatro soldados y un arma de fuego para seis soldados y medio (cabe acotar que fusiles y carabinas eran viejos rezagos de las guerras napoleónicas, aspecto que cambió recién en la década de 1870- 80, con la llegada del Remington). El resto, se las tenía que aviar con facones y boleadoras. Bolas de boleadora de piedra aparecen en buena cantidad en las excavaciones de los fortines, así como herramientas de tradición aborigen confeccionadas en el mismo material, como raederas para cortar y raspar, y raspadores para raer. Lo cual nos habla de la pobreza de estas guarniciones. Ya lo había dicho claramente el soldado Martín Fierro: “No hay plaga como un fortín para que el hombre padezca”. Tampoco su suerte cambió cuando se terminó la frontera. Los gauchos- soldados conquistaron más de quince mil leguas y no recibieron ni una pizca de estas, ellos que se habían jugado el cuero para obtenerlas y muchos, no vivieron siquiera para contarlo.

El botín

En cantones y fortines, los enfrentamientos contra el aborigen fueron escasos. A los indios les interesaba el botín de ganado en pie de las estancias que se situaban por detrás de la línea de fortines, poco provecho había en atacar estas estructuras, sus miserables guarniciones no poseían casi nada materialmente hablando, y sus caballadas eran infinitamente inferiores a las del indígena. Sí, se llegaban hasta ellos los pulperos volantes, quienes intercambiaban sus productos con los “frutos del país” recabados por el milico de los fortines, lo expresó claramente Hernández en su “Martín Fierro”:

Y cáibamos al cantón/ Con los fletes aplastaos/ Pero a veces medio aviaos/Con plumas y algunos cueros/ Que ay nomás con el pulpero/ Los teníamos negociaos.

Se ha hecho bastante y a la vez queda todavía mucho por hacer. Decenas de artículos y algún que otro libro han dado cuenta de nuestras tareas arqueológicas en los fortines pampeanos. Aunque la enorme mayoría de estas estructuras militares sigue aún sin ser estudiada, porque, al igual que aquellas dotaciones, los recursos destinados a estas investigaciones son mínimos y muchas de ellas se sobrellevan “a pulmón”. No obstante, los arqueólogos que estudiamos fortines y cantones siempre estamos dispuestos a conocer, relevar, medir, fotografiar, filmar y en el mejor de los casos, excavar, un nuevo fortín de manera científica. Que es como debe hacerse, y no de manera aficionada o amateur, en donde cualquier persona munida de un detector de metales hace pozos a tontas y a locas y destruye un contexto que atesora una porción de historia del país, efectuando un daño irrecuperable e irreversible. No se lo merece el lugar en donde vivieron, amaron, maldijeron, fueron felices o desdichados un puñado de personas que forjaron nuestra historia y nuestra identidad.

El autor es arqueólogo

La llanura pampeana cobija sus cicatrices. Muchos campos poseen, vecinos a un arroyo o a una laguna, los restos casi invisibles de su presencia; el dibujo apenas esbozado de un foso o la pequeña lomada en donde antiguamente hubo un rancho de “chorizo”, pomposamente denominado: “la comandancia”. Los hubo, siempre con el corral para la caballada agazapado a su vera, de todas las formas posibles: cuadrados, redondos, triangulares, trapezoidales… fueron construidos con variedad de materiales: algunos, los menos, de piedra, los más de corral de palo a pique o pared de panes de adobe. Sus dotaciones conformaron enclaves que albergaron desde cientos de efectivos, a las liliputienses de cuatro soldados y un oficial.

Contrabando: decomisaron 57.600 huevos que no tenían respaldo sanitario

El trazo imborrable de su recuerdo está presente en el imaginario simbólico de la región pampeana, la mayoría de los partidos de la provincia de Buenos Aires cuentan con varios de ellos, y por si esto fuera poco, numerosos centros tradicionalistas y cantidad de establecimientos rurales llevan su nombre: fortín tal o fortín cual.

Hace ya 33 años (otro número simbólico si los hay, “diga treinta y tres” dice el médico; 33 era la edad de Cristo; treinta y tres fueron los famosos Orientales y 33 es el punto máximo del envido en el Truco, que más de un gaucho- soldado habrá jugado, tirando las cartas sobre una carona) que comenzamos con Mariano Ramos a investigar en los restos del Fortín Miñana, en el partido de Azul, provincia de Buenos Aires. Era este un fortín del año 1860, con dotación de veinte soldados desguarnecidos en la infinitud de la llanura. Ese fue el puntapié inicial en la arqueología argentina, les siguieron muchos, estudiados por diversos equipos de arqueólogos en Buenos Aires, La Pampa y el sur de Córdoba.

Estudios

En la actualidad, gracias a estos estudios sabemos bastante acerca de la vida de los fortineros y las fortineras, porque ellas también existieron y malvivieron en esas emblemáticas estructuras militares de campaña. Hace ya algunos años, publiqué en este mismo espacio un par de artículos acerca de los afanes de estas valientes mujeres en la “Conquista del Desierto”, remito a estos, al lector interesado. Centenares de metros cuadrados excavados científicamente en los fortines, nos hicieron comprender mucho mejor la existencia de estas sufridas guarniciones. Sabemos que su dieta alimentaria era fundamentalmente de carne de vaca y oveja, pero también de cerdo y bagre, y de mucho animal de caza, como el ñandú, la vizcacha, la mulita, el peludo y hasta el zorro. Que tomaban ginebra holandesa de marcas como “Hoyteman & co”, cerveza que venía en porrones de grés- cerámico, popularmente conocidos como “de barro”, licores y vinos importados y nacionales; y que usaban vajilla inglesa muchas veces decorada con bordes azules, esas, que habían pasado de moda en la lejana ciudad de Buenos Aires.

El recuerdo de los fortines, en la localidad de Navarro

Sus armas más habituales eran la paciencia y el abnegado sacrificio para soportar las privaciones. El frío glacial del invierno los congelaba y para combatirlo no tenían leña disponible, recuerden que la llanura pampeana carecía de árboles, entonces los fortineros debían juntar bosta y cardo secos para encender unos fuegos mínimos, de llamitas enclenques y azulinas, en donde calentar la sempiterna pava del mate. El estío y sus calcinantes calores traían consigo la sed de las patrullas de exploración, las moscas que agusanaban las heridas de la caballada, y el fuego líquido del sol que caía a plomo derritiendo los sesos del pobre milico estaqueado o preso del susurro sin tiempo del cepo.

Tenían sin embargo, otras armas, pero estas eran escasas y obsoletas. Por ejemplo, el ejército de la Frontera Sud en 1861 poseía, para 938 efectivos desparramados en cantones y fortines, tan sólo 219 sables y 144 armas de fuego, es decir un sable para cuatro soldados y un arma de fuego para seis soldados y medio (cabe acotar que fusiles y carabinas eran viejos rezagos de las guerras napoleónicas, aspecto que cambió recién en la década de 1870- 80, con la llegada del Remington). El resto, se las tenía que aviar con facones y boleadoras. Bolas de boleadora de piedra aparecen en buena cantidad en las excavaciones de los fortines, así como herramientas de tradición aborigen confeccionadas en el mismo material, como raederas para cortar y raspar, y raspadores para raer. Lo cual nos habla de la pobreza de estas guarniciones. Ya lo había dicho claramente el soldado Martín Fierro: “No hay plaga como un fortín para que el hombre padezca”. Tampoco su suerte cambió cuando se terminó la frontera. Los gauchos- soldados conquistaron más de quince mil leguas y no recibieron ni una pizca de estas, ellos que se habían jugado el cuero para obtenerlas y muchos, no vivieron siquiera para contarlo.

El botín

En cantones y fortines, los enfrentamientos contra el aborigen fueron escasos. A los indios les interesaba el botín de ganado en pie de las estancias que se situaban por detrás de la línea de fortines, poco provecho había en atacar estas estructuras, sus miserables guarniciones no poseían casi nada materialmente hablando, y sus caballadas eran infinitamente inferiores a las del indígena. Sí, se llegaban hasta ellos los pulperos volantes, quienes intercambiaban sus productos con los “frutos del país” recabados por el milico de los fortines, lo expresó claramente Hernández en su “Martín Fierro”:

Y cáibamos al cantón/ Con los fletes aplastaos/ Pero a veces medio aviaos/Con plumas y algunos cueros/ Que ay nomás con el pulpero/ Los teníamos negociaos.

Se ha hecho bastante y a la vez queda todavía mucho por hacer. Decenas de artículos y algún que otro libro han dado cuenta de nuestras tareas arqueológicas en los fortines pampeanos. Aunque la enorme mayoría de estas estructuras militares sigue aún sin ser estudiada, porque, al igual que aquellas dotaciones, los recursos destinados a estas investigaciones son mínimos y muchas de ellas se sobrellevan “a pulmón”. No obstante, los arqueólogos que estudiamos fortines y cantones siempre estamos dispuestos a conocer, relevar, medir, fotografiar, filmar y en el mejor de los casos, excavar, un nuevo fortín de manera científica. Que es como debe hacerse, y no de manera aficionada o amateur, en donde cualquier persona munida de un detector de metales hace pozos a tontas y a locas y destruye un contexto que atesora una porción de historia del país, efectuando un daño irrecuperable e irreversible. No se lo merece el lugar en donde vivieron, amaron, maldijeron, fueron felices o desdichados un puñado de personas que forjaron nuestra historia y nuestra identidad.

El autor es arqueólogo

 Por las investigaciones arqueológicas se sabe cómo era la difícil vida en esas construcciones  LA NACION

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