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Está por terminar el secundario, trabaja y, aunque sueña con ser médico, va a estudiar enfermería: “Es difícil para alguien que viene de donde vengo yo”

“Hola profe”, le dice un niño a Manuel Sosa, un adolescente de 18 años, cuando se cruzan en una de las calles angostas del barrio Ramón Carrillo, en Villa Soldati. Manu salió de la escuela donde cursa 5° año en el turno mañana y camina junto a LA NACION rumbo a su casa. Tiene una hora para dejar lista una tarea que debe presentar mañana en una materia y prepararse para salir a trabajar. Hoy le toca hasta las 10 de la noche. “Los fines de semana me quedo trabajando hasta la 1″, dice como quitándole dramatismo al asunto.

Cada vez que el estudio y el trabajo se lo permiten, Manuel se suma al equipo de profesores y voluntarios del club de la parroquia Virgen Inmaculada, a la que también pertenece su colegio. Allí promueven el deporte y las actividades culturales entre niños y adolescentes. Buscan que los más grandes se vuelvan referentes de los más chicos. Por eso, a Manu le divierte, pero también le enorgullece, cruzarse con niños y que le dicen “profe”.

Ser profesor es una posibilidad que empezó a barajar a futuro, aunque el sueño que anida en su corazón desde su infancia no es la docencia sino la medicina. “Ser médico te da prestigio. Pero también te permite ayudar. Imaginate que me digan: ‘doctor Manuel’. Suena lindo, ¿no?”, fantasea con una sonrisa.

Este adolescente alto y con cara de niño vive desde hace 10 años en este barrio popular de la zona sur de CABA. Antes vivía en Merlo junto a su mamá. “Nos mudamos por acá para que ella tuviera más cerca el trabajo”, explica.

Una vez en CABA, transitó por todas las propuestas del club mientras ella trabajaba como empleada doméstica y en el cuidado de adultos mayores. “Si un pibe no tiene apoyo en su casa, ¿quién lo acompaña? Por eso, en la parroquia nos dicen que un chico en el club es un chico menos en la droga”, dirá un poco hablando de él y otro poco hablando de los chicos del barrio.

Pero sus días entre la escuela y el club cambiaron en abril de este año, cuando todavía tenía 17. Fue cuando empezó a trabajar en una hamburguesería ubicada en Caballito para colaborar con la economía de su casa. Desde entonces, la mayor parte de su tiempo se divide entre el trabajo y el estudio. “En el trabajo me pagan por hora, así que los fines de semana trato de cubrir turnos de compañeros para hacer más plata”, explica.

Ahora que trabaja le gustaría cambiar la computadora usada que se compró en el verano, después de una changa en albañilería. Pero no logra ahorrar lo suficiente. La mitad del sueldo –y a veces más– se lo da a su mamá para ayudar a cubrir los gastos de la casa: un departamento angosto en la planta baja que se ensancha en el primer piso y en la terraza. “Mi mamá sabe qué es lo que se necesita mejor que yo”, dice. “Yo me guardo algo para las salidas, pero no sé administrarlo bien, me lo gasto rápido”, agrega con resignación.

Mientras se dispone a hacer la tarea con el celular porque la computadora no le arranca, Manuel reconoce que este último tramo del año le está costando bastante. “Siempre fui muy buen alumno, pero este año bajé el rendimiento. Al sumarle el trabajo, estoy muy cansado. Como mi mamá se va temprano a trabajar, siempre me organicé solo, sin problema. Pero ahora me quedo dormido. Por suerte en el colegio me entienden”, explica.

¿Qué posibilidades tiene un chico pobre de terminar la secundaria?

Una carrera de obstáculos

En los sectores populares, transitar la secundaria y terminarla en tiempo y forma es un desafío que no todos los adolescentes logran atravesar. Algunos docentes lo comparan con una carrera de obstáculos. La afirmación va en sintonía con un trabajo del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA que detectó 12 barreras que se interponen entre un chico que vive en la pobreza y su objetivo de terminar la secundaria. Esos obstáculos operan como barreras que hacen que los chicos de esos contextos tengan seis veces menos probabilidades de terminar el secundario que alguien que se puede dedicar por completo al estudio.

Esas desventajas son saltearse comidas; tener que cuidar a hermanos o limpiar la casa; hacer changas para colaborar con la economía familiar; vivir en casas precarias, sin computadora ni internet; convivir con muchos familiares o hasta amigos, y llegar a tener que compartir la cama con otra persona. Son chicos a los que les cuesta referenciarse en sus padres porque ellos no terminaron la escuela. No los suelen llevar a controles médicos, no van a un club ni hacen actividad física, no leen ni tienen a mano libros, revistas o diarios y viven con solo uno de sus padres.

Para entender la dimensión del problema basta detallar que en nuestro país hay 923.000 adolescentes de entre 12 y 17 años que viven en hogares pobres y tienen cinco o más de estas desventajas que obstaculizan las probabilidades de terminar el secundario. Son casi un millón de chicos que empiezan la secundaria con ganas y sueños, y que el contexto en el que viven los saca de carrera.

Natalia Brinatti es la coordinadora pedagógica del Instituto Parroquial Virgen Inmaculada, el colegio de Manuel, uno de los cinco colegios parroquiales de cuota cero en CABA. La docente es muy gráfica al enumerar los obstáculos con los que se encuentran sus alumnos. “A partir de 3° año, la mayoría estudia y trabaja, ya sea porque hace changas o porque cuida a sus hermanitos cuando los padres trabajan. Todo el tiempo te preguntan el sentido de hacer ese doble esfuerzo. La respuesta más frecuente que se les da es: ‘Porque hasta las empresas de limpieza piden el secundario’. Y te miran como diciendo: ‘¿En serio es ese el horizonte?’”, cuenta. “Es un horizonte poco alentador para impulsarlos a seguir”.

“Muchos pibes trabajan con el carro”

El contexto en el que viven estos chicos les deja poco espacio para soñar. En los 10 años que Manuel lleva en el barrio, cuenta que conoció a muchos chicos con todo el potencial, pero nada de oportunidades para convertir esos sueños en realidad.

“En el barrio es complicado seguir los sueños. Muchos pibes están en la calle o trabajan con el carro. Ellos no tuvieron una posibilidad real de estudiar. Otros trabajan y estudian, pero es complicado”, dice. “Si tenés que estudiar para una prueba que tenés al día siguiente, pero ese día trabajás hasta la noche, se hace muy difícil”, sostiene, y parece que hablara más de él que de su entorno.

Ahora, que casi termina 5° año y llegó el momento de tomar decisiones sobre el futuro, Manuel empezó a replantearse su sueño. Aunque casi puede tocar el título secundario con la punta de los dedos, siente que la universidad queda a una galaxia de distancia de su barrio.

“Desde chiquito dije que quería estudiar medicina, pero ahora crecí y veo que es difícil trabajar y sostener los estudios para alguien que viene de donde vengo yo. Así que estoy pensando en ser enfermero o profe de educación física, aunque no sé si es lo que quiero. Estoy dudando de todo”, reconoce.

De lo que sí está seguro, es de que no ve a la Medicina como el medio para salir del barrio. “Si fuera médico, me quedaría acá en donde vivo”, dice convencido. “Sería mi manera de ayudar y también de mostrar que si uno se esfuerza, los sueños se pueden realidad”.

Más información:

Si querés ayudar a que Manuel Sosa estudie en mejores condiciones o pueda cumplir su sueño de estudiar Medicina, podés contactarte con el Colegio Parroquial Virgen Inmaculada, que también recibe ayuda para el resto de sus alumnos. Comunicate por mail a institutovirgeninmaculada@gmail.com

“Hola profe”, le dice un niño a Manuel Sosa, un adolescente de 18 años, cuando se cruzan en una de las calles angostas del barrio Ramón Carrillo, en Villa Soldati. Manu salió de la escuela donde cursa 5° año en el turno mañana y camina junto a LA NACION rumbo a su casa. Tiene una hora para dejar lista una tarea que debe presentar mañana en una materia y prepararse para salir a trabajar. Hoy le toca hasta las 10 de la noche. “Los fines de semana me quedo trabajando hasta la 1″, dice como quitándole dramatismo al asunto.

Cada vez que el estudio y el trabajo se lo permiten, Manuel se suma al equipo de profesores y voluntarios del club de la parroquia Virgen Inmaculada, a la que también pertenece su colegio. Allí promueven el deporte y las actividades culturales entre niños y adolescentes. Buscan que los más grandes se vuelvan referentes de los más chicos. Por eso, a Manu le divierte, pero también le enorgullece, cruzarse con niños y que le dicen “profe”.

Ser profesor es una posibilidad que empezó a barajar a futuro, aunque el sueño que anida en su corazón desde su infancia no es la docencia sino la medicina. “Ser médico te da prestigio. Pero también te permite ayudar. Imaginate que me digan: ‘doctor Manuel’. Suena lindo, ¿no?”, fantasea con una sonrisa.

Este adolescente alto y con cara de niño vive desde hace 10 años en este barrio popular de la zona sur de CABA. Antes vivía en Merlo junto a su mamá. “Nos mudamos por acá para que ella tuviera más cerca el trabajo”, explica.

Una vez en CABA, transitó por todas las propuestas del club mientras ella trabajaba como empleada doméstica y en el cuidado de adultos mayores. “Si un pibe no tiene apoyo en su casa, ¿quién lo acompaña? Por eso, en la parroquia nos dicen que un chico en el club es un chico menos en la droga”, dirá un poco hablando de él y otro poco hablando de los chicos del barrio.

Pero sus días entre la escuela y el club cambiaron en abril de este año, cuando todavía tenía 17. Fue cuando empezó a trabajar en una hamburguesería ubicada en Caballito para colaborar con la economía de su casa. Desde entonces, la mayor parte de su tiempo se divide entre el trabajo y el estudio. “En el trabajo me pagan por hora, así que los fines de semana trato de cubrir turnos de compañeros para hacer más plata”, explica.

Ahora que trabaja le gustaría cambiar la computadora usada que se compró en el verano, después de una changa en albañilería. Pero no logra ahorrar lo suficiente. La mitad del sueldo –y a veces más– se lo da a su mamá para ayudar a cubrir los gastos de la casa: un departamento angosto en la planta baja que se ensancha en el primer piso y en la terraza. “Mi mamá sabe qué es lo que se necesita mejor que yo”, dice. “Yo me guardo algo para las salidas, pero no sé administrarlo bien, me lo gasto rápido”, agrega con resignación.

Mientras se dispone a hacer la tarea con el celular porque la computadora no le arranca, Manuel reconoce que este último tramo del año le está costando bastante. “Siempre fui muy buen alumno, pero este año bajé el rendimiento. Al sumarle el trabajo, estoy muy cansado. Como mi mamá se va temprano a trabajar, siempre me organicé solo, sin problema. Pero ahora me quedo dormido. Por suerte en el colegio me entienden”, explica.

¿Qué posibilidades tiene un chico pobre de terminar la secundaria?

Una carrera de obstáculos

En los sectores populares, transitar la secundaria y terminarla en tiempo y forma es un desafío que no todos los adolescentes logran atravesar. Algunos docentes lo comparan con una carrera de obstáculos. La afirmación va en sintonía con un trabajo del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA que detectó 12 barreras que se interponen entre un chico que vive en la pobreza y su objetivo de terminar la secundaria. Esos obstáculos operan como barreras que hacen que los chicos de esos contextos tengan seis veces menos probabilidades de terminar el secundario que alguien que se puede dedicar por completo al estudio.

Esas desventajas son saltearse comidas; tener que cuidar a hermanos o limpiar la casa; hacer changas para colaborar con la economía familiar; vivir en casas precarias, sin computadora ni internet; convivir con muchos familiares o hasta amigos, y llegar a tener que compartir la cama con otra persona. Son chicos a los que les cuesta referenciarse en sus padres porque ellos no terminaron la escuela. No los suelen llevar a controles médicos, no van a un club ni hacen actividad física, no leen ni tienen a mano libros, revistas o diarios y viven con solo uno de sus padres.

Para entender la dimensión del problema basta detallar que en nuestro país hay 923.000 adolescentes de entre 12 y 17 años que viven en hogares pobres y tienen cinco o más de estas desventajas que obstaculizan las probabilidades de terminar el secundario. Son casi un millón de chicos que empiezan la secundaria con ganas y sueños, y que el contexto en el que viven los saca de carrera.

Natalia Brinatti es la coordinadora pedagógica del Instituto Parroquial Virgen Inmaculada, el colegio de Manuel, uno de los cinco colegios parroquiales de cuota cero en CABA. La docente es muy gráfica al enumerar los obstáculos con los que se encuentran sus alumnos. “A partir de 3° año, la mayoría estudia y trabaja, ya sea porque hace changas o porque cuida a sus hermanitos cuando los padres trabajan. Todo el tiempo te preguntan el sentido de hacer ese doble esfuerzo. La respuesta más frecuente que se les da es: ‘Porque hasta las empresas de limpieza piden el secundario’. Y te miran como diciendo: ‘¿En serio es ese el horizonte?’”, cuenta. “Es un horizonte poco alentador para impulsarlos a seguir”.

“Muchos pibes trabajan con el carro”

El contexto en el que viven estos chicos les deja poco espacio para soñar. En los 10 años que Manuel lleva en el barrio, cuenta que conoció a muchos chicos con todo el potencial, pero nada de oportunidades para convertir esos sueños en realidad.

“En el barrio es complicado seguir los sueños. Muchos pibes están en la calle o trabajan con el carro. Ellos no tuvieron una posibilidad real de estudiar. Otros trabajan y estudian, pero es complicado”, dice. “Si tenés que estudiar para una prueba que tenés al día siguiente, pero ese día trabajás hasta la noche, se hace muy difícil”, sostiene, y parece que hablara más de él que de su entorno.

Ahora, que casi termina 5° año y llegó el momento de tomar decisiones sobre el futuro, Manuel empezó a replantearse su sueño. Aunque casi puede tocar el título secundario con la punta de los dedos, siente que la universidad queda a una galaxia de distancia de su barrio.

“Desde chiquito dije que quería estudiar medicina, pero ahora crecí y veo que es difícil trabajar y sostener los estudios para alguien que viene de donde vengo yo. Así que estoy pensando en ser enfermero o profe de educación física, aunque no sé si es lo que quiero. Estoy dudando de todo”, reconoce.

De lo que sí está seguro, es de que no ve a la Medicina como el medio para salir del barrio. “Si fuera médico, me quedaría acá en donde vivo”, dice convencido. “Sería mi manera de ayudar y también de mostrar que si uno se esfuerza, los sueños se pueden realidad”.

Más información:

Si querés ayudar a que Manuel Sosa estudie en mejores condiciones o pueda cumplir su sueño de estudiar Medicina, podés contactarte con el Colegio Parroquial Virgen Inmaculada, que también recibe ayuda para el resto de sus alumnos. Comunicate por mail a institutovirgeninmaculada@gmail.com Manuel Sosa tiene 18 años y vive en Villa Soldati; cursa 5° año mientras, en paralelo, es empleado en una hamburguesería; “En el barrio es complicado seguir los sueños”, asegura  LA NACION

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