“La reserva natural más pequeña del mundo”: el inusual menú que diseñó un chef con ingredientes que recolecta de su vereda
“Queremos hacer de nuestra vereda la reserva natural más pequeña del mundo”, dice el chef Saúl Lencina desde su restaurante en un barrio en las afueras de Posadas. Su menú ofrece hongos, raíces, frutas y productos que recolecta en este lugar, pero también en los baldíos y en la propia selva. Un detalle genera fascinación y es la razón de su éxito, el salón solo tiene una única mesa. “Queremos que cuando salgas puedas decir que te comiste Misiones”, confiesa Lencina.
“Más de 50 especies vegetales”, son las que halló Lencina en su vereda, también hongos, insectos y aves. “Es una selva”, grafica. Su idea es la de provocar un efecto contagio en el entorno urbano, y la viabilidad de recuperar y preservar espacios verdes en una ciudad como Posadas, donde el monte nativo invade sus calles pintorescas.
En más de una década de trabajo encontró más de 100 de estas especies comestibles, entre frutas, hongos, flores, cortezas y raíces. “Una vereda puede tener mucho alimento”, afirma.
La fuente de su inspiración para montar su menú, de diez pasos, es este ecosistema urbano, su selva personal frente a su íntimo restaurante donde se expresa la intensa vida natural misionera, ecléctica y guaraní. Las medidas de este oasis son de dieciocho metros de largo por dos de ancho, en una esquina del barrio Miguel Lanús. “No es el barrio más lindo de Posadas ni el que tiene mejor fama”, dice Lencina.
“No es un restaurante típico”, indica. Poytava, la casa del Chef, así se llama y se concibe como un emprendimiento familiar, con un fuerte impacto social. La esposa de Lencina, Ángeles de Muro, y sus hijos ayudan en la recolección y en los quehaceres propios del sostenimiento de esta idea que se mueve con un precepto: contar la cultura de la tierra colorada y los aromas de las comunidades mbya guaraní.
Pasos
Su única mesa se presenta como una plataforma para sorprender. Todo se halla a poca distancia, el juego es personal y las miradas se cruzan. La cocina está a menos de cuatro metros de la mesa, el propio Lencina se acerca con los platos. Hongos, flores, hojas, semillas, raíces la decoran y todo se puede comer. Los platos impactan, las frutas, seducen: cerella, mburucuyá, guayaba, aguí, inga, guabiyú, jabuticaba y la estelar pitanga. “Queremos sacar a las personas de su zona de confort”, reclama Lencina.
“En la incomodidad, los animales nos ponemos alertas”, reflexiona. Su cocina, de corte popular y elevada, a la vez, juega con lo visual y conceptual. ¿Cuál es la reacción natural ante este estupor gastronómico? “Estar alertas y abrir los sentidos”, afirma. Su guion se sostiene en este estado. “Buscamos eso: que el comensal desconfíe: y ahí atacamos”, cuenta. No sirven bebidas carbonatadas de marca, hacen sus propias gaseosas, como la de pitanga.
“Queremos que cuando terminés sientas que te comiste a Misiones”, explica Lencina. Entonces, como en los actos de un ballet, los platos entran en escena, algunos etéreos y delicados, otros determinantes y centellantes.
Por ejemplo, se abre con un yogurt de Ka´a Piky (hierba medicinal), mamón con queso. A continuación, Mbeju de hongos, jabuticaba, pitanga, ubajai, y flores comestibles. Se sigue con feijoada, agaricus y calvatia frescos y en escabeche, y pickles de auricularia (todos hongos). El próximo paso viene con una sopa Borsch (de origen ucraniano, de remolacha), Patí, chutney de nísperos, y como epílogo jabuticaba y chocolate, fruta en almíbar y helado de algunas de las que se encuentren en estación.
“Se come lo que hay en ese momento en la vereda, la estación manda”, dice Lencina. “La fruta no es postre, es alimento”, enfatiza. Entonces se la ve en pasos que en cocinas tradicionales no estarían.
“En cada plato hay muchas historias”, cuenta Lencina. Son contadas en esa solitaria y singular mesa. La tradición guaraní, pero también las de la corriente inmigratoria, en una explosiva y original mixtura, las diferentes sangres y costumbres se fueron fundiendo en Misiones. El resultado es una paleta de sabores únicos. “Comerte una región”, proclama Lencina, así es la experiencia.
Búsqueda
Que sea en un barrio donde se ven kioscos, comercios propios de un entorno de clase media, sin ningún otro restaurante más que “Poytava”, y que por, sobre todo, solo tenga una mesa, lo vuelve por lo menos una rara avis. En ese territorio, Lencina se desenvuelva con comodidad. Tuvo durante muchos años su espacio en la costanera de Posadas, atildada, tradicional y, sobre todo, bella. Es un balcón al río Paraná. Allí se mostró y se expuso, fue finalista del Prix Baron B. “Necesitaba algo más íntimo”, indica.
Cerró el restaurante en plena temporada alta. No lo dudó, y arriesgó. Y comenzó a planear su búsqueda. Se fue a Profundidad, un pequeño pueblo de casas coloridas alrededor de la exuberante vegetación. No conforme con la lejanía, se situó en una casa perdida en la selva. Allí montó nuevamente “Poytava”, y lo hizo iniciando el concepto que continua en la actualidad: con una sola mesa.
Remota y casi inaccesible, a la casa llegaban los comensales con coordenadas. Entre palmeras pindó, guembes, helechos, el sendero colorado, al rojo vivo, conducía al destino. Saúl recibía con una sonrisa, pero también con un gin tonic de hongos. Una crecida del río hizo que el lugar no fuera más viable y allí entendió que debía regresar a Posadas, pero no tanto así. No iba a repetir lo mismo: tener un restaurante en el centro. Al lado de su casa posadeña tenía un depósito, ese espacio y la vereda fueron las señales que buscaba.
“Sentimos que era acá, en el barrio”, dice Lencina. Lejos de las luces y cerca de la gente, de sus vecinos. “Tenemos muy en claro que somos cocineros y tenemos que vender comida”, afirma. “Tiene que ser rica y debe llenarte: eso no se negocia”, agrega. Lejos de las tendencias, alejado de la movida turística de Posadas, de las rutas de las agencias, abrió hace un año y la idea atrae a cada vez más curiosos de todas partes del país y del mundo.
La zona
El barrio Miguel Lanús comenzó a acostumbrarse a ver personas merodear por la vereda que semeja un atolón de hojas, frutas y plantas en la tranquilidad de las casas bajas. “Estamos esperando la designación oficial de la Municipalidad”, afirma Lencina. Pródigo, el ecosistema frente al restaurante convive entre niños en bicicletas, autos y la propia dinámica social del barrio.
“Algunos vecinos no entienden cómo no cortamos ‘el pasto’”, sostiene De Muro, parte fundamental del proyecto “Poytava”. Ese pasto es el maná para el matrimonio, base del menú. “Algunos también reconocen algunos yuyos que se consumen en el tereré”, cuenta. La apuesta es que en un corto plazo sea declarada reserva, en este caso, la más mínima del mundo, así lo entiende la familia. “Soy recolector”, confiesa Lencina, antes que cocinero.
El restaurante es una caja de Pandora, las reservas llegan y muchas veces los comensales son desconocidos. “Se vive un ambiente muy relajado, como en la intimidad de una casa donde los amigos de los anfitriones no se conocen entre sí, pero la noche siempre termina de una manera maravillosa”, describe De Muro la experiencia, íntima sobre todo.
“Siempre es una sorpresa”, manifiesta Emilse Zapponi cocinera y abogada. Trabajó con Lencina, pero también es clienta de “Poytava”. Compartir la mesa en una ceremonia alejada de protocolos y clichés genera también nuevos códigos, sobre todo, movidos por las emociones. A veces pasa que hay personas de otros países. “La gastronomía une a la gente, no es necesario hablar”, afirma. Los frutos de la tierra colorada tienen encanto. “De repente sentís que tenés muchas cosas en común con la persona que tenés enfrente y no conocías”, afirma Zapponi.
Recuerda una degustación de bombones misioneros, entre ellos uno hecho con yacaratiá, la única madera comestible del mundo.
“La mesa es una entrada a la selva misionera”, describe Zapponi. “Las modas tienen una vida corta”, dice Lencina. “La cosa gigante ya no funciona en gastronomía”, agrega. Su respuesta es la antípoda: “Una sola mesa, y nada más”, concluye Lencina.
“Queremos hacer de nuestra vereda la reserva natural más pequeña del mundo”, dice el chef Saúl Lencina desde su restaurante en un barrio en las afueras de Posadas. Su menú ofrece hongos, raíces, frutas y productos que recolecta en este lugar, pero también en los baldíos y en la propia selva. Un detalle genera fascinación y es la razón de su éxito, el salón solo tiene una única mesa. “Queremos que cuando salgas puedas decir que te comiste Misiones”, confiesa Lencina.
“Más de 50 especies vegetales”, son las que halló Lencina en su vereda, también hongos, insectos y aves. “Es una selva”, grafica. Su idea es la de provocar un efecto contagio en el entorno urbano, y la viabilidad de recuperar y preservar espacios verdes en una ciudad como Posadas, donde el monte nativo invade sus calles pintorescas.
En más de una década de trabajo encontró más de 100 de estas especies comestibles, entre frutas, hongos, flores, cortezas y raíces. “Una vereda puede tener mucho alimento”, afirma.
La fuente de su inspiración para montar su menú, de diez pasos, es este ecosistema urbano, su selva personal frente a su íntimo restaurante donde se expresa la intensa vida natural misionera, ecléctica y guaraní. Las medidas de este oasis son de dieciocho metros de largo por dos de ancho, en una esquina del barrio Miguel Lanús. “No es el barrio más lindo de Posadas ni el que tiene mejor fama”, dice Lencina.
“No es un restaurante típico”, indica. Poytava, la casa del Chef, así se llama y se concibe como un emprendimiento familiar, con un fuerte impacto social. La esposa de Lencina, Ángeles de Muro, y sus hijos ayudan en la recolección y en los quehaceres propios del sostenimiento de esta idea que se mueve con un precepto: contar la cultura de la tierra colorada y los aromas de las comunidades mbya guaraní.
Pasos
Su única mesa se presenta como una plataforma para sorprender. Todo se halla a poca distancia, el juego es personal y las miradas se cruzan. La cocina está a menos de cuatro metros de la mesa, el propio Lencina se acerca con los platos. Hongos, flores, hojas, semillas, raíces la decoran y todo se puede comer. Los platos impactan, las frutas, seducen: cerella, mburucuyá, guayaba, aguí, inga, guabiyú, jabuticaba y la estelar pitanga. “Queremos sacar a las personas de su zona de confort”, reclama Lencina.
“En la incomodidad, los animales nos ponemos alertas”, reflexiona. Su cocina, de corte popular y elevada, a la vez, juega con lo visual y conceptual. ¿Cuál es la reacción natural ante este estupor gastronómico? “Estar alertas y abrir los sentidos”, afirma. Su guion se sostiene en este estado. “Buscamos eso: que el comensal desconfíe: y ahí atacamos”, cuenta. No sirven bebidas carbonatadas de marca, hacen sus propias gaseosas, como la de pitanga.
“Queremos que cuando terminés sientas que te comiste a Misiones”, explica Lencina. Entonces, como en los actos de un ballet, los platos entran en escena, algunos etéreos y delicados, otros determinantes y centellantes.
Por ejemplo, se abre con un yogurt de Ka´a Piky (hierba medicinal), mamón con queso. A continuación, Mbeju de hongos, jabuticaba, pitanga, ubajai, y flores comestibles. Se sigue con feijoada, agaricus y calvatia frescos y en escabeche, y pickles de auricularia (todos hongos). El próximo paso viene con una sopa Borsch (de origen ucraniano, de remolacha), Patí, chutney de nísperos, y como epílogo jabuticaba y chocolate, fruta en almíbar y helado de algunas de las que se encuentren en estación.
“Se come lo que hay en ese momento en la vereda, la estación manda”, dice Lencina. “La fruta no es postre, es alimento”, enfatiza. Entonces se la ve en pasos que en cocinas tradicionales no estarían.
“En cada plato hay muchas historias”, cuenta Lencina. Son contadas en esa solitaria y singular mesa. La tradición guaraní, pero también las de la corriente inmigratoria, en una explosiva y original mixtura, las diferentes sangres y costumbres se fueron fundiendo en Misiones. El resultado es una paleta de sabores únicos. “Comerte una región”, proclama Lencina, así es la experiencia.
Búsqueda
Que sea en un barrio donde se ven kioscos, comercios propios de un entorno de clase media, sin ningún otro restaurante más que “Poytava”, y que por, sobre todo, solo tenga una mesa, lo vuelve por lo menos una rara avis. En ese territorio, Lencina se desenvuelva con comodidad. Tuvo durante muchos años su espacio en la costanera de Posadas, atildada, tradicional y, sobre todo, bella. Es un balcón al río Paraná. Allí se mostró y se expuso, fue finalista del Prix Baron B. “Necesitaba algo más íntimo”, indica.
Cerró el restaurante en plena temporada alta. No lo dudó, y arriesgó. Y comenzó a planear su búsqueda. Se fue a Profundidad, un pequeño pueblo de casas coloridas alrededor de la exuberante vegetación. No conforme con la lejanía, se situó en una casa perdida en la selva. Allí montó nuevamente “Poytava”, y lo hizo iniciando el concepto que continua en la actualidad: con una sola mesa.
Remota y casi inaccesible, a la casa llegaban los comensales con coordenadas. Entre palmeras pindó, guembes, helechos, el sendero colorado, al rojo vivo, conducía al destino. Saúl recibía con una sonrisa, pero también con un gin tonic de hongos. Una crecida del río hizo que el lugar no fuera más viable y allí entendió que debía regresar a Posadas, pero no tanto así. No iba a repetir lo mismo: tener un restaurante en el centro. Al lado de su casa posadeña tenía un depósito, ese espacio y la vereda fueron las señales que buscaba.
“Sentimos que era acá, en el barrio”, dice Lencina. Lejos de las luces y cerca de la gente, de sus vecinos. “Tenemos muy en claro que somos cocineros y tenemos que vender comida”, afirma. “Tiene que ser rica y debe llenarte: eso no se negocia”, agrega. Lejos de las tendencias, alejado de la movida turística de Posadas, de las rutas de las agencias, abrió hace un año y la idea atrae a cada vez más curiosos de todas partes del país y del mundo.
La zona
El barrio Miguel Lanús comenzó a acostumbrarse a ver personas merodear por la vereda que semeja un atolón de hojas, frutas y plantas en la tranquilidad de las casas bajas. “Estamos esperando la designación oficial de la Municipalidad”, afirma Lencina. Pródigo, el ecosistema frente al restaurante convive entre niños en bicicletas, autos y la propia dinámica social del barrio.
“Algunos vecinos no entienden cómo no cortamos ‘el pasto’”, sostiene De Muro, parte fundamental del proyecto “Poytava”. Ese pasto es el maná para el matrimonio, base del menú. “Algunos también reconocen algunos yuyos que se consumen en el tereré”, cuenta. La apuesta es que en un corto plazo sea declarada reserva, en este caso, la más mínima del mundo, así lo entiende la familia. “Soy recolector”, confiesa Lencina, antes que cocinero.
El restaurante es una caja de Pandora, las reservas llegan y muchas veces los comensales son desconocidos. “Se vive un ambiente muy relajado, como en la intimidad de una casa donde los amigos de los anfitriones no se conocen entre sí, pero la noche siempre termina de una manera maravillosa”, describe De Muro la experiencia, íntima sobre todo.
“Siempre es una sorpresa”, manifiesta Emilse Zapponi cocinera y abogada. Trabajó con Lencina, pero también es clienta de “Poytava”. Compartir la mesa en una ceremonia alejada de protocolos y clichés genera también nuevos códigos, sobre todo, movidos por las emociones. A veces pasa que hay personas de otros países. “La gastronomía une a la gente, no es necesario hablar”, afirma. Los frutos de la tierra colorada tienen encanto. “De repente sentís que tenés muchas cosas en común con la persona que tenés enfrente y no conocías”, afirma Zapponi.
Recuerda una degustación de bombones misioneros, entre ellos uno hecho con yacaratiá, la única madera comestible del mundo.
“La mesa es una entrada a la selva misionera”, describe Zapponi. “Las modas tienen una vida corta”, dice Lencina. “La cosa gigante ya no funciona en gastronomía”, agrega. Su respuesta es la antípoda: “Una sola mesa, y nada más”, concluye Lencina.
Poytava es el restaurante que comanda Saúl Lencina en un barrio de Posadas; ofrece un carta de diez pasos LA NACION