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Las universidades pueden financiarse de otra forma

Nuestros gobiernos han venido ignorando sistemáticamente desde hace muchos años que la investigación científica es la principal actividad de las universidades. Ya en los años 30 del siglo pasado, el premio Nobel Bernardo Houssay observaba cómo los países avanzados realizaban investigaciones que, transferidas a las industrias, generaban crecimiento económico. Por ello afirmaba: “Los países son ricos porque investigan y no es que investigan porque son ricos”. Agregaba que si una universidad no investiga y no genera conocimientos, no es más que una “escuela técnica”. En aquellos tiempos, Albert Einstein pronosticaba que “los imperios del futuro se construirán sobre el conocimiento”.

Por ello, en 1963, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) decidió medir las inversiones en investigación y desarrollo (I+D) como motor principal del crecimiento económico. La estadística muestra que los países más avanzados son los que más invierten en I+D. Brasil, primera economía latinoamericana y entre las primeras del mundo, es la única de la región que invierte más del 1% del PBI en I+D: 1,17%. La Argentina invierte el 0,52%, por debajo del promedio de América Latina y el Caribe (0,61%). Estados Unidos, primera economía mundial, invierte el 3,46% de su PBI. China, segunda economía mundial, el 2,43%.

Con estos antecedentes, un análisis de la Fundación Sales muestra que las más grandes universidades del mundo tienen una fuente muy importante de recursos cuando cobran regalías de las empresas que toman sus conocimientos, por los que logran y comercializan tecnologías y productos innovadores. De las 68 universidades públicas y 52 privadas de la Argentina, muy pocas son las que investigan.

Más grave aún es que nuestras universidades, en su mayoría, no protegen sus conocimientos. Cuando un científico publica un trabajo innovador en un paper internacional o lo hace público en un congreso, sin estar previamente protegido por una patente, pasa a ser de dominio público y puede apropiárselo otro país. Lo comprobaron profesores de la Universidad Nacional de Quilmes en dos investigaciones publicadas en el Journal of Technology Management & Innovation (2012 y 2018). En la primera, detectaron que laboratorios farmacéuticos internacionales, universidades y centros de investigación del exterior patentaron conocimientos de calificados científicos de esa universidad. La segunda investigación mostró que EE.UU., Inglaterra, China, Alemania, Francia, Canadá y otros países se habían apropiado de conocimientos de 94 científicos argentinos financiados por el Estado. Con ese conocimiento regalado obtuvieron innovaciones que protegieron con 341 patentes, pudiendo transferirlas a industrias y cobrar las regalías correspondientes. Hasta puede ocurrir que importemos tecnologías logradas por esa inteligencia graciosamente regalada. Las más importantes universidades del mundo tienen oficinas de propiedad intelectual, que exigen a los científicos informar sobre los trabajos que van a publicar para decidir si los protegen.

La Fundación Sales destaca la alarmante estadística sobre solicitud de patentes en la Argentina. Lo indica la publicación anual Estado de la Ciencia (2023): en la última década medida (2012-2021), EE.UU. solicitó un promedio de 286.000 patentes por año. Brasil requirió en el mismo período un promedio de 7800. La Argentina, un promedio de apenas 567.

Un estudio mostró que la UBA, la mayor universidad del país, con centenares de trabajos publicados por año, solo solicitó 39 patentes en 40 años (1973-2013), un promedio de una por año. Desde su creación (1821), la UBA no alcanzó a solicitar siquiera un centenar de patentes, mientras el Instituto Pasteur de París, creado mucho después (1887), registraba casi 6000 solicitudes.

Se debe promover que cada universidad pública tenga una oficina de propiedad intelectual y otra de fundraising

Por todo esto nuestras universidades públicas dependen de magros presupuestos oficiales, cuando el costo de las patentes es muy inferior frente a los beneficios que se obtienen. Así sufrimos dos perjuicios: limitados fondos para las universidades y elevados gastos de importaciones.

Otra fuente de recursos son las donaciones. La Fundación Sales analizó universidades de distintos países que cuentan con fundraisers, o sea profesionales en el arte de obtener recursos vía donaciones. En Francia, Christian Bréchot, como director del mencionado Instituto Pasteur, decía a sus donantes: “Más del 30% de nuestro presupuesto proviene de vuestra generosidad. Gracias a ella podemos realizar nuevas investigaciones. Nosotros necesitamos de ustedes”.

En EE.UU. se apela a exalumnos exitosos, que agradecen su posición económica por la formación recibida. Es el caso de Garald Chan, de Hong Kong, que aportó a Harvard en 2015 la más alta donación que esta universidad recibió en su historia (350 millones de dólares), superada en 2016 por otro exalumno, John Paulson (400 millones). En 2023 las universidades norteamericanas recibieron donaciones por 58.000 millones de dólares, y alcanzaron un récord mundial de 59.500 millones en 2022.

La práctica de donar no es solo frecuente en EE.UU. La mayor donación a una universidad en el mundo se concretó hace unos años: US$1000 millones a la Universidad Vedanta (India). Y este año, Ruth Gottesman, de 93 años, exprofesora de la Facultad de Medicina Albert Einstein de Nueva York, dio las gracias a su fallecido esposo, David Gottesman, por dejarle los medios económicos para donar también US$1000 millones a esa facultad.

Hace unos años, Brasil vio que en EE.UU. prestigiosas universidades, como Harvard o el Massachusetts Institute of Technology (MIT), recibían importantes donaciones de exalumnos empresarios, que constituyen los denominados endowment funds. Son capitales que se invierten y sus intereses se destinan a la universidad y a acrecentar ese capital para que nunca se reduzca. Varias universidades brasileñas ya reciben estos fondos de exalumnos empresarios.

¿Cuántos exalumnos exitosos formaron nuestras universidades? El país ha incrementado la inversión en empresas tecnológicas. Ello generó una docena de unicornios, empresas valoradas en más de 1000 millones de dólares: la más importante es Mercado Libre. Los creadores de estas empresas pueden ser donantes de las universidades donde se graduaron. Hace 23 años se creó en el país la Asociación de Ejecutivos en Desarrollo de Recursos (Aedros), que reúne a más de 250 fundraisers. Las universidades deberían contar con ellos, pues son valiosos los avances científicos que pueden mostrar.

En síntesis, se debe promover activamente que cada universidad pública tenga una oficina de propiedad intelectual que impida a terceros la apropiación de sus conocimientos, para así transferirlos a las industrias y generar regalías; y otra oficina de fundraising para que graduados de alto nivel económico y también simples ciudadanos realicen donaciones para obtener logros en salud, medio ambiente, economía, ciencia, cultura y otras áreas. El Gobierno podrá otorgar fondos que promuevan estos objetivos y hasta podría hacerse cargo de los gastos de las mencionadas oficinas, recursos que siempre deberán ser auditados.

De la manera en que hoy operan nuestras universidades públicas, nuestros investigadores no alcanzarán el crecimiento y desarrollo sostenido que pueden protagonizar, porque el conocimiento, el mayor activo de cualquier economía, anida sin protección en estas instituciones. Por ello deben intervenir y dialogar con las universidades, además de la Secretaría de Educación, el Ministerio de Economía, la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología, y la Subsecretaría de Economía del Conocimiento. Seguir insistiendo con que no hay plata para el financiamiento universitario desperdiciando tamaño cúmulo de posibilidades es como llorar por hambre sentado sobre un suculento plato de delicias.

Nuestros gobiernos han venido ignorando sistemáticamente desde hace muchos años que la investigación científica es la principal actividad de las universidades. Ya en los años 30 del siglo pasado, el premio Nobel Bernardo Houssay observaba cómo los países avanzados realizaban investigaciones que, transferidas a las industrias, generaban crecimiento económico. Por ello afirmaba: “Los países son ricos porque investigan y no es que investigan porque son ricos”. Agregaba que si una universidad no investiga y no genera conocimientos, no es más que una “escuela técnica”. En aquellos tiempos, Albert Einstein pronosticaba que “los imperios del futuro se construirán sobre el conocimiento”.

Por ello, en 1963, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) decidió medir las inversiones en investigación y desarrollo (I+D) como motor principal del crecimiento económico. La estadística muestra que los países más avanzados son los que más invierten en I+D. Brasil, primera economía latinoamericana y entre las primeras del mundo, es la única de la región que invierte más del 1% del PBI en I+D: 1,17%. La Argentina invierte el 0,52%, por debajo del promedio de América Latina y el Caribe (0,61%). Estados Unidos, primera economía mundial, invierte el 3,46% de su PBI. China, segunda economía mundial, el 2,43%.

Con estos antecedentes, un análisis de la Fundación Sales muestra que las más grandes universidades del mundo tienen una fuente muy importante de recursos cuando cobran regalías de las empresas que toman sus conocimientos, por los que logran y comercializan tecnologías y productos innovadores. De las 68 universidades públicas y 52 privadas de la Argentina, muy pocas son las que investigan.

Más grave aún es que nuestras universidades, en su mayoría, no protegen sus conocimientos. Cuando un científico publica un trabajo innovador en un paper internacional o lo hace público en un congreso, sin estar previamente protegido por una patente, pasa a ser de dominio público y puede apropiárselo otro país. Lo comprobaron profesores de la Universidad Nacional de Quilmes en dos investigaciones publicadas en el Journal of Technology Management & Innovation (2012 y 2018). En la primera, detectaron que laboratorios farmacéuticos internacionales, universidades y centros de investigación del exterior patentaron conocimientos de calificados científicos de esa universidad. La segunda investigación mostró que EE.UU., Inglaterra, China, Alemania, Francia, Canadá y otros países se habían apropiado de conocimientos de 94 científicos argentinos financiados por el Estado. Con ese conocimiento regalado obtuvieron innovaciones que protegieron con 341 patentes, pudiendo transferirlas a industrias y cobrar las regalías correspondientes. Hasta puede ocurrir que importemos tecnologías logradas por esa inteligencia graciosamente regalada. Las más importantes universidades del mundo tienen oficinas de propiedad intelectual, que exigen a los científicos informar sobre los trabajos que van a publicar para decidir si los protegen.

La Fundación Sales destaca la alarmante estadística sobre solicitud de patentes en la Argentina. Lo indica la publicación anual Estado de la Ciencia (2023): en la última década medida (2012-2021), EE.UU. solicitó un promedio de 286.000 patentes por año. Brasil requirió en el mismo período un promedio de 7800. La Argentina, un promedio de apenas 567.

Un estudio mostró que la UBA, la mayor universidad del país, con centenares de trabajos publicados por año, solo solicitó 39 patentes en 40 años (1973-2013), un promedio de una por año. Desde su creación (1821), la UBA no alcanzó a solicitar siquiera un centenar de patentes, mientras el Instituto Pasteur de París, creado mucho después (1887), registraba casi 6000 solicitudes.

Se debe promover que cada universidad pública tenga una oficina de propiedad intelectual y otra de fundraising

Por todo esto nuestras universidades públicas dependen de magros presupuestos oficiales, cuando el costo de las patentes es muy inferior frente a los beneficios que se obtienen. Así sufrimos dos perjuicios: limitados fondos para las universidades y elevados gastos de importaciones.

Otra fuente de recursos son las donaciones. La Fundación Sales analizó universidades de distintos países que cuentan con fundraisers, o sea profesionales en el arte de obtener recursos vía donaciones. En Francia, Christian Bréchot, como director del mencionado Instituto Pasteur, decía a sus donantes: “Más del 30% de nuestro presupuesto proviene de vuestra generosidad. Gracias a ella podemos realizar nuevas investigaciones. Nosotros necesitamos de ustedes”.

En EE.UU. se apela a exalumnos exitosos, que agradecen su posición económica por la formación recibida. Es el caso de Garald Chan, de Hong Kong, que aportó a Harvard en 2015 la más alta donación que esta universidad recibió en su historia (350 millones de dólares), superada en 2016 por otro exalumno, John Paulson (400 millones). En 2023 las universidades norteamericanas recibieron donaciones por 58.000 millones de dólares, y alcanzaron un récord mundial de 59.500 millones en 2022.

La práctica de donar no es solo frecuente en EE.UU. La mayor donación a una universidad en el mundo se concretó hace unos años: US$1000 millones a la Universidad Vedanta (India). Y este año, Ruth Gottesman, de 93 años, exprofesora de la Facultad de Medicina Albert Einstein de Nueva York, dio las gracias a su fallecido esposo, David Gottesman, por dejarle los medios económicos para donar también US$1000 millones a esa facultad.

Hace unos años, Brasil vio que en EE.UU. prestigiosas universidades, como Harvard o el Massachusetts Institute of Technology (MIT), recibían importantes donaciones de exalumnos empresarios, que constituyen los denominados endowment funds. Son capitales que se invierten y sus intereses se destinan a la universidad y a acrecentar ese capital para que nunca se reduzca. Varias universidades brasileñas ya reciben estos fondos de exalumnos empresarios.

¿Cuántos exalumnos exitosos formaron nuestras universidades? El país ha incrementado la inversión en empresas tecnológicas. Ello generó una docena de unicornios, empresas valoradas en más de 1000 millones de dólares: la más importante es Mercado Libre. Los creadores de estas empresas pueden ser donantes de las universidades donde se graduaron. Hace 23 años se creó en el país la Asociación de Ejecutivos en Desarrollo de Recursos (Aedros), que reúne a más de 250 fundraisers. Las universidades deberían contar con ellos, pues son valiosos los avances científicos que pueden mostrar.

En síntesis, se debe promover activamente que cada universidad pública tenga una oficina de propiedad intelectual que impida a terceros la apropiación de sus conocimientos, para así transferirlos a las industrias y generar regalías; y otra oficina de fundraising para que graduados de alto nivel económico y también simples ciudadanos realicen donaciones para obtener logros en salud, medio ambiente, economía, ciencia, cultura y otras áreas. El Gobierno podrá otorgar fondos que promuevan estos objetivos y hasta podría hacerse cargo de los gastos de las mencionadas oficinas, recursos que siempre deberán ser auditados.

De la manera en que hoy operan nuestras universidades públicas, nuestros investigadores no alcanzarán el crecimiento y desarrollo sostenido que pueden protagonizar, porque el conocimiento, el mayor activo de cualquier economía, anida sin protección en estas instituciones. Por ello deben intervenir y dialogar con las universidades, además de la Secretaría de Educación, el Ministerio de Economía, la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología, y la Subsecretaría de Economía del Conocimiento. Seguir insistiendo con que no hay plata para el financiamiento universitario desperdiciando tamaño cúmulo de posibilidades es como llorar por hambre sentado sobre un suculento plato de delicias.

 Llama la atención que en la Argentina no se analice cómo se financian las casas de altos estudios de países más avanzados del mundo para replicar sus logros  LA NACION

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