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Un discurso militante y terrenal, que parece escrito por Grabois

Cuando la historia escriba el vínculo del Papa con la Argentina, deberá prestarle una atención muy especial al discurso que pronunció ayer.

Algo de fondo parece haber cambiado en el mensaje dirigido a su país. El pontífice abandonó el tono eminentemente doctrinario y pastoral, para arriesgarse en el barro de los debates coyunturales. No apeló esta vez a la dialéctica simbólica y a la gestualidad ambigua, sino que optó por cuestionar abiertamente al gobierno, como no lo había hecho con ninguna de las administraciones anteriores. No buscó el verbo elíptico ni metafórico, sino que apeló a las consignas del lenguaje político pedestre. Tal vez haya que anotar el 20 de septiembre de 2024 como el día que el papa Francisco descendió al tumultuoso escenario de la política argentina con un mensaje excesivamente terrenal, que podría interpretarse, incluso, como alejado de algunos equilibrios, complejidades y matices que suelen caracterizar las palabras de los grandes líderes humanísticos y religiosos.

En su larga década de papado, las señales y mensajes de Francisco hacia la Argentina exigieron esfuerzos interpretativos que muchas veces condujeron a conclusiones divergentes. Era un mensaje elevado, por momentos críptico, que parecía eludir con sabiduría las definiciones tajantes y que se diferenciaba de las dialécticas políticas y sectoriales. Su extenso discurso de ayer marcó un punto de quiebre con su propia tradición.

Con el abierto cuestionamiento a la aplicación, en la Argentina, de un protocolo antipiquetes, el Papa justificó el accionar de organizaciones como la de Juan Grabois, que han forjado su militancia política con agresivos bloqueos en la vía pública y en abierto desafío al sistema normativo. Se basó, aparentemente, en información interesada y parcial; pasó por alto las complejas implicancias para el ciudadano común de una suerte de anarquía que regía en las calles y alentó “la lucha” de esos movimientos, sin contemplar la oscura madeja de intermediación en la que muchos de los autodenominados “líderes sociales” han tomado como rehenes a beneficiarios de la ayuda social.

El Papa decidió hacer un recorte sobre un supuesto exceso en el uso de gas pimienta por parte de fuerzas de seguridad, sin aludir a las provocaciones y atropellos que han sufrido instituciones como el Congreso con ataques a piedrazos, ni tampoco a las heridas provocadas por activistas a humildes servidores públicos, como son los policías o gendarmes. Tampoco tuvo en cuenta la quema de bienes públicos y hasta la destrucción de vehículos y comercios en algunas protestas violentas.

A la cercanía del Pontífice con Grabois habrá que adjudicarle, después del acto de ayer, un relieve mayor del que se le atribuía hasta ahora. Quedó en evidencia que no se trata solo de un vínculo personal y de una voz entre otras, sino de una relación nutrida de coincidencias de fondo. En una referencia explícita, el Papa legitimó la usurpación de una propiedad privada en Entre Ríos delante del promotor de esa incursión ilegal, que fue el propio Grabois, quien luego desplegó esa misma metodología violenta, junto a un grupo de militantes, al traspasar otra propiedad privada en el corazón de la Patagonia, el campo de Lewis.

Al avalar a las organizaciones sociales, el Papa no hizo ningún llamado a la transparencia ni al respeto de la ley. Pasó deliberadamente por alto las investigaciones y denuncias que expusieron el aprovechamiento en beneficio propio que hacían muchos líderes piqueteros en la administración de los planes sociales. Las palabras del Papa seguramente serán utilizadas ahora por esos “gerentes de la pobreza” como una suerte de justificación y respaldo.

Francisco embistió contra el nuevo gobierno argentino, por “una escena que me mostraron” con gas pimienta, con una contundencia y una dureza con la que no ha condenado los crímenes, torturas y persecuciones que se viven a diario en Venezuela y que han sido documentados por las Naciones Unidas. Al volver de su última gira, aludió por primera vez al chavismo como “una dictadura”, pero siempre ha apelado al lenguaje diplomático, y más bien ambiguo, para referirse a regímenes totalitarios.

En su discurso de ayer, el Papa cavó, además, la “grieta” histórica de la Argentina al cuestionar al general Julio Roca, en una posición que también lo trae al fango de los debates binarios, que prescinden de la complejidad y los matices.

Como nunca antes, el Papa ha asumido para su país la narrativa de un político opositor. Tal vez resulte doloroso para millones de argentinos que no pierden la esperanza de verlo volver a su tierra y que esperan de él un mensaje conciliador y elevado, alejado de las simplificaciones y de los dogmatismos ideológicos, así como de toda facción.

Cuando la historia escriba el vínculo del Papa con la Argentina, deberá prestarle una atención muy especial al discurso que pronunció ayer.

Algo de fondo parece haber cambiado en el mensaje dirigido a su país. El pontífice abandonó el tono eminentemente doctrinario y pastoral, para arriesgarse en el barro de los debates coyunturales. No apeló esta vez a la dialéctica simbólica y a la gestualidad ambigua, sino que optó por cuestionar abiertamente al gobierno, como no lo había hecho con ninguna de las administraciones anteriores. No buscó el verbo elíptico ni metafórico, sino que apeló a las consignas del lenguaje político pedestre. Tal vez haya que anotar el 20 de septiembre de 2024 como el día que el papa Francisco descendió al tumultuoso escenario de la política argentina con un mensaje excesivamente terrenal, que podría interpretarse, incluso, como alejado de algunos equilibrios, complejidades y matices que suelen caracterizar las palabras de los grandes líderes humanísticos y religiosos.

En su larga década de papado, las señales y mensajes de Francisco hacia la Argentina exigieron esfuerzos interpretativos que muchas veces condujeron a conclusiones divergentes. Era un mensaje elevado, por momentos críptico, que parecía eludir con sabiduría las definiciones tajantes y que se diferenciaba de las dialécticas políticas y sectoriales. Su extenso discurso de ayer marcó un punto de quiebre con su propia tradición.

Con el abierto cuestionamiento a la aplicación, en la Argentina, de un protocolo antipiquetes, el Papa justificó el accionar de organizaciones como la de Juan Grabois, que han forjado su militancia política con agresivos bloqueos en la vía pública y en abierto desafío al sistema normativo. Se basó, aparentemente, en información interesada y parcial; pasó por alto las complejas implicancias para el ciudadano común de una suerte de anarquía que regía en las calles y alentó “la lucha” de esos movimientos, sin contemplar la oscura madeja de intermediación en la que muchos de los autodenominados “líderes sociales” han tomado como rehenes a beneficiarios de la ayuda social.

El Papa decidió hacer un recorte sobre un supuesto exceso en el uso de gas pimienta por parte de fuerzas de seguridad, sin aludir a las provocaciones y atropellos que han sufrido instituciones como el Congreso con ataques a piedrazos, ni tampoco a las heridas provocadas por activistas a humildes servidores públicos, como son los policías o gendarmes. Tampoco tuvo en cuenta la quema de bienes públicos y hasta la destrucción de vehículos y comercios en algunas protestas violentas.

A la cercanía del Pontífice con Grabois habrá que adjudicarle, después del acto de ayer, un relieve mayor del que se le atribuía hasta ahora. Quedó en evidencia que no se trata solo de un vínculo personal y de una voz entre otras, sino de una relación nutrida de coincidencias de fondo. En una referencia explícita, el Papa legitimó la usurpación de una propiedad privada en Entre Ríos delante del promotor de esa incursión ilegal, que fue el propio Grabois, quien luego desplegó esa misma metodología violenta, junto a un grupo de militantes, al traspasar otra propiedad privada en el corazón de la Patagonia, el campo de Lewis.

Al avalar a las organizaciones sociales, el Papa no hizo ningún llamado a la transparencia ni al respeto de la ley. Pasó deliberadamente por alto las investigaciones y denuncias que expusieron el aprovechamiento en beneficio propio que hacían muchos líderes piqueteros en la administración de los planes sociales. Las palabras del Papa seguramente serán utilizadas ahora por esos “gerentes de la pobreza” como una suerte de justificación y respaldo.

Francisco embistió contra el nuevo gobierno argentino, por “una escena que me mostraron” con gas pimienta, con una contundencia y una dureza con la que no ha condenado los crímenes, torturas y persecuciones que se viven a diario en Venezuela y que han sido documentados por las Naciones Unidas. Al volver de su última gira, aludió por primera vez al chavismo como “una dictadura”, pero siempre ha apelado al lenguaje diplomático, y más bien ambiguo, para referirse a regímenes totalitarios.

En su discurso de ayer, el Papa cavó, además, la “grieta” histórica de la Argentina al cuestionar al general Julio Roca, en una posición que también lo trae al fango de los debates binarios, que prescinden de la complejidad y los matices.

Como nunca antes, el Papa ha asumido para su país la narrativa de un político opositor. Tal vez resulte doloroso para millones de argentinos que no pierden la esperanza de verlo volver a su tierra y que esperan de él un mensaje conciliador y elevado, alejado de las simplificaciones y de los dogmatismos ideológicos, así como de toda facción.

 Francisco abandonó el tono doctrinario y metafórico para asumir una narrativa política que coincide con sectores de la oposición dura  LA NACION

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